lunes, 22 de abril de 2013

VENEZUELA: DEMODURA O DICTACRACIA



La última elección presidencial en Venezuela ha sido una de las más reñidas de su historia. Según las cifras finales, Nicolás Maduro, el heredero político de Hugo Chávez, ganó los comicios con el 50.75% de los votos, frente al 48.98% obtenido por Henrique Capriles Radonski, el candidato de la Mesa de Unidad Democrática (MUD). Los resultados finales han sido los más ajustados de los últimos tiempos. Como se recuerda, Venezuela no vivía un proceso similar desde que en 1968, Rafael Caldera, el candidato socialcristiano, derrotara al partido oficialista Acción Democrática con un margen de apenas 33,000 votos.


Es así como luego de 14 años de chavismo, la oposición de ese país estuvo a punto (quizá lo logró) de derrotar al partido de Gobierno. Para los defensores del chavismo esta elección ha vuelto a demostrar que el pueblo venezolano sigue apostando por el proyecto del Socialismo del siglo XXI que Hugo Chávez impulsó desde el momento en el que asumió la presidencia por primera vez en el año de 1998. En otras palabras, para los chavistas, haber ganado 17 de los últimos 18 comicios electorales es una señal clara de que a esta revolución nadie la para. Por el lado de los opositores, la reacción ha sido completamente distinta. Para ellos, este proceso marca un punto de quiebre en la historia política reciente de Venezuela. Nunca antes la oposición había logrado alcanzar casi el 50% de los votos en este país. Esto hace que muchos hablen ya del inicio de una transición democrática.


Los resultados han dado como ganador al partido oficialista. Nicolás Maduro fue proclamado como el nuevo presidente de Venezuela por la Comisión Nacional Electoral (a pesar de que la OEA pidió el recuento de los votos). Pero las cifras alcanzadas por el chavismo más que tranquilidad han generado una profunda preocupación entre su militancia. Imagínense, han transcurrido largos 14 años de gobierno “socialista” y casi la mitad del pueblo venezolano ha expresado en las urnas sus deseos de cambio en la conducción política de su país. ¿Qué clase de revolución “popular” es esta que tiene a la mitad de la población deseando que la revolución termine? Esta es la pregunta que muchos en Latinoamérica nos hacemos hace mucho pues estamos seguros de que el descontento con la manera cómo el chavismo entiende la política y ejerce el poder ha ido creciendo rápidamente durante los últimos años.


Sin embargo, lo más importante de estos comicios no han sido los resultados finales, sino lo que vino después de que estos fueran conocidos. Durante las semanas previas a este proceso electoral (sucedió lo mismo en las últimas elecciones pasadas en las que participó Hugo Chávez) diversos líderes, personalidades y medios de comunicación (los que han logrado sobrevivir a la persecución chavista) fueron denunciando la presencia de una serie de irregularidades que distorsionaban el proceso electoral inclinando la balanza en favor del partido de gobierno. Estos son los antecedentes que hoy en día hacen que ante un escenario de suma polarización como el que se está viviendo, y con cifras tan ajustadas, los rumores de FRAUDE cobren fuerza tanto dentro como fuera de Venezuela.


Para nadie, a estas alturas de la historia, es novedad de que en Venezuela el chavismo tiene el “monopolio casi absoluto” sobre los medios de comunicación. También se sabe, y eso es algo que ni siquiera los propios chavistas se pueden atrever a refutar, que el partido de gobierno ha logrado copar a todas las instituciones públicas, incluyendo al Poder Judicial y al órgano electoral de ese país, situación que le ha dado una enorme ventaja frente a los partidos de oposición en cualquier contienda electoral en la que han participado.


Si a eso le sumamos que el chavismo ha utilizado a toda la maquinaria estatal a su antojo y empleado ingentes cantidades de dinero público en su afán releccionista, es lógico pensar que en “este tipo de elecciones” el chavismo ha tenido siempre todas las cartas ganadoras en su poder, y que la participación de la oposición, únicamente servía para legitimar plebiscitariamente la continuidad de su proyecto autocrático y populista.


Creo que nadie puede tener la certeza, ni siquiera los líderes de la oposición venezolana, de que se ha producido un fraude al momento de computar los votos (recordemos que el voto es electrónico en este país). Quizá sea cierto que Nicolás Maduro logró vencer a Capriles por aproximadamente 265 mil votos. No obstante ello, cabría preguntarnos si para que un proceso electoral sea catalogado como democrático basta con que el conteo de votos sea fiel reflejo de la voluntad popular, o si además de ello, los actores involucrados (oficialismo y oposición) deben observar una serie de reglas expresas (también tácitas) que hacen que el vencedor de una elección goce de una legitimidad indiscutible al haber competido de manera transparente y justa.


Un proceso electoral, como el que se ha vivido en Venezuela (con Chávez y ahora como Maduro como protagonistas), o como el que se vivió en el Perú en el año 2000, no puede ser catalogado de ninguna manera como democrático por las siguientes razones:


a) El partido de gobierno manipuló durante los últimos años la legislación electoral con el afán de favorecerse y permanecer de manera indefinida en el poder desconociendo los principios básicos de la república como el de sucesión temporal y alternancia en el poder; b) El partido de gobierno, con el apoyo de las instituciones que puso a su servicio, se encargó de perseguir a los más importantes representantes de la oposición de ese país restándole a este sector las posibilidades de competir en igualdad de condiciones; c) El partido de gobierno se encargó de liquidar el derecho a la libertad de expresión de los medios de comunicación que se atrevían a criticar la conducta de Hugo Chávez y de su administración; d) El partido de gobierno ha despilfarrado el dinero público de todos los venezolanos en financiar todas las campañas electorales en las que ha participado sin ningún tipo de control o limitación; e) El partido de gobierno ha sometido a todo el sector castrense y lo ha convertido en su brazo político a la hora de arremeter en contra de los opositores; f) El partido de gobierno ha quebrado la institucionalidad democrática en Venezuela al violar el principio de separación de poderes de manera sistemática durante los últimos años; y g) El partido de gobierno ha violado de manera reiterada las libertades civiles y fundamentales cuando el ejercicio de estas empezó a ser visto como una amenaza para los intereses políticos del chavismo.


Por estas razones, creemos que es muy preocupante que nuestro Gobierno, y el de los diversos países de la Unasur, terminen respaldando y reconociendo la victoria electoral de Nicolás Maduro, cuando saben que este proceso estuvo plagado de una serie de ilegalidades que lo convierten en el más claro ejemplo de lo que las autocracias modernas hacen para legitimar su poder en el mundo. En palabras de Steven Levitsky, profesor de Harvard, lo que caracteriza a estos “autoritarismos competitivos” como el de Venezuela es que un solo líder (antes Hugo Chávez) o un solo partido político tiene un dominio casi total de la política pero que, al menos en teoría, la oposición puede llegar al poder a través de elecciones. Bajo tal sistema, los gobernantes autoritarios casi siempre se mantienen en el poder porque controlan y utilizan los medios del Estado para aplastar a la oposición, detener o intimidar a los opositores, controlar los medios de comunicación, o alterar los resultados de las elecciones.


En otras palabras, las autocracias competitivas como la venezolana pueden no necesitar de un fraude al momento de contabilizar los votos para alcanzar la victoria, pues ese fraude lo fueron gestando poco a poco desde el gobierno, usando todo el poder que el manejo del sector público les ofrece, inclinando la balanza a su favor, para entrar a competir con la certeza de que no podrán ser vencidos, y de que si lo fuesen, los árbitros de la competencia les terminarán por dar el triunfo en mesa, cueste lo que cueste. Porque para las demoduras o dictacracias como la de Venezuela lo más importante es perpetuarse en el poder aun cuando el 50% de la población ya no crea en su prédica revolucionaria vacía y mentirosa. Estas son las elecciones a las cuales nuestro presidente Ollanta Humala y los jefes de Estado del Unasur, consideran democráticas y legítimas. ¿Qué les parece?

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viernes, 19 de abril de 2013

CUANDO EL ESTADO TE PERSIGUE: SOBRE LA IMPRESCRIPTIBILIDAD DE LOS DELITOS DE CORRUPCIÓN




Una de las ofertas electorales que presentó el partido de gobierno durante las últimas elecciones presidenciales fue la de reformar la Constitución para tornar IMPRESCRIPTIBLES los delitos de corrupción cometidos por funcionarios públicos. Sin embargo, y como ya es costumbre en nuestro país, al poco tiempo de asumir el cargo, tanto el Presidente de la República como sus congresistas, olvidaron dicho ofrecimiento y terminaron encarpetando la propuesta.

¿Insistirán con la propuesta?

No obstante ello, parece que un grupo de parlamentarios insistirá con la promulgación de esta ley de reforma constitucional que lleve adelante la oferta de campaña. Siendo ello así, y teniendo en cuenta la relevancia jurídica de la medida, creo necesario hacer un análisis de la misma desde una perspectiva constitucional y política.

Análisis constitucional de la propuesta

No siem­pre el medio elegido para con­cre­ti­zar los ofre­ci­mien­tos electorales resulta ser el más efi­caz, o como sucede en este caso, el más idó­neo constitucional y jurídicamente hablando. Para refor­zar este plan­tea­miento, que en esta oportunidad busca demos­trar que no es nece­sa­rio modi­fi­car la legis­la­ción (constitucional y/o legal) para luchar con­tra la corrupción, responderemos algunas de las preguntas que los ciudadanos se suelen hacer cuando escuchan hablar de este tema en los medios de comunicación.

¿Qué es exac­ta­mente la prescripción?

La pres­crip­ción es una ins­ti­tu­ción que busca esta­ble­cer un límite al Estado cuando este decide ejercer su poder puni­tivo per­si­guiendo a quien ha come­tido algún delito. Dicho de otro modo, cuando alguien comete un delito, el Estado cuenta con un plazo esta­ble­cido en la ley para investigar, pro­ce­sar y san­cio­nar al responsable.

¿Qué ocu­rre cuando el plazo para per­se­guir el delito vence?

Cuando el Estado, debido a la acción obs­truc­cio­nista de los pre­sun­tos res­pon­sa­bles, o a la inefi­cien­cia y fra­gi­li­dad de sus instituciones, deja trans­cu­rrir el plazo y este vence, enton­ces opera lo que en tér­mi­nos jurí­di­cos se deno­mina la extin­ción de la acción penal, es decir, el Estado pierde el dere­cho de per­se­guir el delito, el mismo que al final resulta quedando impune.

¿Cuál es la fina­li­dad de esta figura jurídica?

Esta­ble­cer un límite (el plazo de la pres­crip­ción) para ejer­cer la facul­tad per­se­cu­to­ria del delito por parte de ins­ti­tu­cio­nes como el Minis­te­rio Público y el Poder Judi­cial, busca evi­tar seve­ras vio­la­cio­nes a las liber­ta­des indi­vi­dua­les de los ciu­da­da­nos, quie­nes podrían ser per­se­gui­dos eternamente, a pesar de haberse reco­no­cido constitucionalmente el prin­ci­pio de pre­sun­ción de inocen­cia como una garan­tía para todos los ciudadanos. Dicho de modo más sencillo, esta figura busca evitar que a una persona se la persiga penalmente hasta su muerte.

¿Qué señala nues­tra actual legis­la­ción sobre este tema?

Las reglas de la pres­crip­ción en nues­tro país han sido reco­gi­das en el Código Penal, espe­cí­fi­ca­mente en sus artícu­los 80º y 83º, res­pec­ti­va­mente. En dichas dis­po­si­cio­nes se señala que la acción penal pres­cribe o fenece en un tiempo igual al máximo de la pena fijada para el acto cri­mi­nal (por ejem­plo, si el delito es san­cio­nado con un máximo de 10 años, enton­ces el plazo que el Estado tiene para per­se­guir el delito será también de 10 años). Ahora bien, cuando se trata de deli­tos come­ti­dos con­tra el patri­mo­nio de la nación por una per­sona que tiene la con­di­ción de fun­cio­na­rio público, opera la “dupli­ca­ción del plazo de pres­crip­ción” con un límite máximo de 20 años.

En mi opinión, creo que los pla­zos apli­ca­bles para la pres­crip­ción de los deli­tos de corrup­ción son lo sufi­cien­te­mente amplios como para que cual­quier Estado, “media­na­mente efi­ciente”, cum­pla con su obligación de inves­ti­gar, pro­ce­sar y san­cio­nar a los corrup­tos. Hagámonos la siguiente pregunta entonces: ¿Cuánto tiempo nece­sitará un Estado como el nues­tro para san­cio­nar a quie­nes delin­quen? Al pare­cer, toda la eter­ni­dad. El pro­blema no es enton­ces la pres­crip­ti­bi­li­dad de los deli­tos, ni el aumento de las penas, sino la incapacidad que tienen los órganos jurisdiccionales para administrar justicia en un tiempo razonable.

¿Cuá­les son los deli­tos que pre­ten­den ser com­ba­ti­dos con esta medida?

De acuerdo a lo que se conoce en torno a este asunto, los par­la­men­ta­rios que impulsarán esta ini­cia­tiva, asu­men erróneamente  (sin mayor dato objetivo), que esta medida des­in­cen­ti­vará la comi­sión de los deli­tos come­ti­dos de manera fre­cuente por fun­cio­na­rios públi­cos. Entre estos tenemos: cohe­cho pro­pio, cohe­cho impro­pio, corrup­ción pasiva, corrup­ción de fun­cio­na­rios juris­dic­cio­na­les, apro­ve­cha­miento inde­bido de cargo y enri­que­ci­miento ilí­cito con­te­ni­dos en los artícu­los 393º, 394º, 395º, 396, 397º y 401º del vigente Código Penal.
 
¿Exis­ten en la actua­li­dad deli­tos que sean imprescriptibles?

Los únicos delitos que son imprescriptibles son los “delitos de lesa humanidad”, es decir, deli­tos que siendo come­ti­dos de manera sis­te­má­tica y reite­rada por el pro­pio Estado u otros agen­tes con carac­te­rís­ti­cas par­ti­cu­la­res, aten­tan gra­ve­mente con­tra la dig­ni­dad de la per­sona, vul­ne­rando su vida, inte­gri­dad o liber­tad. Den­tro de esta lista de deli­tos tene­mos a la tor­tura, desa­pa­ri­ción for­zada, eje­cu­ción extra­ju­di­cial, geno­ci­dio y vio­la­cio­nes sexua­les en algu­nos casos.

¿La imprescriptibilidad, cuando es aplicaba a delitos que no revisten la gravedad de los delitos de lesa humanidad, no quiebra acaso el principio de proporcionalidad?

Este es el prin­ci­pal cues­tio­na­miento que se hace a esta pro­puesta. En mi opi­nión, el prin­ci­pio de pro­por­cio­na­li­dad que debe ser obser­vado en todo acto que pre­tenda limi­tar los dere­chos de los ciu­da­da­nos, con el afán de con­cre­ti­zar fines legí­ti­mos como la lucha con­tra la corrup­ción, se ve seria­mente des­vir­tuado con una pro­puesta como la que ahora comen­ta­mos. Aten­tar con­tra el era­rio nacio­nal, con­tra un bien de natu­ra­leza patri­mo­nial, en modo alguno genera  el mismo des­va­lor que producen los deli­tos de lesa huma­ni­dad.

En todo caso, si la fina­li­dad de esta medida es evi­tar que estos deli­tos no que­den impu­nes por el transcurso del tiempo, enton­ces: ¿Por­ qué no hace­mos exten­siva esta pro­puesta a otro tipo de deli­tos que gene­ran mayor rechazo entre la pobla­ción como el homi­ci­dio, la vio­la­ción sexual, el terro­rismo o el trá­fico ilí­cito de dro­gas? La res­puesta es muy sim­ple: la per­se­cu­ción penal debe ser limi­tada por­que de no ser así se estaría con­denando táci­ta­mente a las personas ­a vivir en un estado se zozo­bra per­ma­nente, teme­rosas y con el pavor de ser denun­ciadas o enjui­ciadas por hechos que ocu­rrie­ron hace muchísimos años atrás.

¿Cuáles son los problemas políticos que se presentan para la implementación de esta propuesta?

Para modi­fi­car las reglas de la pres­crip­ción dis­pues­tas por el Código Penal antes men­cio­na­das, es nece­sa­rio modi­fi­car el artículo 41º de la Cons­ti­tu­ción (con todas los dificultades que ello implica), dis­po­si­ción en la cual se rati­fica lo seña­lado en la legis­la­ción penal en cuanto a dupli­car el plazo de pres­crip­ción cuando se trate de deli­tos come­ti­dos con­tra el patri­mo­nio del Estado. En ese sentido, será nece­sa­rio que la mayo­ría par­la­men­ta­ria rati­fi­que su volun­tad con un mínimo de 87 votos, pues sólo de esa manera podrá lle­varse a cabo la reforma del men­cio­nado artículo siguiendo el meca­nismo pre­visto por la pro­pia Cons­ti­tu­ción. En mi opinión, creo que los impulsores de este tipo de medidas no han evaluado las “posibilidades reales” de la misma.

Se reque­rirá entonces de un con­senso polí­tico muy grande para obtener dicha mayo­ría, el que pocas veces ha sido alcan­zado en nues­tro país cuando se trata de impulsar refor­mas de la Cons­ti­tu­ción o de tomar importantes decisiones políticas. Prueba de ello es que hasta el momento este Congreso no ha sido capaz de elegir a los nuevos miembros del Tribunal Constitucional, al Defensor del Pueblo y a los Directores del Banco Central de Reserva. ¿Por qué? Porque necesitan como mínimo 87 votos, y el acuerdo se hace casi imposible en un Congreso atomizado como el nuestro en el cual ninguna fuerza política tiene mayoría absoluta y la capacidad de los actores para la concertación es tan escasa.

¿Cuá­les son los peli­gros que esta propuesta trae con­sigo para la vida demo­crá­tica de la nación?

En un país como el nues­tro, en el cual el prin­ci­pio de sepa­ra­ción de pode­res ha sido muchas veces des­co­no­cido por quienes ejercen el poder de turno, una medida como esta puede con­ver­tirse en un arma para la per­se­cu­ción polí­tica de aquellas personas que son vistas como rivales o enemigos para el Gobierno. En otras palabras, el Gobierno, valién­dose de su poder, podría presionar al Minis­te­rio Público y al Poder Judi­cial para hostigar a los disi­den­tes con la pre­sen­ta­ción reite­rada de denun­cias ampa­rando dicha conducta en la supuesta “impres­crip­ti­bi­li­dad de los deli­tos de corrup­ción”.

Por tanto, esta medida, cuyo obje­tivo busca con­so­li­dar nues­tro sis­tema demo­crá­tico, a partir del fortalecimiento de la lucha contra la corrupción, puede ter­mi­nar des­na­tu­ra­li­zán­dolo, tal y como ha suce­dido en otros paí­ses de la región (Ecuador, Bolivia y Venezuela), que no siendo ejemplo de res­peto por los dere­chos ciu­da­da­nos, incor­po­ra­ron esta figura en sus res­pec­ti­vos orde­na­mien­tos, con los resul­ta­dos nefas­tos que todos conocemos. Son los peligros que acechan en un sistema político con instituciones tan débiles como el nuestro.

No estamos mirando el problema de fondo

Esta lucha requie­re bási­ca­mente de una férrea volun­tad polí­tica de parte del Gobierno para fortalecer a las instituciones involucradas en la tarea de perseguir el delito y administrar justicia, dotándolas de recursos y presupuesto, así como también pro­mo­viendo una ética pública entre fis­ca­les, jue­ces, poli­cías y pro­cu­ra­do­res públi­cos de todo el país, basada en la defensa honesta de los intere­ses públicos y en el res­peto por los dere­chos de las per­so­nas.

Lo otro, como ele­var de modo irra­cio­nal las san­cio­nes establecidas para estos delitos, recortar los beneficios penitenciarios, o promover la impres­crip­ti­bi­li­dad para estos crímenes es puro popu­lismo punitivo, que busca ganar algu­nos titu­la­res apro­ve­chando la repul­sión que generan en la gente las con­ti­nuas denun­cias y escán­da­los de corrupción que nos han acompañado desde los primeros años de nuestra república y que desde la década del noventa se convirtieron en el sello distintivo del quehacer político.

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viernes, 5 de abril de 2013

EL GOLPE DE ESTADO DEL 5 DE ABRIL DE 1992





El 5 de abril de 1992 es una fecha que será recordada por todos los demócratas del Perú como el día en el que Alberto Fujimori, hoy sentenciado por corrupción y violación de derechos humanos, decidió atentar contra el orden constitucional de nuestro país, ordenando el cierre del Parlamento, la reorganización del Poder Judicial, la clausura del Tribunal Constitucional, y otras medidas que tuvieron como único objetivo garantizar la impunidad para los actos criminales cometidos por él y sus secuaces.
 
Luego de una campaña electoral canallesca, en la cual la izquierda “desunida”, el aprismo mafioso, el movimiento de un desconocido “ingeniero Fujimori”, ese cuyo lema era “honradez, tecnología y trabajo”, y el apoyo de algunos medios de comunicación, demolieran la imagen del candidato del Frente Democrático (FREDEMO), nuestro Nobel, Mario Vargas Llosa (MVLL), la suerte del Perú estaba echada. Palacio de Gobierno tenía un nuevo inquilino, uno que se encargaría de probar durante diez largos años que en el Perú el robo es premiado, el atropello es admirado y el asesinato es celebrado, sobre todo cuando los sectores de poder y las fuerzas armadas se colocan del lado del autócrata de turno.

A MVLL no lo demolió el fujimorismo, al menos no en esa oportunidad. A MVLL se encargó de destruirlo Alan García (AGP) y su claque política. Recordemos que MVLL había sido el más importante opositor a las medidas populistas y estatistas del líder aprista. MVLL había comprometido su palabra, llevaría a cabo una profunda revisión de las cuentas del Estado, era necesario identificar el sinnúmero de actos de corrupción que el gobierno del “partido del pueblo” le había heredado al país, junto a la inflación más grande de la historia y a la violencia terrorista que AGP nunca supo enfrentar con decisión.

En ese panorama, era claro para qué candidato se inclinaría el apoyo del gobierno de turno (un apoyo por demás grosero). Alberto Fujimori (AF) era el candidato de AGP para la segunda vuelta electoral. Pero el tiro le salió por la culata al “engreído” de Haya de la Torre. Ni en su más terrible pesadilla pudo alguna vez imaginar que este “don nadie” a quien colocó a la cabeza del Estado, se convertiría en uno de sus más terribles persecutores, nunca imaginó que AF, de la mano de su socio, el delincuente Vladimiro Montesinos, sería el protagonista estelar de una de las etapas más negras de la historia, la década del oprobio y la vergüenza nacional, como la denominan con razón los historiadores.

Instalado en Palacio de Gobierno, y a pesar del apoyo que recibiera por parte de los principales grupos políticos representados en el Congreso, los mismos que en más de una oportunidad respaldaron los pedidos de delegación de facultades que provenían del Poder Ejecutivo, decidió arremeter de manera virulenta contra los partidos políticos, los órganos del Estado y las instituciones democráticas. En suma, AF y compañía, esos que luego se convertirían en los dueños del Perú, no querían oposición de ningún tipo, ni política ni institucional, por eso había que destruir las bases del Estado de Derecho, de ese Estado que a duras penas se mantenía en pie en el Perú de los noventa.

AF, su grupo parlamentario y amigos en la prensa, se encargaron de ir abonando el camino para el autogolpe. “El Parlamento no funciona”, “los partidos políticos entorpecen la labor del gobierno”, “el Poder Judicial obstaculiza las reformas”, “el Tribunal de Garantías Constitucionales se opone a los cambios económicos de Palacio de Gobierno”, fueron las frases que a diario se leían y escuchaban en los medios de comunicación. ¿Qué sencillo es para los hombres inescrupulosos mentir? ¿Cuánto cinismo denotaban esas afirmaciones? ¿Cuán desprevenidos estaban todos los peruanos? ¿Acaso nadie pudo presagiar que lo que se venía no era otra cosa que la instalación de una cleptocracia asesina?

Lamentablemente así ocurrió. Para carcajada del dictador, felicidad de un traidor a la patria al que nombró como asesor, tranquilidad de los sectores conservadores que aman la “mano dura” y que compraron el país a cambio de varios millones de dólares, el golpe de Estado había resultado todo un éxito. Los ciudadanos lo habían respaldado, algunos con su entusiasmo, los más con su silencio cómplice. Así lo revelaron las encuestas de aquel mes de abril de 1992. Consultados los peruanos sobre si apoyaban o no la medida tomada por el gobierno del dictador, casi el 80% respondió que sí, en mi familia, por ejemplo, y a pesar de la vergüenza que eso supone para mí, solo una persona mostró su tajante rechazo, mi padrino, él fue el único que expresó abiertamente su rechazo a esta medida. Ahora recuerdo una frase suya: “las dictaduras son siempre sinónimo de corrupción”. Él no se equivocó.

Consumado el golpe, la historia fue la de siempre, militares encargados del orden y la seguridad interna del país, los tanques a la calle, las autoridades civiles subordinadas a generales convenientemente nombrados por el dictador y su asesor. En suma, la película se volvía a repetir, doce años de democracia no habían sido suficientes para hacer entender a la gente que si hay algo peor que la democracia, esa a la que AF calificó de débil, torpe e ineficiente, es una dictadura infame, astuta y efectiva a la hora de quebrar voluntades y violentar derechos.

Poco a poco, y como no podía ser de otra manera, AF y su gavilla de funcionarios rapaces empezarían a copar todas y cada una de las instituciones del Estado. Era solo cuestión de tiempo, el dictador empezaba a construir las bases de su imperio, nadie, ningún hombre o mujer que se le opusiera saldría bien librado, en poco tiempo, algunos medios, esos que decidieron no vender su línea editorial o negociarla a cambio de algún beneficio tributario, empezaron a dar cuenta del abuso, atropello y persecución que sufrían aquellos que se atrevían a decirle no al autócrata.

Con la oposición desarmada, los medios de comunicación sometidos al poder del dinero sucio que él autócrata repartía a manos llenas, los sectores empresariales encantados por el pragmatismo del sátrapa, las fuerzas armadas “patriotas” sometidas a la voluntad de un extranjero y de un capitán expulsado de sus filas por traidor, el futuro era fácil de predecir. El Perú de la década del noventa, a pesar de la pantomima que significó la convocatoria a elecciones para la instalación del Congreso Constituyente Democrático y la elaboración de una nueva Constitución (cuya aprobación fue producto de un fraude), se convirtió en un país éticamente devastado, un país en el cual la ley y el Estado se pusieron al servicio de  criminales y rufianes de cuello y corbata que le robaron al Estado las monedas que el gobierno aprista olvidó en el camino.

El resto es historia conocida, AF fue reelecto a pesar de haber ordenado la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a semejante abuso, delito que fue justificado por muchísimos periodistas. Al mismo tiempo, los crímenes de la Cantuta y Barrios Altos quedaban impunes, el “Grupo Colina”, esa banda de militares asesinos creada por la dictadura era favorecida, sus miembros se hicieron merecedores de una Ley de Amnistía que los limpió de todo cargo, gracias a una fina cortesía de Martha Chávez y de todos aquellos que decidieron ponerse de rodillas frente al régimen, poniéndole precio a su honra y a su dignidad.

Llegó el año 2000 y la maquinaria fujimontesinista volvió a operar. Diez años no habían sido suficientes para saquear las arcas del Estado, había que robar más y más, si los que lo antecedieron no arrasaron con todo, AF no cometería ese error. El dinero de todos los peruanos fue derrochado, miles de dólares fueron invertidos en esa campaña, se contrató al publicista Carlos Rafo para el trabajo de marketing político, y al “Ritmo del Chino”, ese baile pegajoso con el que la dictadura terminó de idiotizar (incluyendo a Francisco Tudela) a todos a los que compraba con arroz, lentejas, y mucho clientelismo, la dictadura logró una victoria fraudulenta, derrotando a un Alejandro Toledo, candidato al que todas las encuestadoras dieron como virtual ganador. Otra trampa de la mafia.

Pero el final llegó, y la dictadura cayó como caen todas las tiranías de ese color, cayó porque un cómplice inconforme filtró un video que ponía al descubierto el nivel de podredumbre al cual AF nos había empujado como país y como sociedad. Luego de la publicación del video Kouri-Montesinos, en el cual se apreciaba al asesor presidencial repartiendo dinero público  a cambio de la lealtad de quienes se habían presentado como opositores al régimen durante la campaña, la dictadura se desplomó. Cientos de videos y audios vieron la luz, todo el Perú se enteró de cómo AF había convertido a Palacio de Gobierno en una letrina y al servicio de inteligencia en un burdel, en donde todos, absolutamente todos, tenían un precio.

Hoy, veintiún  años después, y luego de muchos esfuerzos por reconstruir los cimientos de nuestro Estado y de nuestra frágil democracia, podemos decir que si algo positivo nos dejó el fujimorismo de los noventa es la firme convicción de que si bien la democracia puede ser un sistema de gobierno imperfecto, la dictadura es un régimen de terror, en donde los valores éticos son abolidos y las palabras justicia y derecho son borradas del imaginario colectivo.

Se nos dijo en ese entonces que la democracia no servía para nada, que lo que el Perú necesitaba era un gobierno fuerte, con mano de hierro para solucionar los problemas, que las decisiones se toman con rapidez, sin asambleísmos ni politiquerías que no conducen a nada. Hoy sabemos que todo eso es falso, que AF no podía decir la verdad, que el dictador y los pillos que cargaron sus bolsas de dinero eran incapaces de mirarse al espejo y no sentir temor de sí mismos.

La democracia es política y éticamente superior a la dictadura por donde se la mire, no sólo por ser la forma de gobierno que reconoce valores supremos como la libertad, igualdad, tolerancia y justicia, sino porque es el único sistema que le permite al ciudadano fiscalizar el ejercicio del poder, evitando que este se ejerza de la manera criminal como AF lo ejerció, evitando de ese modo el saqueo, el pandillaje y la violación de derechos y libertades fundamentales. Por eso debemos siempre defender nuestra democracia, esa que Alberto Fujimori petardeó el 5 de abril de 1992. Nunca lo olvidemos.

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martes, 2 de abril de 2013

EL PRECIO DE LA DESIGUALDAD




Aproveché esta última Semana Santa para terminar de leer un par de libros que despertaron particularmente mi interés. Uno de estos es el último libro de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, cuyo título he tomado para este artículo. El libro es, como ya otros lo han señalado, una obra fundamental para entender las razones que explican la dinámica de la economía mundial y el impacto de la misma en la política, la sociedad y la cultura contemporánea. Además de ello, y con las limitaciones propias de alguien que no es economista de carrera, debo decir que el libro es también genial por la claridad con la que el autor expone sus ideas, las mismas que en todo momento vienen acompañadas de datos, estadísticas y estudios que las refuerzan y consolidan.

¿Sobré qué temas gira la obra de Stiglitz?

Como todos saben, Stiglitz era ya uno de los economistas más importantes del mundo, mucho antes de recibir el Nobel en 2001. Muchos de sus colegas lo han descrito como “el más grande crítico de los economistas de su época”, esa frase tiene mucho de sustento si tomamos en cuenta que varios de sus trabajos desnudan las falencias de la globalización, en ellos además crítica duramente el fundamentalismo de los defensores del libre mercado, así como el desempeño de algunos organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

¿Por qué leer a Stiglitz?

Stiglitiz es un gran académico, de eso no cabe ninguna duda, pero además, conoce de cerca el modo cómo los gobiernos, presionados por los grandes grupos de poder económico mundial, adoptan decisiones, que lejos de buscar el interés público, terminan beneficiando los intereses privados de estos sectores. Basta decir que ha sido presidente del Consejo de Consejeros Económicos de Bill Clinton (1997-1999), además de primer vicepresidente del Banco Mundial.

Son estas credenciales, que convierten a Stiglitz en una voz autorizada para hablar de economía en el mundo, las que en esta oportunidad me animan a difundir lo que este autor plantea en esta monumental obra, ya que teniendo en cuenta las limitaciones del debate político y académico de nuestro país, la lectura de trabajos como este deberían merecer una atención especial por parte nuestra, pero sobre todo, por quienes siguen pontificando la existencia de un “libre mercado perfecto”.

En la contratapa de este libro se lee la siguiente reflexión: El 1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no puede comprar: la comprensión de que su destino está ligado a cómo vive el otro 99%. A lo largo de la historia esto es algo que esa minoría solo ha logrado entender… cuando ya era demasiado tarde.

¿Cuál es la idea central de este libro?

Este es el panorama que muestra Stiglitz, esta es la foto que grafica la situación económica y social de los Estados Unidos, la misma que se repite, en mayor o menor medida, en muchos países de nuestra región, incluido el nuestro. ¿Qué conclusión extrae el autor a partir de este cuadro gris de la realidad? Para Stiglitz, como para muchos economistas no ideologizados, los mercados por sí solos no son ni eficientes ni estables y tienden siempre a acumular la riqueza en manos de unos pocos más que a promover la competencia. A eso, señala el autor, debemos añadir que en muchos casos las decisiones gubernamentales y las instituciones profundizan esta tendencia, favoreciendo a los más ricos frente al resto.

¿Pretende Stiglitz acabar con el libre mercado cuando hace este tipo de afirmaciones?

No, naturalmente no. Lo que señala el autor es la necesidad de repensar la dinámica del mercado y recuperar la importancia que tiene el Estado, sus instituciones y la política, en el proceso de consolidación de un mercado auténticamente libre. ¿Qué funciones debe cumplir el Estado en el marco de una economía de mercado? Para Stiglitz, cuatro son las tareas que debe cumplir el Estado: 1) Regular de manera eficiente (promoviendo la competencia), 2) Supervisar el cumplimiento de la legislación vigente, 3) Sancionar a quienes incumplen la ley; y 4) Resolver con imparcialidad los conflictos que se puedan presentar entre los diversos agentes económicos.

Para ello, es fundamental recuperar la confianza de los ciudadanos en el Estado y en las entidades públicas. Siendo tan grande la fuerza y el poder de los grandes grupos económicos, únicamente un Estado fuerte y autónomo será capaz de frenar los apetitos de quienes tratarán siempre de poner al Estado al servicio de sus intereses privados. El Estado es un espacio en el cual confluye una diversidad de intereses (públicos y privados) que se encuentran constantemente en pugna. El Estado es el único capaz de emplear las ventajas y beneficios del libre mercado en beneficio de la grandes mayorías, corrigiendo las fallas que un mercado per se imperfecto trae consigo.

¿Por qué es importante reducir la desigualdad?

Lo que algunos defensores a ultranza del “libre mercado perfecto” (ese que no existe)  no logran entender es que la desigualdad, además de la pobreza, genera altos índices de criminalidad, problemas sanitarios, menores niveles de educación, de cohesión social y de esperanza de vida, afirma Stiglitz. Por eso es necesario que desde el Estado y la política se adopten medidas para corregir esta situación.

El Gobierno, dice Stiglitz, nunca corrige perfectamente los fallos del mercado, pero en algunos países lo hace mejor que en otros. La economía prospera únicamente si el Gobierno consigue corregir razonablemente bien las fallas del mercado más importantes. Por ejemplo, y cita una experiencia  norteamericana, una buena normativa financiera ayudó a que Estados Unidos –y el mundo- evitara una crisis grave durante las cuatro décadas posteriores a la Gran Depresión. En cambio, la desregulación de la década de 1980 dio lugar a docenas de crisis a lo largo de las últimas tres décadas, de las que la crisis estadounidense de 2008-2009 tan solo fue la peor.

¿Por qué los gobiernos no corrigen las fallas del mercado?

La torpeza o falta de voluntad de algunos gobiernos, la mayoría de ellos, si miramos el panorama actual, no es casual ni fortuita, afirma Stiglitz. Por ejemplo, analizando la crisis en los Estados Unidos, llegamos a la conclusión de que durante mucho tiempo, el sector financiero, (que puede ser otro en cualquier otro país de la región), utilizó su enorme influencia política para asegurarse que no se corrigieran los fallos del mercado y de que las recompensas privadas del sector siguieran siendo muchísimo mayores que su contribución social, uno de los factores que contribuyó a generar los altos niveles de desigualdad en lo más alto.

¿Es posible revertir las tendencias de la desigualdad?

Sí, si es posible. Otros países como Brasil lo han conseguido. Brasil tenía uno de los niveles más altos de desigualdad del mundo, pero durante la década de los noventa se dio cuenta de los peligros que esta generaba en términos de división social e inestabilidad política como de crecimiento económico a largo plazo. El resultado de esta reflexión dio a luz un consenso general a nivel de toda la clase política, encabezada en ese momento por el presidente Henrique Cardoso, sobre la necesidad de un aumento masivo del gasto en educación y salud, destinado sobre todo a los más pobres. ¿Ha logrado Brasil acabar con la desigualdad? No, de hecho sigue teniendo índices más altos que los Estados Unidos, pero mientras en este país la brecha entre ricos y pobres se redujo, en Estados Unidos la misma ha aumentado considerablemente en las últimas décadas.

¿Cuál es la receta para luchar contra la desigualdad?

En principio, debe quedar claro que Stilglitz, al igual que Rawls, entre otros, no propone la introducción de recetas económicas y políticas que apunten a una igualdad absoluta. Eso sería imposible, porque el mercado retribuye o recompensa de acuerdo al esfuerzo y al valor del trabajo o servicio que los agentes económicos brindan. La pregunta es: ¿tienen todas las personas la oportunidad de desarrollar esas capacidades en igualdad de condiciones? Todos sabemos que no, por eso la importancia de una política pública que focalice los recursos en educación, salud e infraestructura, pues la inversión eficiente de dinero público en estos sectores eleva la calidad de vida de las personas y promueve progresivamente la igualdad de oportunidades.

¿Cuál es la relación entre educación y pobreza?

El mercado premia la capacidad y la destreza de los profesionales altamente calificados y especializados. El único camino para esa calificación es la educación. Si tomamos en cuenta, dice Stiglitiz, que una buena educación depende cada vez más de los ingresos, de la riqueza y de la educación de los padres, sería estúpido no aumentar el gasto social en este sector, para de ese modo, quebrar ese círculo de pobreza que condena a los hijos de padres pobres y sin educación a repetir su historia de miseria y exclusión.

Conclusión

Podemos decir entonces que el contenido de este libro es importante porque quiebra esa lógica absurda, que durante muchos años nos trataron de imponer los defensores del “libre mercado perfecto”, bajo la cual el Estado no debe hacer nada para corregir las fallas del mercado porque este de manera espontánea alcanzará la perfección, y la otra de que la economía está divorciada de la política, falacia que únicamente sirvió para atar las manos de quienes pudiendo tomar medidas en favor de los más pobres, a partir de la adopción de políticas de distribución eficaces, veían cómo los índices de desigualdad crecían en la sociedad sin que el idolatrado mercado haga nada para reducir la brecha entre ricos y pobres, generando inestabilidad social e ingobernabilidad política en democracias con instituciones débiles como la nuestra.

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