jueves, 18 de agosto de 2011

Consideraciones para reformar la Constitución de 1993





Es muy difícil aceptar o legitimar con nuestra anuencia o tolerancia, sobre todo para los ciudadanos que aspiran a una sociedad democrática y defienden sus valores, una Constitución impuesta de manera autoritaria o mediante el uso de la fuerza. Resulta muy duro, desde el punto de vista ético y político, reconocer que la Constitución que rige el orden jurídico de nuestro país, como sabemos hoy en día, fue aprobada gracias a las incontables irregularidades e ilegalidades cometidas por quien durante los años 90 concentró en su persona a todos y cada uno de los poderes públicos. Sin embargo, y esa es la realidad objetiva de la ahora actual, somos todos nosotros, los políticos, los partidos y movimientos sociales, los que a partir de nuestra inacción terminamos por darle carta de ciudadanía a una Constitución de origen espurio, reconociendo en los hechos y por la fuerza de la historia, la legitimidad y vigencia de aquello a lo cual algunos distinguidos juristas denominan “el documento de 1993”.




Es preciso explicar con claridad cuál es el concepto básico que todo ciudadano debe tener de Constitución. ¿Qué es una Constitución? Una Constitución refleja el consenso, el acuerdo político y social al cual se llega en una sociedad en torno al conjunto de valores, principios e instituciones que constituirán la base sobre la cual se edificará todo el diseño estatal. Una Constitución refleja por tanto la pluralidad de tendencias y posiciones políticas, visiones del mundo, modos de entender la realidad presentes en una comunidad. Una Constitución es eso y nada más. La promulgación, reforma, derogación o sustitución de una Constitución por otra no es, como algunos suelen afirmar, la fórmula mágica que dará solución a todos los problemas de la nación, una Constitución no es la piedra filosofal capaz en sí misma de garantizar la felicidad y el desarrollo para todos los ciudadanos.




Por tanto, resulta un serio error el afirmar que el diseño constitucional que un Estado refleje en su Constitución será el factor determinante para el crecimiento o el desastre económico de un país. Así como también, resulta equivocado el afirmar que la Constitución sea el arma determinante para hacer frente a problemas sociales como la mejora de los servicios de salud, de educación, la seguridad ciudadana, la lucha contra el narcotráfico o la implementación de políticas de desarrollo a largo plazo. Digo todo ello pues quienes defienden a la Constitución de 1993, y al mismo tiempo quienes se oponen y apuestan por su derogación, asumen que el texto de la misma fue el que hizo posible la reactivación económica durante los años 90, en el primer caso, y a su vez, que la derogación o sustitución del mismo permitirá desarrollar políticas de inclusión social mucho más efectivas capaces de sacar a un número mucho mayor de peruanos del círculo de pobreza. Decir ello en ambos casos resulta una falacia. No se puede afirmar seriamente todo ello teniendo en el mundo experiencias de países que niegan esta tesis tan difundida por los políticos en estos tiempos. Como bien afirman los especialistas, en el mundo podemos encontrar países que cuentan con constituciones bastante estatistas, controlistas y rígidas en términos de libertades económicas que sin embargo han experimentado un crecimiento extraordinario. Como bien apunta Levitsky, la China comunista empezó a crecer en los años 80, a pesar de que la Constitución prohibía las actividades capitalistas hasta 1993 y carecía de garantías a la propiedad privada hasta 2004. Lo mismo ha ocurrido con la India, país que crece a pesar de una Constitución que se declara socialista.




Ello es así ya que el éxito económico y el desarrollo integral de un país no dependen exclusivamente del modelo constitucional que se adopte, el despegue, el repunte, el “milagro económico” está directamente vinculado al desempeño político de los gobernantes, la seriedad y responsabilidad de sus políticas, la racionalidad de sus medidas, y sin lugar a dudas, la fortaleza de sus instituciones, las cuales están llamadas a frenar o limitar cualquier decisión que ponga en peligro la vida política, jurídica o económica de la población.




¿Cómo institucionalizamos un país? La receta parece ser una sola, en primer lugar, debemos fortalecer las instituciones vigentes, y en segundo término, reformar o hacer los ajustes necesarios a las mismas respetando el orden jurídico establecido. Lo que los peruanos debemos entender es que la Constitución, siendo la norma jurídica fundamental en el sistema legal de un país, debe perseguir siempre una vocación de permanencia que le permita incorporarse en la conciencia de la población, formando parte de su quehacer diario, para lograr ser concebida como un mandato obligatorio y de ineludible cumplimiento para todos y cada uno de nosotros. El Perú no puede perpetuar esa perniciosa costumbre de ir cambiando de constituciones cada 15 años, ese es el promedio de vida de una Constitución en nuestro país, para que la Constitución sea capaz de regir con autenticidad la vida de una nación requiere de un tiempo prudencial para enraizarse en el imaginario colectivo. Como diría el maestro Manuel Vicente Villarán: “En el Perú nos la hemos pasado haciendo y deshaciendo constituciones, lo que no hemos desarrollado es un sentimiento de apego y respeto por las figuras constitucionales y por el orden democrático”. En otras palabras, el Perú adolece de una falta histórica de apego constitucional, eso que los franceses denominan “sentimiento constitucional”. Esto es muy importante ya que solo en aquellos países en los cuales este sentimiento se desarrolla fielmente es posible consolidar instituciones que sean capaces no solo de crear las condiciones para el crecimiento económico sino también garantizar el ejercicio de las libertades políticas y los derechos ciudadanos ante cualquier atropello gubernamental o social.




Una Constitución según los estudiosos debe también ser capaz de albergar en su seno a la pluralidad de opciones y posiciones ideológico-político-económicas presentes en una comunidad. Algunos dicen que casualmente ese requisito no se cumple en el caso de la Constitución de 1993, ya que la misma recoge una única visión económica, para ser más específicos, acusan o tildan al texto de “neoliberal”. Aún cuando ello fuese cierto, los impulsores del cambio de modelo económico constitucional deberían ser honestos y señalar que en término práctico ese mismo modelo no impide que el Estado, o el gobierno de turno, pongan en práctica un proyecto económico inclusivo o una política basada en el principio de justicia social. La eficiencia en la gestión de los recursos, la mejora en la calidad de los servicios de educación, salud, seguridad, justicia, infraestructura, no depende, como ya hemos advertido, del modelo constitucional diseñado, sino más bien de las decisiones y estrategias gubernamentales destinadas a combatir la pobreza y redistribuir el beneficio social. Digo todo ello ya que si revisamos con objetividad el capítulo económico de la Constitución vigente no encontraremos ninguna claúsula que le impida al Estado redistribuir de manera más eficiente y más eficaz la riqueza generada.



En ese sentido, considero erróneo y poco recomendable insistir en la restitución absoluta de la Constitución de 1979 o el cambio total de la Constitución de 1993 a través del llamado a una Asamblea Constituyente. Eso no quiere decir que no sea posible tomar como referencia inspiradora los valores de libertad, de justicia social y equilibrio entre poderes presentes en el texto de 1979. Soy de los que creen que una Constitución debe contar con un sustento ético que le otorgue coherencia a su texto y que la justifique frente a todos los actores políticos de la sociedad que pretende regir. Sin embargo, las reformas totales, la promulgación de una nueva Constitución deben darse siempre en un clima en el cual la mayoría de la ciudadanía apueste por un modelo de cambio radical capaz de revertir una situación de anormalidad constitucional. Es decir, el momento propicio para la creación de un nuevo texto es aquel en el cual se decide crear un Estado, transformar la forma de gobierno de uno ya existente, o recuperar la regularidad constitucional perdida por la interrupción abrupta de un gobierno de facto. Esos supuestos no se verifican en este momento en el país, para ser más puntuales, el Perú, perdió esa oportunidad a inicios del siglo XXI, momento en el cual recuperada la democracia luego de 10 años de dictadura fujimorista, la ciudadanía, en muchísima mayor medida que hoy en día, apostaba por un cambio absoluto de Constitución. Cuando el proceso constituyente no cuenta con ese apoyo, y a pesar de ello, es llevado a cabo, son mayores los peligros que este trae consigo que el posible y siempre incierto beneficio que la medida pueda generar.




Debemos considerar con mesura y responsabilidad cuál sería el impacto político que un cambio absoluto de Constitución a través de un proceso constituyente podría traer para nuestro país. El clima de inestabilidad, de confrontación, de incertidumbre que un proceso de este tipo trae consigo puede ocasionar un vacío de poder y un ambiente de polarización extremo capaz de frenar el crecimiento obstaculizando la implementación de programas pensados justamente para favorecer a la población más humilde del país. Esto último es muy importante teniendo en cuenta la crisis económica internacional por la cual atraviesa el mundo. Es importante generar confianza y seguridad en los agentes económicos, garantizando seguridad jurídica y reglas de juego claras que conviertan al Perú en un lugar atractivo para las grandes inversiones.




Defender la vigencia de la Constitución de 1993, no supone la imposibilidad de reformarla, de hacer los ajustes correspondientes y necesarios. Apostar por el fortalecimiento de las instituciones consagradas en este texto, no es sinónimo de complacencia o de olvido en torno al origen de la misma. Creo necesario discutir abierta y responsablemente la conveniencia de llevar adelante reformas paulatinas, progresivas de algunas cláusulas y capítulos que van más allá del campo únicamente económico. En realidad, creo que la reforma del capítulo económico, en especial del artículo 60°, es la menos urgente. Creo que el fortalecimiento de nuestras instituciones pasa por ajustar o redefinir figuras vinculadas al sistema institucional político de nuestro Estado. En ese sentido, deberíamos aprovechar este momento para poner sobre la mesa de debate temas como el retorno a la bicameralidad, la implantación del voto facultativo, el diseño de nuestro régimen presidencial, el fortalecimiento del sistema de partidos a través de la eliminación del voto preferencial o la sanción del transfuguismo, la mejora de nuestro sistema electoral o la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción cometidos por funcionarios público, entre otros. Pero todo ello debemos llevarlo a cabo respetando los mecanismos de reforma constitucional consagrados en el artículo 206° de la Constitución de 1993 vigente con la finalidad de no generar una crisis política innecesaria debido a la falaz idea que algunos pretenden tornar popular entre los ciudadanos a partir de la cual el cambio de Constitución o la vuelta a la Constitución de 1979 son el único camino para alcanzar el desarrollo y la inclusión social que todos los peruanos anhelamos.




Finalmente, es preciso señalar que cualquier proceso de reforma debe realizarse en un clima de absoluta libertad, desde el Estado, desde el gobierno se debe fomentar la participación deliberativa de las agrupaciones o movimientos políticos de nuestra patria, se debe poder escuchar a todos, y no solo a aquellos representados en el Congreso, el debate de reforma debe ser un debate ciudadano conducido por las autoridades y por la clase política, y para ello resulta fundamental la cobertura que los medios de comunicación hagan del mismo, poniendo en manos de la ciudadanía la información necesaria que haga posible la formación de opinión pública. Solo de ese modo podremos superar y dejar en el pasado el origen ilegítimo, antidemocrático y hasta ilegal que hizo posible la promulgación de la carta que hoy nos rige.

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jueves, 11 de agosto de 2011

Inseguridad ciudadana: la gran herencia de Alan García Pérez








Endurecimiento de las penas, abolición de los beneficios penitenciarios, construcción de penales a lo largo y ancho de nuestra patria, pena de muerte y más dinero para el sector interior, esa es la receta que año a año, solemos escuchar los ciudadanos en momentos en los cuales sentimos que la delincuencia avanza y que las fuerzas del orden no son capaces de cumplir con su rol básico: mantener la tranquilidad, el orden y asegurar la paz social entre todos los peruanos.





La historia se repite, es una escena de nunca acabar, los políticos con cara de indignación salen a los medios de comunicación culpando a jueces y fiscales por la puesta en libertad de feroces delincuentes, los jueces y fiscales devuelven el elogio responsabilizando a los políticos por la promulgación de leyes absurdas que dejan la puerta abierta para que el hampa siga haciendo de las suyas, el gobierno culpa a jueces, fiscales y congresistas por no contribuir con la labor de la Policía Nacional del Perú y por entorpecer la gestión del ministro del interior de turno, los políticos, los de oposición claro está, critican al ministro y lo tildan de incapaz; lo cierto es que al final del día los únicos perjudicados por la incapacidad del gobierno, la torpeza de los parlamentarios y la flexibilidad de jueces y fiscales somos los ciudadanos que vemos como año a año los índices de criminalidad y la sensación de pánico y temor en las calles aumentan exponencialmente.





Hoy en día el tema vuelve a cobrar vigencia, lastimosamente de la mano de un hecho tan lamentable como el atentado a la familia del congresista Renzo Reggiardo (a la que sin lugar a dudas extendemos nuestra solidaridad). Casos como el atentado contra la vida de su pequeña hija son los que movilizan a la opinión pública y abren el camino para un debate que esperemos esta vez no sea utilizado por algunos para robar unos minutos de cámara y cobrar protagonismo ante la ciudadanía a partir de declaraciones populistas como las que hemos escuchado durante los últimos 5 años de parte del Presidente de la República y de sus ayayeros en el Congreso. Hace algunos meses otra niña, Romina, sufrió en carne propia la vesania de unos delincuentes a plena luz del día y en plena vía expresa, aquella vez el discurso fue el mismo, indignación sobreactuada de parte de la mayoría de políticos, ofrecimientos por aquí y por allá, y al final, nada de nada, otras noticias opacaron el caso de Romina, y todo volvió a la terrible normalidad.



Sin lugar a dudas el aumento del presupuesto y el mejoramiento de la legislación penal son medidas que contribuirán con este esfuerzo por combatir la criminalidad en el país. Pero el problema es mucho más complejo, como muestra la experiencia comparada se requiere fortalecer y coordinar la labor de todos los actores e instituciones inmersas en esta problemática: Gobiernos regionales, Gobiernos locales, Policía Nacional del Perú, Ministerio Público, Poder Judicial, Congreso de la República, Instituto Nacional Penitenciario. Más aún, se requiere mejorar la gestión de estas instituciones y combatir la corrupción al interior de las mismas, causante, tantas veces, de impunidad e injusticia. Para ello, como bien señalan los especialistas en la materia, se requiere de una decisión política manifiesta, se requiere de liderazgo, decisión y liderazgo que deben ser asumidos por el gobierno de turno, siendo fundamental para este propósito el nombramiento de personas especializadas en los altos mandos policiales, y sin lugar a dudas, la designación de una persona capacitada, honesta y poseedora de una trayectoria democrática impecable al frente del ministerio del interior, sector encargado específicamente el orden interno y el combate de la criminalidad.





La inseguridad ciudadana, las cifras de criminalidad en aumento, la corrupción en la Policía Nacional del Perú, el retroceso en la lucha contra el narcotráfico en el VRAE y el Huallaga, los problemas en la gestión, la incapacidad para el gasto público, la equivocada política antisubversiva, son la herencia que el gobierno aprista, o mejor dicho, el gobierno de Alan García, le deja al nuevo gobierno. Eso se debe principalmente a la testarudez y poca capacidad de quien gobernó a la hora de elegir con sabiduría, más allá de intereses particulares, favores ofrecidos o pleitos personales, a personas con trayectoria y ascendencia dentro del cuerpo policial capaces de asumir con honestidad y valentía la siempre problemática cartera del interior. El presidente Alan García se esforzó, y vaya que lo cumplió, en nombrar a ministros del interior incapaces, todos ellos cuestionados por su ineficiencia, ineptitud, y lo que es más grave, todos ellos vinculados a malos manejos y corrupción al interior de la institución. A continuación haremos una revisión de los ministros del interior del gobierno aprista, es preciso recordarle al país el descalabro al cual nos condenó García a todos los peruanos con todos y cada uno de estos nombramientos.





Primer error: el gobierno inauguró esta práctica de nombrar a ministros fallidos con la designación de Pilar Mazzetti Soler (28-07-06 a 24-2-2007) como ministra de este sector. García Pérez daba cumplimiento a una de sus propuestas y ofrecimientos de campaña, convocaría a un número paritario de hombres y mujeres en su primer gabinete ministerial. A pesar de ser una persona que carecía del más mínimo conocimiento del sector, y en contra de los propios consejeros y partidarios del presidente, la testarudez del jefe de estado se impuso y Mazetti se colocó el fajín ministerial. Mazetti sería la primera mujer en asumir dicho cargo, había ya tenido un desempeño interesante en el ministerio de salud en la gestión del presidente Alejandro Toledo, pero eso no garantizaba una nota aprobatoria al frente del sector interior. Al poco tiempo de su gestión enfrentaría una dura crisis que pondría punto final a su carrera política, los medios daban cuenta de la compra de 469 camionetas sobrevaluadas para la Policía. Las denuncias de corrupción no tardaron en llegar, los medios volvieron a cuestionar su desempeño, esta vez era la compra de ambulancias en mal estado. Todo ello sumado al poco liderazgo y el escaso apoyo que recibiera de parte de los mandos policiales desde su nombramiento motivó su renuncia. ¿Qué méritos tenía Mazzetti para ser nombrada ministra del interior? Ninguno.





Segundo error: a la salida de Mazzetti le sucedió el nombramiento de un conocido aprista, Luis Alva Castro (26-02-07 a 14-10-08), amigo cercano al presidente, militante aprista de toda la vida, ex candidato presidencial, responsable, entre muchos otros, del descalabro del primer gobierno de García en el periodo 85-90. Una vez más el presidente decidió nombrar a una persona incapaz, con escasos conocimientos en temas de seguridad y orden interno, de una absoluta impericia para la gestión y escaso liderazgo. Luis Alva, dada su dilatada trayectoria, poco feliz y de triste recuerdo, generaba muchos anticuerpos, su figura carecía de credibilidad al interior de la institución policial. Al poco tiempo, nuevamente los fantasmas de la corrupción comenzaron a rondar la sede del ministerio del interior. El periodismo dio a conocer las irregularidades en la compra de patrulleros, una vez más la sobrevaluación en la compra era el tema central, lo mismo ocurrió con la adquisición del material antimotín y otros pertrechos policiales. Alguien se estaba favoreciendo con este despilfarro y el ministro parecía no saber nada, o al menos eso pretendía hacer creer a la ciudadanía. A pesar de todo ello, el presidente en reiteradas oportunidades salió a los medios a respaldar la gestión del cuestionado Alva Castro. Los errores del ministro eran tan evidentes y su torpeza tan consuetudinaria que la renuncia llegó, tardó en llegar debido al blindaje que el aprismo con su aliado el fujimorismo le prodigaron desde el Congreso, pero al final llegó. ¿Qué mérito tenía Alva Castro para ser ministro del interior? Ninguno.





Tercer error: el gobierno sabía que debía oxigenar el ministerio, que los errores de un aprista como Alva Castro le habían generado al partido de gobierno un enorme pasivo, en ese escenario el presidente no tuvo mejor idea que convocar para el puesto a Remigio Hernani Meloni. Nadie podía cuestionar la capacidad policial de Hernani, era un alto mando policial con una hoja de servicio impecable, con un muy buen desempeño en el campo operacional, sin embargo, los malos augurios de algunos especialistas en el tema terminaron por hacerse realidad. Ser un buen policía, no supone, necesariamente, ser un buen ministro. A Hernani le faltó desde el minuto uno de su gestión la suficiente muñeca política para lidiar con una institución que necesitaba recuperar la moral y la capacidad para hacer frente a los enormes retos que la realidad le imponía. Un mes antes de su renuncia, la oposición y los medios de comunicación pedían su cabeza, dos policías muertos en el desalojo del Bosque de Pómac, los cuestionamientos a la labor de inteligencia desplegada en el mismo, la poca capacidad logística puesta de manifiesto en aquella oportunidad, el descontento del personal policial que trabajó directamente en el operativo filtrado a la prensa determinaron su suerte. Hernani era el tercer ministro del interior en casi dos años de gobierno. ¿Qué méritos tenía Hernani para ser ministro del interior? Ninguno.





Cuarto error: el gobierno necesitaba de una persona con capacidad y con credibilidad ante la ciudadanía y la institución policial para enfrentar su segundo periodo de gestión. Contra todo pronóstico, y a pesar del rechazo que su nombre generaba, Mercedes Cabanillas, educadora de profesión, ex ministra de educación, y fiel defensora del presidente García, era nombrada ministra del interior (19-2-09 a 11-07-09). Los comentarios y las palabras sobran para hacer referencia a la mediocridad con la cual la ministra Cabanillas ejerció el cargo. Su autoritarismo, su prepotencia, su desmesura, su falta de respeto exhibida para con los mandos policiales, marcaban el inicio de una gestión que estuvo desde su inicio condenada al fracaso. El resultado de tan nefasta decisión todos los peruanos lo conocemos y lo seguimos lamentando. El 5 de junio del 2009, un mes antes de su renuncia, 24 policías y 10 civiles perdían la vida en Bagua. La testarudez del gobierno, de sus ministros, y la poca capacidad para diseñar un plan operacional que permitiese restablecer el orden, que nunca debió haberse perdido, enlutecieron a la familia peruana. El Congreso blindó a la ministra, el aprismo responsabilizó a la alta dirección policial, la ministra Cabanillas jamás dio la cara. La bravura, la insolencia y agresividad con la cual trataba de imponer su voluntad en el comando policial brillaron por su ausencia, la andanada de críticas fue tan grande que ni el mismísimo presidente se atrevió a salir en su auxilio. En el colmo del absurdo, la ex ministra recibiría días después de su renuncia una condecoración por parte de la Policía Nacional del Perú por su notable desempeño. ¿Qué mérito tenía Cabanillas para ser ministra del interior? Ninguno.





Quinto error: el descalabro de la gestión de Cabanillas había remecido a todo el aprismo. Nuevamente era necesario recurrir a alguien ajeno al partido de gobierno. Como es de suponerse, porque estos personajes abundan en nuestro país, a García no le fue tan difícil convencer a un alto mando policial, por muy cuestionado que este sea y por muy incapaz que ya hubiese demostrado ser, para emprender la aventura de ser ministro. Porque la verdad es que la gestión del nuevo ministro Octavio Salazar (11-07-09 a 12-09-10) fue una tremenda aventura, una farra y un despelote pocas veces antes visto. A pocos meses de asumir el cargo los medios denunciaban la falta de transparencia en el proceso de ascensos de oficiales en la policía. Salazar favorecía a sus amigos, Salazar utilizaba el cargo para cobrar revancha de viejas enemistades, Salazar ascendió a oficiales vinculados con el narcotráfico, Salazar no respeta la jerarquía, ni la antigüedad en la institución, Salazar hace lo que quiere con la Policía Nacional del Perú, eran los comentarios y los titulares de todos los medios de comunicación. A pesar de todas estas críticas, Salazar, con un afán de protagonismo que muchos le conocían desde su época como policía en actividad, paseaba su figura por cuantos medios de comunicación podía, demostrando que es cierta la afirmación de que algunas personas no tienen sangre en la cara. Para terminar con su propia autodestrucción, a Salazar no se le ocurrió mejor idea que anunciar con bombos y platillos la captura de una banda de Pishtacos, un grupo de delincuentes dedicados a matar personas para extraerles su grasa y venderla en el extranjero. Es decir, Salazar pasó de ser un ministro mediocre a un fabulador de leyendas urbanas, que servían de cortinas de humo para un gobierno que no sabía como enfrentar las críticas. Al final de la gestión Salazar sería bautizado como “el ministro de los pishtacos”. Sin dudas Salazar era poseedor de una notable imaginación. ¿Qué méritos tenía Salazar para ser ministro del interior? Ninguno.





Sexto error: avalado por sus méritos conseguidos al frente de la Presidencia del Seguro Social, Fernando Barrios Ipenza (14-09-10 a 22-11-10), a quien el presidente García consideraba uno de sus funcionarios estrella de su segundo periodo gubernamental, asumía el cargo de ministro. Nadie en el Perú tenía dato alguno sobre la experiencia de Barrios en el sector interior, nunca antes en su vida había estado vinculado a asuntos de orden interno, combate a la criminalidad o resguardo de la tranquilidad pública, era un perfecto desconocido para la alta oficialía policial. A pesar de todo ello, los medios, algunos medios para ser honestos, confiaban en que su capacidad de gestión exhibida en su anterior cargo público pudiera ser replicada al frente de este ministerio. Nadie imaginaba que su paso por el despacho del interior seria tan breve. A los dos meses de haber sido nombrado, Barrios presentaba su renuncia a raíz de una denuncia contundente y lapidaria hecha por un medio local según la cual Barrios cobró a Essalud la friolera suma de S/. 89.937 como indemnización por despido arbitrario cuando en realidad no había sido despedido sino que había sido nombrado ministro. Barrios vio de ese modo como su ascendente carrera política se hacía trizas pues luego de ser reconocido como un funcionario exitoso y eficiente pasaba a formar parte de la misma corruptela que alguna vez ofreció combatir.





Sétimo error: se acercaban los comicios electorales que darían a luz al nuevo gobierno, el cambio de mando estaba cerca y había que ordenar la casa, el gobierno necesitaba de un personaje allegado, no un aprista, pero si un amigo del aprismo, un amigo del Presidente, mejor aún un amigo del poder, Miguel Hidalgo Medina (23-11-10 a 28-07-11) era el hombre elegido. Todos sabían de los estrechos lazos que existían entre el ministro y el Presidente de la República, muchos incluso hablaban de favores y deudas recíprocas que ambos mantenían entre sí. Al poco tiempo las denuncias de corrupción eran la tapa de todos los diarios. Hidalgo habría manipulado y distorsionado de manera ilegal las pruebas y las investigaciones en los sonados casos Bussines Track y Petroaudios, casos en los cuales resultaban implicados personajes muy poderosos de la política nacional, como el ex Presidente del Consejo de Ministros, Jorge del Castillo, y el mismísimo Alan García. Las críticas, las investigaciones eran cada vez más frecuentes, los cuestionamientos a su gestión eran la nota diaria en todos los medios locales. A pesar de ello, Hidalgo se mantuvo firme en el cargo hasta 28 de julio de este año y solo la llegada del nuevo gobierno hizo posible su salida del ministerio. Su gestión fue duramente cuestionada, incluso se lo llegó a acusar de inmoral y de mal utilizar los bienes del estado en beneficio personal. Recordemos que fue un video colgado en internet el que lo puso en severos aprietos. En la filmación se veía a Hidalgo abandonar un hotel a tempranas horas del día acompañado de una mujer que no era su esposa para luego abordar un vehículo oficial que le había sido asignado para sus labores de función. A nadie le debe importar la vida privada de Hidalgo, en eso estamos todos de acuerdo, el problema es cuando un funcionario utiliza los recursos del estado, un vehículo en este caso para dar un paseo con una amiguita. ¿Qué mérito tenía el señor Hidalgo para ser ministro del interior? Ninguno.





Estos fueron los ministros del interior del presidente Alan García, todos ellos tildados de corruptos o incapaces, personajes que a pesar de su falta de conocimiento, experiencia, mérito, incluso en algunos casos a pesar de su falta de credibilidad y honorabilidad, o de la orfandad de su hoja de vida puesta en comparación con la de otros peruanos, recibieron la enorme responsabilidad de asumir el ministerio más complicado de todos. En estos señores recayó la labor de hacer frente a la delincuencia, de combatir la criminalidad, el narcotráfico, el terrorismo. A estos aprendices de ministro se les encargó mejorar la gestión de la institución policial, a todos ellos el Perú les pagó su aventura ministerial a cambio de nada. Esta es la herencia que el gobierno aprista le deja al Perú. La pregunta es una y una sola es la respuesta: ¿Qué mérito tiene el Apra y el señor García para dar lecciones de cómo hacer frente al problema de la seguridad ciudadana? Ninguno. Tengámoslo presente el 2016, fecha en la cual el aprismo, de la mano de su Alan del Pacífico, pretenda volver a ser gobierno.

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jueves, 4 de agosto de 2011

Rescatando los valores de la Constitución de 1979






Nuestra Constitución de 1979 tiene en su haber un enorme mérito pocas veces reconocido. Vista en perspectiva y con la objetividad que nos ofrecen los años transcurridos esta ha sido, sin lugar a dudas, la Constitución más importante del siglo XX, y quizá la más importante de la vida republicana de nuestra patria. Como diría Pedro Planas, en un artículo publicado el 14 de abril de 1992 bajo el título “El lugar de la Constitución de 1979”, factores tan diversos como su origen consensual, su amplitud y previsión, su proyecto programático, su aplicación normativa y su desarrollo institucional, hacen que la Constitución de 1979 ocupe un lugar de privilegio y de excepción en nuestra accidentada historia política.




Una Constitución no representa el consenso, el acuerdo político y social mínimo al cual se llega en una sociedad en torno al conjunto de valores y principios que constituirán la base ideológica sobre la cual se edificará todo el diseño estatal. Una Constitución refleja por tanto la pluralidad de tendencias y posiciones políticas, visiones del mundo, modos de entender la realidad presentes en una comunidad política. Por eso es muy importante que durante el proceso de elaboración de un texto constitucional se fomente la participación de todas y cada una de las agrupaciones o movimientos políticos, así como también se promueva un debate abierto a nivel de la sociedad civil en cuanto al diseño institucional y el rumbo político que se pretende establecer para toda la nación.




La Constitución de 1979 gozó, como ninguna otra carta fundamental, de un apoyo y un respaldo popular nunca antes visto en nuestra historia, la elaboración de la carta de 1979 fue obra de una Asamblea Constituyente compuesta por personalidades con una trayectoria democrática incuestionable, basta con señalar que quien presidiera dicho grupo político fue el histórico líder aprista Víctor Raúl Haya de la Torre. La Constitución de 1979 tuvo, como diría Planas, la irrepetible ventaja de estar antecedida por un gobierno militar interesado en transferir el poder a la civilidad y que no intervino directamente en la redacción de la misma, sino que más bien se abstuvo y permitió una libre deliberación interna.




Caso muy distinto a lo ocurrido luego del autogolpe del 5 de abril de 1992 fecha en la cual el propio Presidente de la República, Alberto Fujimori, hoy sentenciado por haber cometido delitos de corrupción y violación de derechos humanos, decidiera interrumpir el orden constitucional de nuestra patria desconociendo el contenido de la carta política de 1979, para posteriormente, con el apoyo de las Fuerzas Armadas y de una mayoría parlamentaria genuflexa, elaborar una Constitución a su justa medida, la cual tuvo por único objetivo fortalecer los poderes del dictador favoreciendo de ese modo su permanencia ad infinitun en el sillón presidencial, instalando un gobierno de facto, con legitimidad plebiscitaria, el cual en más de una oportunidad no tuvo ningún miramiento al momento de desconocer la propia Constitución que él y su grupo político mismo habían elaborado.




Para todos los especialistas de nuestra patria, la Constitución de 1979 marcó un antes y un después en la historia del constitucionalismo nacional. Fue una carta política de vanguardia en la región, por la modernidad de las instituciones que vieron la luz con su promulgación, por la rigurosidad de su diseño, por su orden y estructura orgánica de sus capítulos, pero sobre todo por el conjunto de valores y principios que esta trató de incorporar en el imaginario constitucional de todos los peruanos. La Constitución de 1979, tal y como lo hiciera la Constitución de 1978 española, cuyo texto tomó como referencia asimilando para sí figuras como la Defensoría del Pueblo o el Tribunal de Garantías Constitucionales, reivindicó los valores de libertad, de justicia social, de solidaridad y compromiso con los más pobres, estableció una relación directa entre el Estado y el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación, recreó una diseño capaz de convertir al Estado en un agente promotor de la iniciativa privada de los ciudadanos pero a su vez presente en la solución de problemas vinculados a sectores como la salud, la educación, el empleo y la seguridad.




Asimismo, la Constitución de 1979, apostó por una relación de pesos y contrapesos entre los diversos poderes del Estado, entendió que para la consolidación de la institucionalidad democrática de nuestra patria era necesario fomentar desde los poderes públicos una cultura de diálogo permanente. Los constituyentes de 1979 no creían en un modelo en el cual el Presidente de la República asumiese una figura casi virreinal bajo la cual podía hacer y deshacer a su antojo, así como tampoco en un Congreso de la República obstructivo, que lejos de colaborar con el desarrollo de las más importantes políticas de Estado se convirtiese en una rémora en el camino hacia ese objetivo.




Por eso resulta ridículo, o en el mejor de los casos una broma de mal gusto, propia de la ignorancia de algunos opinólogos o periodistas cuyas horas de lectura no sobrepasan las de un infante de tercer grado, culpar a la Constitución de 1979 de la hiperinflación o la crisis económica o el fenómeno terrorista que azotó nuestro país durante los años ochenta. Nadie con dos dedos de frente podría afirmar, sin temor a ser visto como un fantoche mononeuronal, que los problemas económicos o de seguridad se solucionan con la promulgación de una nueva Constitución. El éxito económico, el desarrollo de un país no depende exclusivamente del modelo constitucional que se adopte, una Constitución no cambia por sí sola la realidad de un país, es el quehacer político de los gobernantes, la seriedad y responsabilidad de sus políticas, la racionalidad de sus medidas el factor que determina el éxito o fracaso de un país. Si el cambio de Constitución fuese la receta mágica para alcanzar el paraíso el Perú hace mucho tiempo debería figurar en el grupo de países desarrollados, pues Constituciones hemos tenido bastantes, como diría Villarán: “en el Perú nos la hemos pasado haciendo y deshaciendo constituciones, lo que no hemos desarrollado es un sentimiento de apego y respeto por las figuras constitucionales y el orden democrático”, casualmente todo aquello que la Constitución de 1979 trató de generar, esfuerzo que fue borrado de un plomazo por la mano del ladrón y sátrapa Fujimori.




Era necesario hacer esta referencia a la Constitución de 1979, sobre todo si se tiene en cuenta el enorme escándalo político que la mención a la misma generó en la juramentación de 28 de julio del Presidente electo Ollanta Humala Tasso en el Congreso de la República. Como se recuerda, el Presidente Humala juró por la patria que cumpliría fielmente el cargo de Presidente de la República que le confirió la nación por el periodo 2011- 2016. Juró también que defendería la soberanía nacional, el orden constitucional, y la integridad física y moral de la república y sus instituciones democráticas, “honrando el espíritu y los principios de la Constitución de 1979”, fue este último juramento el que desató la furia descarnada de la oposición, o mejor dicho, de la bancada fujimorista representada por la tristemente célebre defensora del Grupo Colina Martha Chávez, otrora presidenta del Congreso durante la dictadura de Alberto Fujimori, hoy convertida en algo menos que en un payaso de circo de tres por medio.




Debemos dejar claro que no existe protocolo establecido ni en la Constitución de 1993, ni mucho menos en la ley, en el cual se señale qué decir y qué no decir en una juramentación presidencial. El Presidente Humala, si así lo hubiese querido, podría haber jurado por la Constitución de 1823, o por la Constitución de 1933, o por el pensamiento de José Carlos Mariátegui, o por la figura de Víctor Raúl Haya de la Torre, como tantas veces lo han hecho los políticos apristas, incluso el Presidente Alan García Pérez, quien recordemos prometió retornar a la Constitución de 1979 para luego abrazar con alegría la carta fujimorista de 1993. Ello es así, ya que se trata de una declaratoria política, simbólica que pretende marcar un derrotero en la manera cómo se va a conducir políticamente el gobierno entrante durante estos 5 años, de ningún modo puede entenderse dicha expresión como un abierto desconocimiento de la vigencia de la Constitución de 1993, la cual, nos guste o no, es la norma jurídica de mayor jerarquía que por tanto debe ser cumplida y observada por todos los peruanos.




Algunos analistas, entre ellos un ex profesor mío en la Universidad Católica, mencionan que este fue un acto de provocación del Presidente para con la oposición fujimorista. Yo creo todo lo contrario, creo que el Presidente aprovechó la oportunidad para trazar una línea divisoria en el escenario político, para marcar una frontera que diferencia a aquellos que apuestan por un Perú más libre, justo y solidario, y aquellos otros que durante tantos años no hicieron sino defender y encubrir crímenes abominables como el asesinato, el secuestro, la desaparición forzada, la ejecución extrajudicial, entre otros. O es que acaso jurar por los valores de la Constitución de 1979 no supone también mostrar un abierto rechazo contra todo aquello que representa ese pasado fujimontesinista que tanto daño le hizo a nuestro país. O es que acaso señalar directamente y sin ambages a quienes envilecieron la política nacional y se llevaron a manos llenas miles y miles de soles del tesoro público no supone el inicio de una política de lucha frontal contra la corrupción, como creo esperamos todos los peruanos. O es que acaso cuando se alude a los valores de justicia social y de equidad presentes en la carta de 1979 no se está apostando por un Estado con mayor presencia en zonas alejadas en donde los servicios básicos aun no llegan y en dónde la educación o el servicio de salud de calidad no es más que una fantasía que solo existe en la imaginación de algunos peruanos que no han perdido aún la esperanza. O es que acaso, honrar los valores de la carta de 1979 no supone el compromiso del gobierno y de todas las autoridades políticas con el respeto por el orden democrático, el Estado de Derecho y la defensa de los derechos humanos, valores que tantas veces fueron violentados durante la década de los noventa.




Resulta por demás irónico, paradigmático, hasta chocante ver cómo aquellos que aplaudieron un golpe de Estado, aquellos que desconocieron sin mayor contemplación el acuerdo político de todos los peruanos reflejado en la Constitución de 1979, pretendan ahora erigirse como los guardianes del orden constitucional. Resulta descabellado, propio de una película de ciencia ficción, algo real maravilloso, ver cómo personajes oscuros como la señora Martha Chávez, pugnaz defensora y promotora de leyes abiertamente inconstitucionales como las Leyes de Amnistía al Grupo Colina, la Ley de la Tercera Reelección de Alberto Fujimori, o actos como la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a tremendo atropello, el retiro de la nacionalidad de Baruv Ivcher, el desconocimiento y retiro del Perú de la Competencia Contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y tantos otros más, quieran tomarnos el pelo, vernos la cara de estúpidos, y jugando a la desmemoria colocarse el traje de demócratas y la armadura de defensora del sistema constitucional y el Estado de Derecho, como si los peruanos fuésemos unos minusválidos mentales.




Cómo tomar en serio los alaridos, gritos, insultos y diatribas de este tipo de personajes, instando a las Fuerzas Armadas a desconocer al gobierno electo en presencia de los presidentes de la región que llegaron invitados a la asunción del nuevo gobierno. Cómo mirar a la señora Martha Chávez y no recordar el cinismo que exhibía al momento de justificar tantas veces la manera como su jefe, Alberto Fujimori, y el amigo de su jefe, Vladimiro Montesinos, decidían sacarle la vuelta a la Constitución que ella misma ayudó a confeccionar a la justa medida del dictador a la cual ella alegremente llamaba Presidente. Con el perdón de los lectores, pero a mí esa señora no me agarra de cojudo. No lo hizo antes, cuando aún era un adolescente, menos lo hará ahora con mayores años a cuestas y con un dominio de información que pone en evidencia cómo ella y su partido convirtieron al Perú en una letrina de burdel de mala muerte.




Qué curioso, el fujimorismo salta, se enfurece, y pone sus pelos de punta cuando alguien menciona la palabra democracia, libertad, justicia social, lucha contra la corrupción, respeto por el Estado de Derecho. Quizá por eso durante casi una década, haciéndose de la vista gorda, permitieron que una asesor presidencial, criminal convicto y confeso, sancionado por traidor, y cuyos vínculos con el narcotráfico eran conocidos por todo el mundo, digitara su actuar congresal desde la salita del SIN, sin chistar, todo a cambio de las mieles que ofrece el poder, de las gollerías que brinda el estar al lado del dictadorzuelo, y en algunos casos a cambio de algunos monedas, no muchas, porque estos granujas lo son de tan poca monta que por menos de un plato de lentejas estuvieron dispuestos a vender su alma al diablo. Como diría algún columnista peruano, nuestro país y la mente de nuestros políticos es indescifrable, para algunos se puede jurar por un delincuente condenado por corrupción y delitos de lesa humanidad como Fujimori o incitar a la insubordinación, pero si embargo, para esos mismos resulta demagógico y hasta ilegal hacerlo por los principios y valores de la Constitución de 1979 cuyo talante libertario y su compromiso social es muchísimo mayor al mamarracho que confeccionó Alberto Fujimori y su pandilla en 1993. Estamos advertidos, nos esperan 5 años de esto y mucho más. Confiemos en la vena democrática del Presidente Humala, y de llegar el momento seamos capaces de decirle no en caso equivoque el camino.

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