martes, 26 de febrero de 2013

¿De qué hablamos cuando hablamos de Estado de Derecho?




A diario escuchamos en los medios de comunicación hablar del Estado de Derecho. “Los movimientos radicales están socavando las bases del Estado de Derecho”, “los grupos de poder fáctico han puesto a su servicio al Estado de Derecho”, “el Estado de Derecho debe garantizar los derechos humanos de las personas”, son frases que continuamente están en boca de periodistas, políticos y líderes de opinión. Aprovechemos entonces esta predilección por el uso de este concepto (no siempre adecuado) para exponer algunas ideas en torno al mismo.
¿Qué es el Estado? Esa es una pregunta que muy pocas veces nos hacemos antes de iniciar una conversación o polémica en torno a los problemas por los cuales el Estado atraviesa. El Estado, para un sector importante de la doctrina, no es otra cosa que una forma de organización política que reclama con éxito el monopolio del uso de la fuerza. Dicho de otro modo, el Estado es una organización que monopoliza el uso de la violencia con el objetivo de conseguir las metas que desde el poder se trazan.

Pero, ¿De qué hablamos cuando nos referimos al Estado de Derecho? Esta es la interrogante que debemos resolver con la finalidad de explicar (del modo más sencillo posible) a los ciudadanos el verdadero contenido de este concepto que tantas veces es invocado, por sirios y troyanos (deformándolo, diría yo), a la hora de justificar o rechazar determinadas posiciones o acciones políticas. Acaso no les resultan familiares frases como: “ese Presidente Regional está socavando las bases del Estado de Derecho”, “la revocatoria de autoridades quiebra principios básicos del Estado de Derecho”, “el Estado de Derecho en el Perú no existe”, o “en el Perú el Estado de Derecho no se identifica con los derechos de las personas”, las cuales muchas veces son pronunciadas sin el menor cuidado.
Pues bien, en pocas palabras podríamos decir que el Estado de Derecho es aquella forma de organización política en la cual el ejercicio del poder se encuentra sometido a los parámetros del Derecho; es decir, la forma como se ejerce el poder se rige por los mandatos que emanan del orden jurídico vigente. Para comprender este concepto entonces, es de vital importancia entender que el sistema jurídico (Constitución, leyes, reglamentos, etc.) es el encargado de controlar el poder del Estado, y también el de los particulares.

A pesar de lo antes señalado, doy por seguro que un lector erudito en esta materia podría decirnos que no se puede definir el concepto de Estado de Derecho en apenas ocho líneas. Eso es correcto. Sin embargo, y con las limitaciones editoriales que un artículo como este pueda tener, creo que sí es posible, al menos de manera preliminar, señalar cuatro características que identifican el concepto de Estado de Derecho de manera general. Estas son:
 
1)   División de poderes: en el Estado de Derecho el ejercicio del poder se divide entre los diversos organismos de poder público. Estableciéndose entre ellos una relación de coordinación y cooperación.

2)   Control y fiscalización de los poderes públicos: en el Estado de Derecho los ciudadanos están facultados para vigilar y supervisar la labor de las entidades públicas. Del mismo modo, las instituciones tienen el deber de controlarse mutuamente (Legislativo-Ejecutivo-Judicial).

3)   Imperio de la ley: en el estado de Derecho ningún hombre se encuentra por encima de lo que dispone la ley. En otras palabras, en el Estado de Derecho no existen reyes o reinas cuya voluntad se impone sobre lo que la ley ordena. Ello es así porque la ley es expresión directa de la voluntad del pueblo soberano, producto de la participación de los ciudadanos y sus representantes.

4)   Derechos y libertades fundamentales: en el Estado de Derecho se reconocen positivamente, garantizan y protegen los derechos humanos velando por que estos puedan ser ejercidos a cabalidad por sus titulares.
 
Este último punto es desde mi óptica el más importante (pues en torno a él giran todos los demás). Y así lo entendieron también los revolucionarios franceses del siglo XVIII quienes preocupados por los peligros que el absolutismo monárquico traía consigo para las libertades de los hombres, decidieron organizarse y hacer estallar la revolución, para luego consagrar una serie de derechos humanos a partir de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, acabando, de ese modo, con el antiguo régimen.

Es importante hacer esta mención histórica pues fueron las corrientes del pensamiento liberal (no el mercantilismo que en nuestro país algunos defienden) las grandes impulsoras de los cambios sociales y políticos que dieron a luz a lo que hoy conocemos como Estado de Derecho. Por tanto, no es una exageración decir que el Estado Liberal de Derecho de siglo XVIII constituye una verdadera hazaña histórica para el hombre, pues gracias a este se pudieron reconocer derechos, dotándolos paulatinamente de mecanismos de protección, para ir consolidando progresivamente el proceso de democratización frente al absolutismo de los reyes (hoy el enemigo es el autoritarismo de derecha o izquierda, eso no importa).

El Estado de Derecho forma parte de la naturaleza de los diversos modelos de Estado (liberal, social o democrático). Si bien los especialistas suelen identificar al Estado Liberal con los denominados derechos civiles (vida, integridad, libertad de expresión, etc.), y también con los políticos (sufragio), hoy se sabe (gracias a la influencia del constitucionalismo social) que la idea de Estado de Derecho supone también la vigencia de otros derechos humanos como los denominados económicos, sociales y culturales, entre los cuales destacan derechos como la salud, educación, trabajo, vivienda, entre otros.
Es cierto que el Estado de Derecho debería estar en condiciones de garantizar a todos los derechos por igual, sin distinción de ningún tipo. Sin embargo, existen limitaciones estructurales como la escasez de recursos económicos o la desigualdad social que hacen que esta tarea avance a una velocidad menor a la que todos quisiéramos, sobre todo en países del tercer mundo como el nuestro.
 
A modo de conclusión podríamos decir que la dignidad de la persona, fin supremo de la sociedad y del Estado, únicamente se verá resguardada, en la medida que en una comunidad política sus actores se comprometan a respetar las reglas básicas del Estado de Derecho y la democracia, dentro de las cuales está el respeto y la protección de todos y cada uno de los derechos humanos de las personas. Estoy seguro de que derechistas e izquierdistas del mundo entero están de acuerdo con esta tesis. La pregunta es: ¿Cómo hacemos todo esto? La respuesta a esta pregunta abrirá el debate ideológico entre las diversas corrientes políticas que luchan y compiten por llegar al poder para hacer prevalecer sus programas de gobierno y sus visiones de desarrollo y progreso.
 
 
Nota: Este artículo ha sido publicado en http://elcristalroto.pe/ portal institucional de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacífico y en otros medios de actualidad.

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lunes, 18 de febrero de 2013

La doble moral de los católicos






Curiosa es la manera como los hombres nos enfrentamos a la muerte. Más curiosa la forma como los católicos tratan a los que parten a mejor vida. Siempre me pareció una rareza que para los míos todos los muertos fueran “buenos hombres”. Parece que los católicos convierten a la muerte en el precio que las personas deben pagar para que sus pecados cometidos sean perdonados y la gracia de Dios recaiga sobre sus mortales cabezas garantizándoles el paraíso.

No importa que el fallecido haya sido un miserable en vida. No importa si el difunto cometió delitos abominables. No importa si quien ya no está en este mundo fue cómplice silente de asesinos o protector de violadores de niños. Nada de eso importa para la mayoría de católicos. Todos ellos terminarán perdonando la maldad de aquellos que con sus acciones convirtieron en un infierno la vida de otros seres humanos. Nada de eso importa cuando quien ordena ese perdón es el pastor de la Iglesia de Dios en la tierra: el Papa.

Joseph Ratzinger, conocido mundialmente como Benedicto XVI, no ha muerto, pero es como si ya no estuviese entre nosotros, pues tras su renuncia se ha convertido para los católicos, como por arte de magia, en el hombre más perfecto y bueno de este miserable mundo. Qué pena, dicen algunos, tendremos que esperar hasta su muerte para impulsar su beatificación en Roma.

Al parecer, mis amigos católicos, por quienes siento un gran respeto (empezando por mis padres), se han olvidado de que el buen Ratzinger formó parte de las Juventudes Hitlerianas y abrazó con convicción y “fe” la prédica nazi. Esta es una parte de la biografía de Joseph que un gran sector de la prensa mundial prefiere mantener oculta. Como se sabe, una vez elegido Papa, Joseph, con el apoyo de importantes medios de comunicación, inició una campaña destinada a lavar su imagen y justificar este “pequeño” error de juventud.

Lo cierto es que el joven Ratzinger formó parte de los denominados cachorros fascistas, y que jamás (cuando ya era Papa) se lo escuchó disculparse por tan grueso error. Sobre todo teniendo en cuenta que el horror nazi le costó la vida a más de seis millones de judíos.

Está bien, imaginemos que sus delirios fascistas fueron un “error” de juventud como sus defensores lo señalan. Lo que no puede se considerado un error de juventud fue su apoyo decidido (de la mano de Juan Pablo II) a las ideologías ultraconservadoras que terminaron por imponerse en continentes como América Latina gracias a una serie sucesiva de golpes militares orquestados y financiados por los Estados Unidos.

El comunismo, para la lógica católica, avanzaba en nuestro continente promoviendo el ateísmo, en ese escenario era urgente acabar con los gobiernos de izquierda, aunque estos hayan sido elegidos democráticamente por sus pueblos. Aunque eso suponga un baño de sangre y le cueste la vida a miles de argentinos, chilenos, uruguayos, etc. No sorprende pues el que hace unos días la justicia argentina haya determinado la complicidad de la Iglesia Católica en la comisión de delitos contra los derechos humanos cometidos durante la dictadura en ese país en el periodo 1976-1983.

Pero su ideología de juventud, tantas veces negada, le terminaría jugando una mala pasada ya en sus años de madurez. Una vez al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargo que recibió de las manos del propio Karol Wojtyla, usó todo su poder para sacar del camino a los sacerdotes que no estaban alienados hacia la derecha del pensamiento católico. Fue así que inició una campaña de persecución y descrédito contra los curas que por aquellos años difundían la denominada Teología de la Liberación en América Latina, acusando a esta corriente cristiana de subversiva y marxista por ponerse de lado de los movimientos populares que buscaban acabar con la injusticia en el tercer mundo.

Ratzinger, volviendo tras sus propios pasos, nos dio en 2011 otra muestra de su “coherencia personal” al rendir homenaje al cardenal croata Alojzije Stepinac, sacerdote que durante la Segunda guerra Mundial se puso al servicio de la causa nazi. La pregunta que los católicos debieron hacerse en ese momento fue: ¿Cómo no rendirle homenaje a un hombre al cual Karol Wojtyla beatificó sin mayor explicación?

Pero la historia de Ratzinger, como la de su antecesor Juan Pablo II, tiene todavía otros pasajes oscuros que sería bueno recordar. Hace algunos años, se hizo público un informe elaborado por el sacerdote carmelita Anastasio Ballesteros. En este documento se pone en evidencia la responsabilidad directa de Joseph y Karol en el encubrimiento de curas acusados de cientos de violaciones sexuales contra menores de edad.

Uno de los casos más sonados fue el del fundador de los Legionarios, Marcial Maciel, acusado formalmente por algunos ex Legionarios de Cristo en 1998 de violar a niños en México. La denuncia se presentó ante el mismísimo Ratzinger pero esta nunca prosperó pues como muchos especialistas señalan: la Iglesia Católica tiene una política de encubrimiento e impunidad para casos aberrantes como estos en los cuales lo que se busca es comprobar la responsabilidad penal de sacerdotes malvados.

Ahora sabemos, gracias a la investigación realizada por Fernando Gonzáles, que estos casos comenzaron a ser conocidos por el Vaticano desde el año de 1956. Han pasado más de 50 años y la Iglesia Católica no ha hecho mucho por identificar y sancionar a los responsables de estos crímenes.

¿Existió o no durante el papado de Karol Wojtyla y el de Joseph Ratzinger, respectivamente, una política oficial para el tratamiento de las denuncias de pederastia? Sí, esa política existió y se encuentra reflejada formalmente en la directiva “Crimen Sollicitationis”, aprobada por otro “santo” como Juan XXIII en 1962. Esta directiva imponía la obligación de guardar silencio sobre estos abusos sexuales bajo pena de excomunión a todos los sacerdotes que tomaran conocimiento de estas denuncias y las hiciesen públicas.

Cierto es que Ratzinger derogó este documento (cosa que Karol Wojtyla jamás hizo), lo preocupante es que a pesar de sus presentaciones públicas en las cuales condenó estos delitos y pidió perdón a las víctimas, y a la humanidad entera, por los “pecados” cometidos por estos criminales vestidos con sotana, se sabe que esa convicción y vigor no necesariamente eran los mismos al momento de tomar acciones al interior del clero, a pesar de haberlos condenado con mayor firmeza que su antecesor.

Sobre este punto, el semanario “The Observer”, publicó una carta en la cual Benedicto XVI daba instrucciones a todos los obispos para encubrir a los curas acusados de estas prácticas. Cabe apuntar que la veracidad de esta publicación no fue jamás cuestionada por el Papa. En todo caso, no recuerdo a ningún vocero vaticano negando este informe periodístico.

Como uno puede apreciar, numerosos son los cuestionamientos que se le hacen a Ratzinger. Lo mismo podríamos decir del mandato de Karol Wojtyla. Juan Pablo II, amado por muchos, será recordado por otros como un gran protector y encubridor de pedófilos (acá no importa si son curas o no), quien recibió, luego de su muerte, la beatificación de manos de Benedicto XVI. El Papa renunciante, quien durante años se encargó de justificar atrocidades y de guardar silencio cómplice ante crímenes y atropellos cometidos en nombre de la fe, es hoy en día elevado a las alturas y reconocido como ejemplo para la humanidad por los católicos.

¿Pueden los católicos llamar “Santo Padre” a Wojtyla y a Ratzinger sin sentir aunque sea un poquito de remordimiento? ¿Estos son los hombres que conducen los destinos de la Iglesia Católica? Quizá sea cierto eso de que la biblia no es otra cosa que un relato de muerte, enfrentamientos y venganzas. Quizá sea cierto eso de que Dios y sus representantes toleran la muerte de los inocentes, el sufrimiento de los pobres, la impunidad de los criminales, cuando se trata de salvar el honor de la Iglesia Católica. 

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miércoles, 13 de febrero de 2013

La renuncia del Papa Benedicto XVI





La noticia tomó por sorpresa a todo el planeta. La renuncia del papa Benedicto XVI a su cargo es un hecho de una relevancia histórica universal. La influencia de la Iglesia Católica en la formación de la cultura occidental es indiscutible, esto hace que una decisión de este tipo ocasione un verdadero cisma a nivel mundial. Nadie podía presagiar esta renuncia, aunque según señalan algunos medios internacionales, esta decisión había sido tomada por el Papa  luego de su viaje a Cuba y México en el mes de marzo del año pasado. 

En su carta de renuncia, Benedicto XVI señaló que debido a su edad avanzada (85 años), ya no tenía las fuerzas suficientes como para cumplir con su misión de pastor de toda la Iglesia Católica en la tierra. Por su parte, Federico Lombardi, vocero oficial del Vaticano, reconoció que durante los últimos meses la salud del Papa se había visto resquebrajada, además recordó que el sumo pontífice lleva un marcapasos hace 10 años, y que apenas hace tres meses se sometió a una operación para cambiarle las pilas. No obstante ello, Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio, quien fuera uno de los presentes en el consistorio de los lunes, ha declarado que todos los cardenales quedaron absolutamente desconcertados con la noticia.

Por su parte, el hermano mayor de Benedicto XVI, el también sacerdote, Georg Ratzinger, confirmó esta versión al señalar a medios alemanes que sus médicos le habían aconsejado no realizar más viajes transatlánticos, por las evidentes dificultades que había empezado a tener al momento de caminar. Los especialistas le habrían prescrito llevar una vida de reposo y cuidado. Eso explicaría la decisión del Papa de retirarse a un monasterio de monjas de clausura, una vez fuera del cargo, para vivir sus últimos años en un ambiente de tranquilidad y oración.

Muchos católicos en el mundo pensaban hasta el día de hoy que el cargo de Papa era irrenunciable, y que la sucesión papal únicamente procedía ante el fallecimiento del pontífice. Sin embargo, como se recuerda, fue durante el papado de Juan Pablo II, en el año de 1982, para ser más precisos, que se promulgó el Código de Derecho Canónico actualmente vigente, en el cual se establece que si el Papa renuncia, se requiere que este acto se realice de manera libre, y que además, la renuncia no sea aceptada por nadie como muestra de respeto a su investidura. 

Los historiadores han dicho que esta no es la primera vez que un Papa renuncia a su cargo. De hecho, fue el Papa Gregorio XII, el último pontífice en renunciar al cargo en el año de 1415, ello en el marco de un proceso de negociación que trató de poner punto final a una gran disputa existente entre dos papas que trataban de imponer su autoridad al interior de la Iglesia Católica. Sin embargo, la renuncia de Benedicto XVI es especial pues desde  1294 ningún Papa había renunciado de manera absolutamente voluntaria. Como se sabe, en ese año, el Papa Celestino V dejó el cargo cinco meses después de haberlo asumido, alegando carecer de las virtudes suficientes para asumir semejante responsabilidad.

Las reacciones a nivel mundial ante esta renuncia no se han hecho esperar. Líderes políticos y jefes de Estado de todo el mundo se han pronunciado señalando que el anuncio del Papa es un gesto de “grandeza” y “humildad” que denota las bondades personales de este hombre. En Europa, el canciller alemán, Angela Merkel, luego de calificar al Papa como uno de los pensadores religiosos más importantes de nuestra era, mostró su respeto por la decisión tomada. 

Asimismo, en Latinoamérica, Enrique Peña Nieto, presidente de México, y Sebastián Piñera, gobernante de Chile, han coincidido en calificar a este acto como una muestra de “coraje y consecuencia” en la vida de una persona que entregó su labor diaria a la Iglesia Católica. De la misma opinión ha sido el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, quién además elogió la labor que Benedicto XVI ha cumplido en la promoción del diálogo interreligioso desde que asumió su mandato.

Pero más allá de la renuncia del Papa, habría que decir que el mandato de Benedicto XVI no ha sido nada fácil. Dos fueron los grandes problemas que este hombre tuvo que afrontar al frente del Vaticano, y numerosas las críticas que algunas de sus posiciones ultraconservadoras generaron en la opinión pública mundial.

El primero de ellos estuvo vinculado a lo que la prensa denominó el escándalo “Vatileaks”, referido a la filtración de documentos privados del mismísimo Papa. En esa oportunidad, personas cercanas al Vaticano acusaron a Tarcisio Bertone, nombrado secretario del Estado Pontifico por el propio Papa, como el responsable de esta infidencia. El segundo, relacionado a los miles de casos de pedofilia denunciados por familiares y víctimas en contra de curas pederastas en todo el mundo, muchos de los cuales habían sido ocultados durante el mandato de Juan Pablo II. 

Justo es reconocer que en ambos casos el Papa mostró consecuencia e inteligencia al momento de tomar decisiones. Debemos destacar su total condena a los actos de abuso sexual contra menores, actitud que permitió descubrir y poner en manos de la justicia a decenas de curas americanos, irlandeses, alemanes y austriacos, como nunca antes había ocurrido en la historia.

Pero la performance de Benedicto XVI no fue ajena a las críticas. Su dura oposición a temas como el matrimonio homosexual, el sacerdocio femenino, la abolición del deber de castidad para los que visten sotana, el aborto, la eutanasia o la promoción y difusión de métodos anticonceptivos (preservativos) como medio para hacer frente al VIH, generaron rechazo en un importante sector de la población mundial, incluso dentro de la propia feligresía católica.

El 28 de febrero el Papa dejará oficialmente el cargo. Se sabe que el cónclave en el que se elegirá a su sucesor se llevará a cabo entre el 24 de marzo y el 1 de abril. La decisión recaerá en 120 cardenales, menores de 80 años, que  votarán en la Capilla Sixtina para elegir al nuevo pontífice. Para elegir al sucesor se necesitan los dos tercios de los votos (80 votos como mínimo). De ser el caso, si en 30 votaciones no se lograse alcanzar esta mayoría, el nuevo Papa sería elegido por mayoría simple.

Según informan los medios extranjeros, la carrera por la sucesión ya empezó y los candidatos comienzan a ser voceados. Se sabe que entre los cardenales existen dos corrientes de pensamiento contrapuestas. Una de ellas vinculada a sectores consevadores, y la otra, apegada a una línea mucho más progresista y moderna. Así, tenemos que los nombres que suenan con mayor fuerza en Roma son los del suizo Kurt Koch, el alemán Gerhard Müller, el estadounidense Timothy Dolan, el canadiense Marc Ouellet, así como los sudamericanos Scherer, Braz de Aviz y Sandri.

Esta elección será muy importante para la Iglesia Católica. Esperemos que quien sea elegido Papa tenga una mayor apertura y tolerancia frente a los cambios que este siglo XXI propone. Aunque al parecer, según los expertos, el nuevo Papa tendrá más bien un perfil moderado, en un esfuerzo por centrar a la institución eclesial luego de años en los cuales se la identificó con los sectores más duros de la derecha internacional. Lo que sí se sabe es que el elegido deberá ser un hombre joven que pueda conducir a los católicos durante varios años.  En fin, veremos qué pasa. Como dicen los católicos (yo no formo parte de ese grupo): eso sólo Dios lo sabe.

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jueves, 7 de febrero de 2013

La dignidad de los nadies



Muchos peruanos creen que las personas que se encuentran internas en nuestras cárceles pagan un justo castigo por los delitos que cometieron. Muchos de ellos, criminales avezados y peligrosos no merecen otra cosa que una sanción ejemplar de parte de la sociedad y del Estado, señalan ciertos comentaristas. No obstante ello, es válido preguntarnos lo siguiente: ¿Qué derechos deberían ver recortados  los hombres y mujeres que reciben una sentencia condenatoria por parte de nuestro Poder Judicial?

En principio, la doctrina penal mayoritaria señala que el único derecho constitucional que una persona que ha cometido delitos debería ver limitado es su derecho a la libertad personal (por eso el término pena privativa de libertad). En esta lógica, la pérdida de la libertad es ya un castigo suficientemente severo para toda persona condenada a vivir encerrada entre cuatro paredes como para pretender que la cárcel se convierta en un espacio de sufrimiento y martirio constantes en donde la dignidad de sus residentes es abolida a diario.

No dudo de que los criminales deban ser sancionados de manera ejemplar, pero la pregunta es: ¿Por qué en el Perú condenamos a los internos de un penal a vivir en condiciones deplorables que vulneran de manera sistemática sus derechos humanos básicos? ¿Es que acaso en nuestro país ciudadanos y autoridades creen que los internos de una cárcel no son seres humanos a los cuales se les debe garantizar condiciones de vida elementales?

Algunos dirán que los asesinos, ladrones, violadores o terroristas, no merecen ninguna compasión o solidaridad. Dirán que sus crímenes abominables los hacen merecedores de los peores castigos y que lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de ellos, recluyéndolos en celdas que no son otra cosa que  pequeños espacios de dolor y sufrimiento.

Comprendo que la indignación que algunos crímenes generan en la sociedad es muy grande, y que muchos peruanos quieren que los condenados paguen sus culpas sin atenuantes. Todo eso lo entiendo, pero no puedo dejar de pensar en ese casi 50% de internos que no han recibido sentencia y que pasan sus días en esos lugares de horror al lado de malhechores y pillos de la peor calaña. Pienso sobre todo en los internos más jóvenes y en el daño irreversible que dicha convivencia puede generar en ellos. ¿Es justo que personas inocentes que no han sido condenadas reciban ese trato en nuestra sociedad? Yo creo que no.

Digo todo ello porque es nuestra propia Constitución la que nos dice en su artículo 139, inciso 21, que el régimen penitenciario tiene por objeto la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado en la sociedad. Siendo ello así: ¿Cumple el Estado con este mandato expreso de la Constitución cuando no hace absolutamente nada por mejorar la calidad de vida de los internos de un presidio, permitiendo que muchos de ellos mueran por tuberculosis, desnutrición o VIH?

A propósito de esta reflexión, hace unos días sostuve una interesante conversación con un amigo sobre el derecho de los internos a votar en las elecciones del próximo 17 de marzo en Lima. En esa oportunidad, este amigo me dijo: “Estos malditos no merecen tener derechos. Además: ¿Cuánto gastaríamos instalando mesas de votación en los penales?” No puedo negar que su lógica monetaria me dejó sin palabras, sobre todo teniendo en cuenta que mi colega tiene una especialidad en Derechos Humanos.

Seguramente la posición de este amigo es compartida por muchas personas en nuestro país. Esto no me sorprende, pues en el Perú el “juicio” de los ciudadanos suele estar muchas veces reñido con los mandatos que la Constitución establece. Dicho de otro modo, en este tema mi amigo opinaba con emoción, odio y revancha, el problema es que su reflexión, mayoritaria al parecer, presenta ciertas inconsistencias que me parecen importantes exponer.

Nuestra Constitución señala en su artículo 33, inciso 2, que el ejercicio de la ciudadanía se suspende por sentencia con pena privativa de la libertad. En otras palabras, las personas que han sido condenadas a purgar condena en una cárcel ven también suspendida su condición de ciudadanos; por ello no pueden votar. Yo creo que esta disposición constitucional es “inconstitucional”, sobre todo teniendo en cuenta que una de las finalidades del sistema penitenciario es la reincorporación del penado a la sociedad, y de que no existe acto más contrario a este mandato que el prohibirle a un ciudadano que forma parte de una comunidad política expresar libremente su voto y participar, en la medida de lo posible, en los asuntos públicos de la colectividad.

Sin embargo, tomen nota de lo que la propia Constitución señala al hablar de “sentencia con pena privativa de libertad”. El derecho de sufragio, en los términos que la norma fundamental establece, será  limitado únicamente para aquellos internos que han sido “condenados”. ¿Qué pasa entonces con los miles de peruanos que no han sido “condenados” pero que están recluidos en los penales esperando que la justicia de su veredicto? Ellos son inocentes: ¿Por qué entonces a ellos no se les permite votar?

La respuesta es una sola: “Nuestra sociedad no considera ciudadanos a los miles de peruanos y peruanas que habitan en nuestras cárceles”. A ellos se les vulnera diariamente sus derechos más elementales. Si ello es así, y a nadie parece importarle lo que les pase: ¿Por qué entonces deberíamos implementar un mecanismo que les permita a los internos de nuestros penales, por lo menos a los que no han sido todavía condenados, ejercer un derecho tan importante como el de sufragio? En mi opinión, no existen razones jurídicas que justifiquen esta limitación que es a toda luz inconstitucional.

Lo trágico en esta historia es que en el Perú los derechos fundamentales de nuestros internos son atropellados diariamente sin que ello genere ningún rechazo por parte de la sociedad. De hecho, nadie se hace problemas por semejante barbarie. Por eso, cuando escucho hablar de la situación penitenciaria de nuestro país, no hago otra cosa que recordar el documental argentino titulado: “La dignidad de los nadies”.

Nota: Este artículo será publicado en http://elcristalroto.pe/ blog institucional de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacífico.

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