jueves, 27 de octubre de 2011

Cristina Fernández de Kirchner alcanza una victoria histórica en Argentina










Sólo un candidato presidencial, sólo un hombre, Juan Domingo Perón, tres veces presidente, logró una votación superior (61.8%) a la que Cristina Fernández alcanzó en las últimas elecciones presidenciales en Argentina (más del 53%). La tendencia electoral marcada desde las primarias de agosto se consolidó a lo largo de los últimos meses, fortaleciendo la posición de las fuerzas del Partido Justicialista, aglutinadas en torno al kirchnerismo, dándole una arrolladora victoria a Cristina Fernández.



El resultado final, como muchos analistas lo señalan, era más que previsible, Cristina Fernández logró alcanzar en su reelección el registro electoral más alto desde la recuperación de la democracia Argentina en 1983, superando incluso, las votaciones obtenidas por líderes carismáticos como Ricardo Alfonsín y Carlos Menen. Con esta victoria, Cristina Fernández logra un tercer mandato consecutivo para el justicialismo, algo que no tenía antecedente en la historia reciente argentina. El único momento en la historia política argentina en el cual un único partido logró prolongar su mandato gubernamental por tres periodos consecutivos se registró en los albores del siglo XX, con los dos periodos de Hipólito Irigoyen y uno de Marcelo Torcuato de Alvear (14 años consecutivos), ambos, figuras importantes del Partido Radical argentino. Con esta victoria, Cristina Fernández escribe su nombre y el de su partido en los anales de la historia, por ser la primera candidata en darle al peronismo una tercera victoria consecutiva y por ser la primera mujer en alcanzar una reelección.



Cristina Fernández prolongará su mandato hasta el año 2015, con una votación mayor al 53% del electorado, pulverizando de manera categórica los sueños de los representantes de la oposición, obteniendo una ventaja histórica de 37 puntos a su más cercano perseguidor, el gobernador socialista de Santa Fe, Hermes Binner que obtuvo casi el 17% de las preferencias electorales. Muy por detrás de ellos, se ubicó Ricardo Alfonsín, radical de cuna, líder de la Unión para el Desarrollo Social. El cuarto lugar fue para Alberto Rodríguez Saá, gobernador de San Luís y candidato por Compromiso Federal. Siendo los grandes perdedores de la jornada, el ex presiente peronista Eduardo Duhalde y la diputada Elisa Carrió, quienes ocuparon el quinto y séptimo lugar, respectivamente. Atrás quedó ese 23% que Carrió obtuvo en las presidenciales de 2007 y que la ubicó en el segundo lugar de las preferencias.



Cabe señalar que en los últimos comicios electorales no sólo estuvo en juego la Presidencia de la República Argentina, sino también la elección de miembros del parlamento y gobernadores, autoridades, que dependiendo de los resultados finales, podrían haber equilibrado la lucha de poderes existente entre justicialistas y radicales a lo largo de toda la historia política gaucha. Sin embargo, el resultado fue el mismo, el kirchnerismo logró la mayoría absoluta en el parlamento, consolidó un bloque de 37 escaños de un total de 72 en el Senado y recuperó la mayoría en la cámara de Diputados, perdida en las elecciones legislativas de 2009. Asimismo, el partido de gobierno también se aseguró la administración de 20 de las 24 provincias luego de haber triunfado en los nueve distritos que elegían gobernador, con figuras como Daniel Scioli en Buenos Aires, quién obtuvo el 57% de los votos, y el de Francisco Pérez, quien venció en Mendoza, a un fortísimo candidato radical como Roberto Iglesias. Visto el mapa electoral nacional argentino, podemos afirmar que sólo la ciudad de Buenos Aires, Santa Fe, San Luis y Corrientes tienen un candidato opositor.



Las estadísticas son abrumadoras, el kirchnerismo ha logrado concentrar la mayor fuerza política de la historia. Más allá de los números y las cifras, lo más trascendente, señalan los especialistas argentinos, es la densidad del poder popular, institucional y político que podrá administrar Cristina Fernández en los próximos cuatro años. El electorado ha optado por mantener el rumbo de los últimos años, las cifras son incontestables, ha primado en el imaginario político argentino un sentimiento de profundo conservadurismo, nadie ha querido arriesgar lo poco o mucho que se ha conseguido en el segundo periodo kirchnerista. Populista o no, clientelista o no, intervencionista o no, estatista o no, el modelo impuesto desde el gobierno parece haber seducido a la inmensa mayoría del pueblo argentino.



La expansión económica argentina, los planes de ayuda social a los más pobres, los subsidios al transporte y a la energía, así como la figura carismática de Cristina Fernández, querida y respetada por los sectores menos favorecidos en la Argentina, han sido, sin lugar a dudas, los puntos claves de esta hazaña política. Si a eso le sumamos la incapacidad del resto de partidos para establecer acuerdos y consensos que arrojasen una única candidatura de oposición, capaz de capitalizar el descontento que muchas de las políticas oficialistas han generado entre la clase media y los sectores conservadores durante los últimos años, con una propuesta de gobierno centrista y atractiva que ampliase el espectro político argentino, lo ocurrido en estas elecciones no es otra cosa que la crónica de una victoria anunciada. Una victoria que erige al peronismo (a pesar de sus históricas disputas internas vividas desde la muerte de su líder) como el movimiento con mayor fuerza nacional y al radicalismo y movimientos disidentes, respectivamente, como partidos incapaces de hacerle sombra, al menos no durante algún tiempo.



Este enorme poder político, este amplio manejo que podrá ejercer Cristina Fernández resulta preocupante para un importante sector de la población argentina, quien teme que el estilo autoritario, vertical y rígido, termine por marcar la tónica del gobierno, de un gobierno que teniendo la convicción de no deberle nada a nadie, estime que puede hacer y deshacer a su antojo sin tener que rendirle cuentas a nadie, mucho menos a una oposición inexistente que al parecer ha perdido en estos últimos tiempos el sentido de la historia.



El gobierno girará en torno a la figura de Cristina Fernández. Por su estilo social y su pasado político, se sabe que el círculo de consejeros y amigos cercanos a la presidenta es muy reducido, que las decisiones de gobierno, de las más insignificantes a las más importantes, son tomadas únicamente por Fernández y su soledad, sobre todo luego de la partida de su esposo, el presidente Nestor Kirchner, que la voz de la presidenta eclipsa a todas las demás, y que su vocación por la monopolización del debate político muchas veces le ha abierto frentes incluso al interior de su movimiento. Ella sabe que en este segundo mandato todas las luces y reflectores se posarán sobre ella, que el aplauso o rechazo de la población ante su conducta será directo, que está sola, que ella será el único artífice de sus triunfos y la única responsable de sus fracasos. Todo esto que puede ser una fortaleza, puede también ser su mayor debilidad, sin intermediarios que sirvan como pararrayos ante los problemas y las crisis que todo gobierno atraviesa, la presencia mediática de su figura puede terminar perdiendo apoyo, desgastándose más rápido de lo previsto. En todo caso, la ausencia de una posición coherente y medianamente articulada, capaz de explotar los errores del gobierno, le dan un campo de acción mayor y un poder nunca antes visto.



Cristina Fernández tiene la posibilidad histórica de hacer un gobierno para el recuerdo, tiene la mesa servida para profundizar las reformas sociales necesarias para superar los problemas que la crisis de inicios de siglo generó en su país. Al mismo tiempo, Cristina Fernández deberá saldar algunas deudas de gobierno que aún no honra, la mejora de los servicios sociales, la lucha contra la corrupción gubernamental, el respeto por las libertades civiles, la mejora de su relación con los medios de comunicación (Clarín y La Nación, por citar sólo algunos), la preservación del ritmo de crecimiento exhibido durante los últimos años, la diversificación de sus exportaciones y la consolidación de la institucionalidad argentina, son algunos de los temas que encabezan la lista de prioridades del nuevo gobierno.



La campaña electoral ya quedó atrás, a pesar de lo peligroso que resulta para la salud democrática de un pueblo la concentración casi absoluta del poder político en un único partido o en una única persona, como parece ser este el caso, la nación argentina habló en las urnas, y prefirió a la figura fuerte de Cristina que al vació de poder que muchos veían en la oposición. Mantener el rumbo, el orden, la tranquilidad quebrados antes de 2003, han sido la apuesta del electorado, pero ahora el kirchnerismo debe enfrentar otros retos e inaugurar un nuevo capítulo en la larga novela peronista.



Se presume que la Argentina tendrá menos crecimiento durante los próximos meses, dificultades por el incremento de la tasa inflacionaria y problemas por el valor del dólar. En lo inmediato, el kirchnerismo deberá frenar la fuga de capitales, la misma que hasta septiembre bordeó los 19 mil millones de dólares y agregó unos 800 millones más en la primera semana de octubre. Para ello, es necesario marcar distancia con sectores radicales, que apelando a un discurso puramente ideológico y carente de sustento técnico alguno, se niegan a implementar políticas fiscales responsables. El gobierno de Fernández, como opinan algunos, deberá tender puentes de diálogo con el sector empresarial, financiero, bursátil y comercial. Sólo así podrá hacer frente a problemas como el retraso cambiario, los desajustes fiscales y el achicamiento del superávit comercial. En tal sentido, Cristina Fernández, deberá tomar decisiones rápidas para evitar mayores desajustes, lo primero, como ocurre en este tipo de situaciones, será nombrar a un equipo técnico de nivel que sea capaz de brindar tranquilidad a los mercados financieros, los mismos que aún tienen dudas sobre el discurso, muchas veces ambiguo, del gobierno, sin que ello signifique, como a veces se trata de hacer creer a la población, la renuncia a los ideales de justicia social enarbolados por la presidente y su partido a lo largo de su historia.



Que el poder no obnubile a Cristina Fernández, que la mesura política, el respeto por el adversario y la responsabilidad económica se instalen en Casa Rosada y se proyecten a toda la nación argentina, que el autoritarismo peronista de un importante sector del gobierno ceda frente a las prácticas democráticas de toda sociedad abierta, que la prensa no se vea perseguida por los adictos al régimen ni por la clientela que trata de aprovechar la militancia partidaria para copar los puestos públicos, que los partidos de oposición se reestructuren y sean capaces de vigilar y fiscalizar al gobierno y que la sociedad argentina no renuncie a los ideales de justicia social y libertad, son los deseos que albergamos todos los que habitamos en esta patria grande llamada Sudamérica.

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jueves, 20 de octubre de 2011

¿Comprende Ollanta Humala, la relación existente entre las instituciones castrenses y el sistema democrático?





Las instituciones castrenses, en el marco de los sistemas democráticos, cumplen un rol de vital importancia para la consolidación de la institucionalidad del Estado y para el resguardo de los intereses nacionales. A las Fuerzas Armadas, les corresponde garantizar la independencia, la soberanía y la integridad territorial de la República. La Policía Nacional, por su parte, tiene el deber mantener y restablecer el orden interno. Ambas instituciones carecen de una vocación deliberante y deben estar subordinadas al poder constitucional. Reconocen al Presidente de la República como su jefe supremo y despliegan sus acciones en absoluta consonancia con el mandato constitucional y legal.


Esta es una reflexión que los ciudadanos debemos tener muy en claro. En una democracia, en un sistema constitucional en el cual la labor de los poderes públicos y privados se encuadra dentro de los parámetros establecidos por la Constitución, los miembros de estas instituciones se convierten en fieles guardianes del orden y el sistema democrático. Siendo ello así, es necesario que quienes asuman la dirección de dichas entidades, gocen de los méritos profesionales, académicos y morales suficientes para la asunción de tamaña responsabilidad, ya que como hemos señalado, a ellos les corresponde velar por la seguridad externa e interna de la nación.


Pero, si a las instituciones castrenses les corresponde guardar un profundo respeto por los principios y valores constitucionales y democráticos, al poder civil, y en especial al gobierno de turno, le corresponde guardar respeto por la institucionalidad de estas entidades. En ese sentido, el gobierno, y el Presidente de la República, deberán de ser muy cuidadosos al momento de promover el nombramiento de los mandos militares y policiales, instalando en este proceso, una lógica basada en la meritocracia y el profesionalismo. No basta, como señalan algunos, el criterio de la antigüedad para nombrar a un militar o policía como miembro de la alta dirección de sus respectivas instituciones.


Es muy peligroso para la salud democrática de un país la politización de las instituciones castrenses o la militarización de la política, reflejada muchas veces en los procesos de cambio o reforma al interior de las fuerzas armadas o policiales. El nombramiento indiscriminado de un grupo de policías o militares con el único criterio de favorecer a los allegados al régimen es una práctica que debiéramos desterrar de nuestro país. El gobierno de turno no puede utilizar el poder que la ciudadanía le ha conferido para atentar contra la estructura misma de estas instituciones. Nombrar a una persona por el sólo hecho de tratarse de un amigo, allegado, o en el peor de los casos, un títere de los designios de quien detenta el poder de turno, no sólo distorsiona la relación entre el poder civil y las instituciones castrenses, sino también genera incomodidad, descontento y mella la moral de los efectivos militares y policiales que ven cómo la una persona carente de los méritos suficientes se coloca al frente de su institución.


Los últimos cambios sufridos en la Policía Nacional del Perú y los ascensos llevados a cabo en las Fuerzas Armadas han vuelto a colocar sobre la discusión este viejo debate en torno a la relación existente entre el gobierno y los institutos armados. Los fantasmas del copamiento y militarización de la sociedad aún están presentes en el imaginario colectivo nacional. Algunos peruanos aún tenemos presente los nefastos hechos ocurridos durante la última dictadura de Fujimori y Montesinos. La utilización de las fuerzas militares y policiales por la dictadura como soporte del régimen, la compra de conciencias al interior de estas instituciones, la adhesión, el respaldo cómplice de los altos mandos y la sujeción total de los mismos a los dictados de la mafia de lo noventa, fueron males que los peruanos no debiéramos estar dispuestos a volver a padecer.


La experiencia histórica nos demuestra lo peligroso que ha resultado para el país el hecho de mal utilizar el poder gubernamental al consolidar alrededor suyo a una cúpula castrense capaz de blindar todos y cada uno de los actos de gobierno, sin importar si estos son acordes o no al orden constitucional, tal y como ocurrió durante los diez años del fujimorato. Recordemos que en esa época, una de las técnicas que el dictador utilizó para conseguir la adhesión y apoyo a su proyecto mafioso, fue la de implementar una política de ascensos y pases al retiro indiscriminada sin mayor criterio que los delirios de poder del jefe de Estado, es decir, asciendo a quienes obedecerán sin chistar mis órdenes, paso al retiro a quienes tienen una posición más institucional que muchas veces se opone a los intereses del régimen.


Con la caída de la cleptocracia fujimorista, se abrió un nuevo capítulo en la historia militar y policial. Tal y como lo recuerda el analista político Carlos Basombrió, en el año 2001 se iniciaron una serie de reformas destinadas a corregir esta perniciosa situación. Decimos perniciosa, ya que si se revisan las cifras de aquel entonces, uno puede observar cómo el reparto de ascensos distorsionó toda la lógica militar y policial, llegando a tenerse en la policía más jefes (generales y coroneles) que alféreces. Todo un delirio. Pero este afán reformista, impulsado por el gobierno de Alejandro Toledo, perdió fuerza con la llegada del gobierno aprista, y se retornó de ese modo, a la irracionalidad del pasado (52 generales y más de 600 coroneles).


El actual gobierno ha recibido estas cifras. Esa ha sido la situación que el presidente Ollanta Humala heredó de manos de Alan García. Los 5 años de gobierno últimos fueron un quinquenio perdido en este proceso de reforma y modernización de estas entidades. Siendo tan crítica la situación, desde luego se avala la decisión del gobierno de pasar al retiro a 30 generales de la Policía Nacional del Perú en la búsqueda de una estructura mucho más piramidal al interior de la misma (en 2004, la Dirección Policial estimó que para el comando institucional requería únicamente de 28 generales y 207 coroneles). Sin embargo, si bien es cierto el objetivo se justifica y respalda, la pregunta que uno debe hacerse y las autoridades responder es cuál ha sido el criterio para la purga de esos 30 generales y no otros. O si lo más conveniente no hubiese sido un pase al retiro gradual, como ocurre en el caso de la Marina de Guerra, que no genere un cisma institucional y político y no instale La duda sobre la transparencia de la decisión.


Otro dato a tener en cuenta sobre este tema, ha sido lo ocurrido con los últimos ascensos a general dispuestos por el Ministerio de Defensa. Pocas veces en la historia, o nunca según algunos dicen, se ha observado que un número bastante considerable de miembros de una promoción llega al grado de general en el ejército. Esto acaba de ocurrir hace unos días con el nombramiento de 10 nuevos generales pertenecientes a la promoción 1984 Héroes de Marcavalle, coincidentemente miembros de la promoción del Presidente de la República. Con lo cual, más de la mitad de generales ascendidos, 19 ha sido leal número total, todos ellos compañeros de promoción del presidente Humala, pasarán a formar parte de la cúpula militar. Más allá de las suspicacias que esta decisión genere, no podemos sino preguntarnos si estos ascensos fueron merituados en función a criterios técnicos, evaluando el grado de profesionalismo, antigüedad, y el respeto ganado por estos oficiales al interior de su institución, o si, como tantas veces en la historia, el presidente de turno convirtió al ejército en una agencia de buenos empleos para sus amigos o sus compañeros de carpeta.


Nos parece saludable que en nuestro país el gobierno haya asumido con aplomo la decisión de reformar y promover cambios profundos en las instituciones castrenses. Preocupa sí que esa misma voluntad no sea la misma cuando se trata de las Fuerzas Armadas, en el especial del ejército. Es saludable que la Policía Nacional del Perú inicie un periodo de reingeniería que la fortalezca. Esperemos que los cambios no queden allí, esperemos que esta voluntad se concretice en la adopción de medidas que pasen por elevar el sueldo de los efectivos militares y policiales, reformar su sistema previsional, mejorar la atención de salud que la familia militar y policial recibe por parte del Estado, promover la meritocracia en los procesos de ascensos, cambios y condecoraciones y la capacitación constante de los efectivos, acompañadas todas ellas, de una frontal contra la corrupción enquistada al interior de la institución.


Ningún peruano puede oponerse a este tipo de iniciativas, todos queremos que nuestras instituciones castrenses se consoliden, todos deseamos que el personal militar y policial reciba un trato digno, que cuente con ingresos que le permitan salir adelante y velar por sus familias, todos deseamos que el policía y militar recuperen el prestigio y moral de antaño. En ese sentido, toda reforma que apunte a este objetivo debe ser respaldada, en el camino, lastimosamente y eso ocurre en todo proceso de esta naturaleza, algunos efectivos tendrán que se separados de la institución, son los costos de toda reforma y el precio que debemos asumir. Lo que los peruanos no queremos es que el gobierno politice y distorsiona la estructura y organización de estas instituciones. Lo que no queremos es que el señor Humala se rodee de una corte de uniformados que asuman la labor de guardia personal o guardaespaldas, en lugar deponerse al servicio de la nación como auténticos guardianes del orden y la legalidad. Lo que no queremos es que la película de los noventa se vuelva a repetir en nuestro país, pero esta vez de un modo mucho más sofisticado. Lo que no queremos es que Ollanta Humala se comporte como un miembro más de la promoción Héroes de Marcavalle y no como nuestro jefe de Estado. No queremos eso, pues de ser así, no tendremos a Hugo Chávez en palacio, sino al fantasma de Alberto Fujimori vestido de verde olivo.

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miércoles, 12 de octubre de 2011

Los derechos humanos y la política penitenciaria en el Perú







Cuando una persona es internada en un establecimiento penitenciario, ya sea en la condición de sentenciado o procesado, ve restringido el ejercicio de un único derecho fundamental: la libertad ambulatoria. Esto que parece evidente, pues no lo es tanto en una sociedad como la nuestra en las cual el espacio y ambiente en donde transcurren los días de un presidiario, condenan a esta persona a vivir bajo condiciones de habitabilidad verdaderamente inhumanas.

Una sociedad civilizada y democrática debe garantizar el derecho de los reclusos y sentenciados a ocupar establecimientos adecuados. Ello es así pues este es el único camino para concretizar el objetivo que todo régimen penitenciario moderno se traza como meta más importante: lograr la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad. En ese sentido, la mejora paulatina de las condiciones de habitabilidad de un centro de reclusión, no sólo asegura los derechos humanos de los presos; sino también, y esto es algo que quizá se olvida, evita que las cárceles se conviertan en verdaderas escuelas del delito desde las cuales se planean y ejecutan los crímenes más abominables por delincuentes que una vez puestos en libertad vuelven a delinquir con una mayor fiereza, como si buscaran revancha contra esa sociedad y ese Estado que manteniéndolos bajo la sombra los condenó al más absoluto olvido.

El Estado, a través de sus instituciones, tiene el derecho y el deber de procesar y sancionar de manera ejemplar a toda persona que comete un delito. Ello es sí pues el Estado, como organización social y política, debe velar por la seguridad y tranquilidad de su ciudadanía. En tal sentido, cuando el Estado adolece de una política criminal y carcelaria coherente, idónea, capaz de rehabilitar a la persona que delinque y evitar con ello la reincidencia delictiva, está incumpliendo su principal objetivo, colocándose, debido a su incapacidad e indolencia, al margen de su propio orden jurídico, el cual lo obliga a velar por los derechos de sus ciudadanos, inclusive de aquellos que se encuentran recluídos en un penal.

Hemos querido hacer estas reflexiones pues hace algunos días, el mismísimo director del INPE (Instituto Nacional Penitenciario), José Luis Pérez Guadalupe, en una entrevista concedida a un medio local, dio a conocer algunas estadísticas que describen una realidad penitenciaria francamente escalofriante. En opinión de la mencionada autoridad, la problemática carcelaria en el país se ha vuelto casi inmanejable, la falta de presupuesto, apoyo logístico, la ausencia de voluntad política y la corrupción instalada en las instituciones encargadas de dar solución a este problema social, son factores que hacen imposible la consecución de resultados positivos en el corto plazo.

De acuerdo a la información vertida se sabe que en el Perú de hoy existe una sobrepoblación carcelaria de aproximadamente 23000 reclusos. Por ejemplo, el penal de Lurigancho tiene capacidad para 3200, pero hoy alberga a 6000 (hace dos años el número era de 12000). El penal Sarita Colonia tiene capacidad para 572, pero hay 2079. El penal de Huaral tiene una capacidad para 823 internos y hay 2720. El penal de Cañete es para 759 presos pero hoy en día cuenta con 2830 presos. Con estas cifras se puede afirmar que con una sobrepoblación de dicha magnitud es muy difícil rehabilitar al interno, evitando de ese modo, la reiteración de la conducta criminal una vez que haya sido puesto en libertad.

Otro problema vinculado a la sobrepoblación de las cárceles es el desgobierno que se vive en el interior de las mismas en cuanto a la organización y clasificación de los internos. Resulta lógico pensar que en una cárcel no se puede congregar indiscriminadamente a los internos sin ningún criterio de selección. No se puede, y así lo señalan los especialistas, albergar en un mismo pabellón a presos primarios, jóvenes, ladrones o carteristas de poca monta, con delincuentes reincidentes, rankeados en el mundo de lampa, con varios ingresos al penal. Cuando ello ocurre, la posibilidad de recuperar socialmente al delincuente juvenil, al criminal de delitos menores, es casi nula, más cuando por razones de estatus y por la propia dinámica criminal, estos jóvenes son captados por los “taitas” (reclusos que manejan la cárcel) a quienes ven como el modelo a seguir, convirtiendo a un criminal de alto calibre en un verdadero maestro, cuyas lecciones deben ser aprendidas al pie de la letra si se quiere sobrevivir en esta tierra de nadie en la que se ha convertido la cárcel peruana.

En la cárcel, según declara el titular del INPE, la delincuencia replica su organización criminal a vista y paciencia de la propia policía. El principio de autoridad se ha perdido por completo, el Estado es incapaz de establecer las reglas que regularan la convivencia en su interior. Por ejemplo, en Lurigancho la distribución de los penales y clasificación de la población carcelaria replica el modelo criminal del grupo, la cuadra, la banda, y el barrio. En este penal los “árabes” de Villa El Salvador ocupan un pabellón, a los “vikingos”, de La Victoria, les corresponde el pabellón 4, a los de San Martín de Porres se les ha asignado el 6, lo mismo ocurre con el pabellón 10 y el 12, en los cuales se han instalado los criminales de Surquillo y de Ciudad de Dios, respectivamente. Como es de suponer, cuando en una cárcel la autoridad es asumida por los reclusos y no por el Estado, es muy difícil controlar lo que ocurre allí adentro, es muy difícil velar por los derechos humanos de aquellos presos que presentan un ánimo de enmienda verdadero y que si quieren rehabilitarse, y peor aún, es muy difícil desbaratar a las bandas que siguen operando desde sus celdas.

Por eso no debiera sorprender las declaraciones de las autoridades del INPE cuando señala que en lo que va del año se han incautado más de 3000 teléfonos celulares al interior de los penales, los mismos que puestos en manos de estos criminales les permiten coordinar acciones y desatar el terror en las calles. Muestra de todo este desgobierno ha sido lo ocurrido hace algunos días en el penal de Picsi, en Chiclayo, en donde en un pabellón de máxima seguridad se incautaron 54 televisores, 37 DVD Y 30celulares.

A estas estadísticas debemos sumarle la dura situación de ese 60% de población carcelaria que se encuentra privada de su libertad sin sentencia condenatoria. En términos legales podríamos decir que en nuestro país 6 de cada 10 reclusos, sobre los cuales no ha recaído sentencia condenatoria alguna, se ven obligados a compartir sus días con criminales de alta peligrosidad en establecimientos que carecen de las condiciones de habitabilidad mínimas, que vulneran gravemente sus derechos humanos, condenándolos, de manera anticipada, a una vida francamente indigna, todo ello debido a la incapacidad de un Poder Judicial que no juzga, de un Ministerio Público que no investiga, y de una Policía Nacional que atravesando la peor crisis institucional de su historia se suma a esta enfermedad generalizada de nuestro sistema de justicia.

¿Qué hacer frente a este problema? Muchos son los diagnósticos, y muchas más las voces de los especialistas que a lo largo de los años han estudiado el tema. Sin embargo, en esta oportunidad debemos destacar la opinión del director del INPE, la cual compartimos en todos sus extremos, pues lejos del acostumbrado discurso populista y sin sustento técnico, afirma de manera clara que para combatir a la delincuencia, entendida esta como un problema social, no basta con implementar una política criminal basada en el aumento de penas y el recorte de beneficios penitenciarios como si la solución pasara por “mandar a todos a la cárcel”. Proceder de ese modo, es desconocer la realidad del problema, pues a la larga lo único que se logrará es tener a más presos por más tiempo en las cárceles peruanas. Debemos fortalecer la labor de prevención y educación ciudadana, así como también la labor de todos los organismos involucrados en esta problemática. El Estado debe saber brindar una respuesta multisectorial y no basar su accionar en políticas netamente represivas.

Asimismo, es imprescindible redefinir las competencias del INPE y de la Policía Nacional del Perú en cuanto a cuál será la institución encargada de velar externa e internamente por la seguridad y el orden en los penales. En la actualidad contamos con penales a cargo de la Policía, otros en manos del INPE, y otros en los cuales ambas instituciones se reparten funciones. Este proceder es absolutamente incoherente, debemos identificar a la autoridad a cargo de esta labor y otorgarle todo nuestro respaldo.

Lo que debe quedarnos claro es que la única manera de operativizar y apoyar la labor de estas instituciones es mejorando sus presupuestos asignados. El INPE, por ejemplo, para hacer frente a esta sobrepoblación de 23000 reclusos requiere incorporar a 3000 personas a su personal, requiere también la construcción de 2 nuevos penales valorizados en 200 millones cada uno. Ello sin lugar a dudas requiere apoyo presupuestal, como también lo requiere para el caso de las partidas destinadas a mejorar las condiciones de vida de los reclusos, cuyo número este año ascenderá en 6000, pero que contradictoriamente verá un recorte presupuestal de 23 millones de soles para la alimentación y el cuidado de la salud de los mismos y la implementación de un sistema de vigilancia electrónico en los exteriores e interiores de los penales que permitan detectar delitos como los de corrupción de funcionarios, no olvidemos que muchas veces son los mismos funcionarios los que ingresan los celulares, drogas, armas, bebidas alcohólicas y demás objetos prohibidos.

Pero nada de lo antes dicho tendrá un impacto positivo, nada podrá ser llevado a cabo, ninguna propuesta será suficiente, si el gobierno de turno y la sociedad civil no se comprometen con la solución del problema. Debemos entender, de una vez por todas, que invertir en mejorar las condiciones de habitabilidad de las cárceles no es en modo alguno una concesión que hace el Estado con los criminales a los cuales premia con una mejor alimentación, con mejores servicios de salud o alojamiento, invertir en ello, es a la larga velar por nuestra seguridad, combatiendo a las bandas que operan desde las cárceles, ya que apostar por la rehabilitación de los reclusos no es otra cosa que apostar por la reducción del índice de reincidencia criminal.

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