El 5 de abril de 1992 es una fecha que
será recordada por todos los demócratas del Perú como el día en el que Alberto
Fujimori, hoy sentenciado por corrupción y violación de derechos humanos, decidió
atentar contra el orden constitucional de nuestro país, ordenando el cierre del
Parlamento, la reorganización del Poder Judicial, la clausura del Tribunal
Constitucional, y otras medidas que tuvieron como único objetivo garantizar
la impunidad para los actos criminales cometidos por él y sus secuaces.
Luego de una campaña electoral
canallesca, en la cual la izquierda “desunida”, el aprismo mafioso, el
movimiento de un desconocido “ingeniero Fujimori”, ese cuyo lema era “honradez,
tecnología y trabajo”, y el apoyo de algunos medios de comunicación, demolieran
la imagen del candidato del Frente Democrático (FREDEMO), nuestro Nobel, Mario
Vargas Llosa (MVLL), la suerte del Perú estaba echada. Palacio de Gobierno
tenía un nuevo inquilino, uno que se encargaría de probar durante diez largos
años que en el Perú el robo es premiado, el atropello es admirado y el
asesinato es celebrado, sobre todo cuando los sectores de poder y las fuerzas
armadas se colocan del lado del autócrata de turno.
A MVLL no lo demolió el fujimorismo, al
menos no en esa oportunidad. A MVLL se encargó de destruirlo Alan García (AGP)
y su claque política. Recordemos que MVLL había sido el más importante opositor
a las medidas populistas y estatistas del líder aprista. MVLL había
comprometido su palabra, llevaría a cabo una profunda revisión de las cuentas
del Estado, era necesario identificar el sinnúmero de actos de corrupción que
el gobierno del “partido del pueblo” le había heredado al país, junto a la
inflación más grande de la historia y a la violencia terrorista que AGP nunca
supo enfrentar con decisión.
En ese panorama, era claro para qué
candidato se inclinaría el apoyo del gobierno de turno (un apoyo por demás
grosero). Alberto Fujimori (AF) era el candidato de AGP para la segunda vuelta
electoral. Pero el tiro le salió por la culata al “engreído” de Haya de la
Torre. Ni en su más terrible pesadilla pudo alguna vez imaginar que este “don
nadie” a quien colocó a la cabeza del Estado, se convertiría en uno de sus más terribles
persecutores, nunca imaginó que AF, de la mano de su socio, el delincuente Vladimiro
Montesinos, sería el protagonista estelar de una de las etapas más negras de la
historia, la década del oprobio y la vergüenza nacional, como la denominan con
razón los historiadores.
Instalado en Palacio de Gobierno, y a
pesar del apoyo que recibiera por parte de los principales grupos políticos
representados en el Congreso, los mismos que en más de una oportunidad
respaldaron los pedidos de delegación de facultades que provenían del Poder
Ejecutivo, decidió arremeter de manera virulenta contra los partidos políticos,
los órganos del Estado y las instituciones democráticas. En suma, AF y
compañía, esos que luego se convertirían en los dueños del Perú, no querían oposición
de ningún tipo, ni política ni institucional, por eso había que destruir las
bases del Estado de Derecho, de ese Estado que a duras penas se mantenía en pie
en el Perú de los noventa.
AF, su grupo parlamentario y amigos en
la prensa, se encargaron de ir abonando el camino para el autogolpe. “El Parlamento
no funciona”, “los partidos políticos entorpecen la labor del gobierno”, “el
Poder Judicial obstaculiza las reformas”, “el Tribunal de Garantías
Constitucionales se opone a los cambios económicos de Palacio de Gobierno”,
fueron las frases que a diario se leían y escuchaban en los medios de
comunicación. ¿Qué sencillo es para los hombres inescrupulosos mentir? ¿Cuánto
cinismo denotaban esas afirmaciones? ¿Cuán desprevenidos estaban todos los peruanos?
¿Acaso nadie pudo presagiar que lo que se venía no era otra cosa que la
instalación de una cleptocracia asesina?
Lamentablemente así ocurrió. Para
carcajada del dictador, felicidad de un traidor a la patria al que nombró como
asesor, tranquilidad de los sectores conservadores que aman la “mano dura” y
que compraron el país a cambio de varios millones de dólares, el golpe de
Estado había resultado todo un éxito. Los ciudadanos lo habían respaldado,
algunos con su entusiasmo, los más con su silencio cómplice. Así lo revelaron
las encuestas de aquel mes de abril de 1992. Consultados los peruanos sobre si
apoyaban o no la medida tomada por el gobierno del dictador, casi el 80%
respondió que sí, en mi familia, por ejemplo, y a pesar de la vergüenza que eso
supone para mí, solo una persona mostró su tajante rechazo, mi padrino, él fue
el único que expresó abiertamente su rechazo a esta medida. Ahora recuerdo una
frase suya: “las dictaduras son siempre sinónimo de corrupción”. Él no se
equivocó.
Consumado el golpe, la historia fue la
de siempre, militares encargados del orden y la seguridad interna del país, los
tanques a la calle, las autoridades civiles subordinadas a generales
convenientemente nombrados por el dictador y su asesor. En suma, la película se
volvía a repetir, doce años de democracia no habían sido suficientes para hacer
entender a la gente que si hay algo peor que la democracia, esa a la que AF
calificó de débil, torpe e ineficiente, es una dictadura infame, astuta y
efectiva a la hora de quebrar voluntades y violentar derechos.
Poco a poco, y como no podía ser de
otra manera, AF y su gavilla de funcionarios rapaces empezarían a copar todas y
cada una de las instituciones del Estado. Era solo cuestión de tiempo, el
dictador empezaba a construir las bases de su imperio, nadie, ningún hombre o
mujer que se le opusiera saldría bien librado, en poco tiempo, algunos medios,
esos que decidieron no vender su línea editorial o negociarla a cambio de algún
beneficio tributario, empezaron a dar cuenta del abuso, atropello y persecución
que sufrían aquellos que se atrevían a decirle no al autócrata.
Con la oposición desarmada, los medios
de comunicación sometidos al poder del dinero sucio que él autócrata repartía a
manos llenas, los sectores empresariales encantados por el pragmatismo del
sátrapa, las fuerzas armadas “patriotas” sometidas a la voluntad de un
extranjero y de un capitán expulsado de sus filas por traidor, el futuro era
fácil de predecir. El Perú de la década del noventa, a pesar de la pantomima
que significó la convocatoria a elecciones para la instalación del Congreso
Constituyente Democrático y la elaboración de una nueva Constitución (cuya
aprobación fue producto de un fraude), se convirtió en un país éticamente
devastado, un país en el cual la ley y el Estado se pusieron al servicio
de criminales y rufianes de cuello y
corbata que le robaron al Estado las monedas que el gobierno aprista olvidó en
el camino.
El resto es historia conocida, AF fue
reelecto a pesar de haber ordenado la destitución de los magistrados del
Tribunal Constitucional que se opusieron a semejante abuso, delito que fue
justificado por muchísimos periodistas. Al mismo tiempo, los crímenes de la Cantuta
y Barrios Altos quedaban impunes, el “Grupo Colina”, esa banda de militares asesinos
creada por la dictadura era favorecida, sus miembros se hicieron merecedores de
una Ley de Amnistía que los limpió de todo cargo, gracias a una fina cortesía
de Martha Chávez y de todos aquellos que decidieron ponerse de rodillas frente
al régimen, poniéndole precio a su honra y a su dignidad.
Llegó el año 2000 y la maquinaria
fujimontesinista volvió a operar. Diez años no habían sido suficientes para
saquear las arcas del Estado, había que robar más y más, si los que lo
antecedieron no arrasaron con todo, AF no cometería ese error. El dinero de
todos los peruanos fue derrochado, miles de dólares fueron invertidos en esa
campaña, se contrató al publicista Carlos Rafo para el trabajo de marketing
político, y al “Ritmo del Chino”, ese baile pegajoso con el que la dictadura terminó
de idiotizar (incluyendo a Francisco Tudela) a todos a los que compraba con
arroz, lentejas, y mucho clientelismo, la dictadura logró una victoria
fraudulenta, derrotando a un Alejandro Toledo, candidato al que todas las
encuestadoras dieron como virtual ganador. Otra trampa de la mafia.
Pero el final llegó, y la dictadura
cayó como caen todas las tiranías de ese color, cayó porque un cómplice
inconforme filtró un video que ponía al descubierto el nivel de podredumbre al
cual AF nos había empujado como país y como sociedad. Luego de la publicación
del video Kouri-Montesinos, en el cual se apreciaba al asesor presidencial
repartiendo dinero público a cambio de
la lealtad de quienes se habían presentado como opositores al régimen durante
la campaña, la dictadura se desplomó. Cientos de videos y audios vieron la luz,
todo el Perú se enteró de cómo AF había convertido a Palacio de Gobierno en una
letrina y al servicio de inteligencia en un burdel, en donde todos,
absolutamente todos, tenían un precio.
Hoy, veintiún años después, y luego de muchos esfuerzos por
reconstruir los cimientos de nuestro Estado y de nuestra frágil democracia,
podemos decir que si algo positivo nos dejó el fujimorismo de los noventa es la
firme convicción de que si bien la democracia puede ser un sistema de gobierno
imperfecto, la dictadura es un régimen de terror, en donde los valores éticos
son abolidos y las palabras justicia y derecho son borradas del imaginario
colectivo.
Se nos dijo en ese entonces que la
democracia no servía para nada, que lo que el Perú necesitaba era un gobierno
fuerte, con mano de hierro para solucionar los problemas, que las decisiones se
toman con rapidez, sin asambleísmos ni politiquerías que no conducen a nada.
Hoy sabemos que todo eso es falso, que AF no podía decir la verdad, que el
dictador y los pillos que cargaron sus bolsas de dinero eran incapaces de
mirarse al espejo y no sentir temor de sí mismos.
La democracia es política y éticamente
superior a la dictadura por donde se la mire, no sólo por ser la forma de
gobierno que reconoce valores supremos como la libertad, igualdad, tolerancia y
justicia, sino porque es el único sistema que le permite al ciudadano
fiscalizar el ejercicio del poder, evitando que este se ejerza de la manera
criminal como AF lo ejerció, evitando de ese modo el saqueo, el pandillaje y la
violación de derechos y libertades fundamentales. Por eso debemos siempre
defender nuestra democracia, esa que Alberto Fujimori petardeó el 5 de abril de
1992. Nunca lo olvidemos.
Etiquetas: Alberto Fujimori, autogolpe de 1992, dictadura fujimorista, golpe 5 de abril 1992
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