lunes, 18 de febrero de 2013

La doble moral de los católicos






Curiosa es la manera como los hombres nos enfrentamos a la muerte. Más curiosa la forma como los católicos tratan a los que parten a mejor vida. Siempre me pareció una rareza que para los míos todos los muertos fueran “buenos hombres”. Parece que los católicos convierten a la muerte en el precio que las personas deben pagar para que sus pecados cometidos sean perdonados y la gracia de Dios recaiga sobre sus mortales cabezas garantizándoles el paraíso.

No importa que el fallecido haya sido un miserable en vida. No importa si el difunto cometió delitos abominables. No importa si quien ya no está en este mundo fue cómplice silente de asesinos o protector de violadores de niños. Nada de eso importa para la mayoría de católicos. Todos ellos terminarán perdonando la maldad de aquellos que con sus acciones convirtieron en un infierno la vida de otros seres humanos. Nada de eso importa cuando quien ordena ese perdón es el pastor de la Iglesia de Dios en la tierra: el Papa.

Joseph Ratzinger, conocido mundialmente como Benedicto XVI, no ha muerto, pero es como si ya no estuviese entre nosotros, pues tras su renuncia se ha convertido para los católicos, como por arte de magia, en el hombre más perfecto y bueno de este miserable mundo. Qué pena, dicen algunos, tendremos que esperar hasta su muerte para impulsar su beatificación en Roma.

Al parecer, mis amigos católicos, por quienes siento un gran respeto (empezando por mis padres), se han olvidado de que el buen Ratzinger formó parte de las Juventudes Hitlerianas y abrazó con convicción y “fe” la prédica nazi. Esta es una parte de la biografía de Joseph que un gran sector de la prensa mundial prefiere mantener oculta. Como se sabe, una vez elegido Papa, Joseph, con el apoyo de importantes medios de comunicación, inició una campaña destinada a lavar su imagen y justificar este “pequeño” error de juventud.

Lo cierto es que el joven Ratzinger formó parte de los denominados cachorros fascistas, y que jamás (cuando ya era Papa) se lo escuchó disculparse por tan grueso error. Sobre todo teniendo en cuenta que el horror nazi le costó la vida a más de seis millones de judíos.

Está bien, imaginemos que sus delirios fascistas fueron un “error” de juventud como sus defensores lo señalan. Lo que no puede se considerado un error de juventud fue su apoyo decidido (de la mano de Juan Pablo II) a las ideologías ultraconservadoras que terminaron por imponerse en continentes como América Latina gracias a una serie sucesiva de golpes militares orquestados y financiados por los Estados Unidos.

El comunismo, para la lógica católica, avanzaba en nuestro continente promoviendo el ateísmo, en ese escenario era urgente acabar con los gobiernos de izquierda, aunque estos hayan sido elegidos democráticamente por sus pueblos. Aunque eso suponga un baño de sangre y le cueste la vida a miles de argentinos, chilenos, uruguayos, etc. No sorprende pues el que hace unos días la justicia argentina haya determinado la complicidad de la Iglesia Católica en la comisión de delitos contra los derechos humanos cometidos durante la dictadura en ese país en el periodo 1976-1983.

Pero su ideología de juventud, tantas veces negada, le terminaría jugando una mala pasada ya en sus años de madurez. Una vez al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargo que recibió de las manos del propio Karol Wojtyla, usó todo su poder para sacar del camino a los sacerdotes que no estaban alienados hacia la derecha del pensamiento católico. Fue así que inició una campaña de persecución y descrédito contra los curas que por aquellos años difundían la denominada Teología de la Liberación en América Latina, acusando a esta corriente cristiana de subversiva y marxista por ponerse de lado de los movimientos populares que buscaban acabar con la injusticia en el tercer mundo.

Ratzinger, volviendo tras sus propios pasos, nos dio en 2011 otra muestra de su “coherencia personal” al rendir homenaje al cardenal croata Alojzije Stepinac, sacerdote que durante la Segunda guerra Mundial se puso al servicio de la causa nazi. La pregunta que los católicos debieron hacerse en ese momento fue: ¿Cómo no rendirle homenaje a un hombre al cual Karol Wojtyla beatificó sin mayor explicación?

Pero la historia de Ratzinger, como la de su antecesor Juan Pablo II, tiene todavía otros pasajes oscuros que sería bueno recordar. Hace algunos años, se hizo público un informe elaborado por el sacerdote carmelita Anastasio Ballesteros. En este documento se pone en evidencia la responsabilidad directa de Joseph y Karol en el encubrimiento de curas acusados de cientos de violaciones sexuales contra menores de edad.

Uno de los casos más sonados fue el del fundador de los Legionarios, Marcial Maciel, acusado formalmente por algunos ex Legionarios de Cristo en 1998 de violar a niños en México. La denuncia se presentó ante el mismísimo Ratzinger pero esta nunca prosperó pues como muchos especialistas señalan: la Iglesia Católica tiene una política de encubrimiento e impunidad para casos aberrantes como estos en los cuales lo que se busca es comprobar la responsabilidad penal de sacerdotes malvados.

Ahora sabemos, gracias a la investigación realizada por Fernando Gonzáles, que estos casos comenzaron a ser conocidos por el Vaticano desde el año de 1956. Han pasado más de 50 años y la Iglesia Católica no ha hecho mucho por identificar y sancionar a los responsables de estos crímenes.

¿Existió o no durante el papado de Karol Wojtyla y el de Joseph Ratzinger, respectivamente, una política oficial para el tratamiento de las denuncias de pederastia? Sí, esa política existió y se encuentra reflejada formalmente en la directiva “Crimen Sollicitationis”, aprobada por otro “santo” como Juan XXIII en 1962. Esta directiva imponía la obligación de guardar silencio sobre estos abusos sexuales bajo pena de excomunión a todos los sacerdotes que tomaran conocimiento de estas denuncias y las hiciesen públicas.

Cierto es que Ratzinger derogó este documento (cosa que Karol Wojtyla jamás hizo), lo preocupante es que a pesar de sus presentaciones públicas en las cuales condenó estos delitos y pidió perdón a las víctimas, y a la humanidad entera, por los “pecados” cometidos por estos criminales vestidos con sotana, se sabe que esa convicción y vigor no necesariamente eran los mismos al momento de tomar acciones al interior del clero, a pesar de haberlos condenado con mayor firmeza que su antecesor.

Sobre este punto, el semanario “The Observer”, publicó una carta en la cual Benedicto XVI daba instrucciones a todos los obispos para encubrir a los curas acusados de estas prácticas. Cabe apuntar que la veracidad de esta publicación no fue jamás cuestionada por el Papa. En todo caso, no recuerdo a ningún vocero vaticano negando este informe periodístico.

Como uno puede apreciar, numerosos son los cuestionamientos que se le hacen a Ratzinger. Lo mismo podríamos decir del mandato de Karol Wojtyla. Juan Pablo II, amado por muchos, será recordado por otros como un gran protector y encubridor de pedófilos (acá no importa si son curas o no), quien recibió, luego de su muerte, la beatificación de manos de Benedicto XVI. El Papa renunciante, quien durante años se encargó de justificar atrocidades y de guardar silencio cómplice ante crímenes y atropellos cometidos en nombre de la fe, es hoy en día elevado a las alturas y reconocido como ejemplo para la humanidad por los católicos.

¿Pueden los católicos llamar “Santo Padre” a Wojtyla y a Ratzinger sin sentir aunque sea un poquito de remordimiento? ¿Estos son los hombres que conducen los destinos de la Iglesia Católica? Quizá sea cierto eso de que la biblia no es otra cosa que un relato de muerte, enfrentamientos y venganzas. Quizá sea cierto eso de que Dios y sus representantes toleran la muerte de los inocentes, el sufrimiento de los pobres, la impunidad de los criminales, cuando se trata de salvar el honor de la Iglesia Católica. 

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