jueves, 18 de agosto de 2011

Consideraciones para reformar la Constitución de 1993





Es muy difícil aceptar o legitimar con nuestra anuencia o tolerancia, sobre todo para los ciudadanos que aspiran a una sociedad democrática y defienden sus valores, una Constitución impuesta de manera autoritaria o mediante el uso de la fuerza. Resulta muy duro, desde el punto de vista ético y político, reconocer que la Constitución que rige el orden jurídico de nuestro país, como sabemos hoy en día, fue aprobada gracias a las incontables irregularidades e ilegalidades cometidas por quien durante los años 90 concentró en su persona a todos y cada uno de los poderes públicos. Sin embargo, y esa es la realidad objetiva de la ahora actual, somos todos nosotros, los políticos, los partidos y movimientos sociales, los que a partir de nuestra inacción terminamos por darle carta de ciudadanía a una Constitución de origen espurio, reconociendo en los hechos y por la fuerza de la historia, la legitimidad y vigencia de aquello a lo cual algunos distinguidos juristas denominan “el documento de 1993”.




Es preciso explicar con claridad cuál es el concepto básico que todo ciudadano debe tener de Constitución. ¿Qué es una Constitución? Una Constitución refleja el consenso, el acuerdo político y social al cual se llega en una sociedad en torno al conjunto de valores, principios e instituciones que constituirán la base sobre la cual se edificará todo el diseño estatal. Una Constitución refleja por tanto la pluralidad de tendencias y posiciones políticas, visiones del mundo, modos de entender la realidad presentes en una comunidad. Una Constitución es eso y nada más. La promulgación, reforma, derogación o sustitución de una Constitución por otra no es, como algunos suelen afirmar, la fórmula mágica que dará solución a todos los problemas de la nación, una Constitución no es la piedra filosofal capaz en sí misma de garantizar la felicidad y el desarrollo para todos los ciudadanos.




Por tanto, resulta un serio error el afirmar que el diseño constitucional que un Estado refleje en su Constitución será el factor determinante para el crecimiento o el desastre económico de un país. Así como también, resulta equivocado el afirmar que la Constitución sea el arma determinante para hacer frente a problemas sociales como la mejora de los servicios de salud, de educación, la seguridad ciudadana, la lucha contra el narcotráfico o la implementación de políticas de desarrollo a largo plazo. Digo todo ello pues quienes defienden a la Constitución de 1993, y al mismo tiempo quienes se oponen y apuestan por su derogación, asumen que el texto de la misma fue el que hizo posible la reactivación económica durante los años 90, en el primer caso, y a su vez, que la derogación o sustitución del mismo permitirá desarrollar políticas de inclusión social mucho más efectivas capaces de sacar a un número mucho mayor de peruanos del círculo de pobreza. Decir ello en ambos casos resulta una falacia. No se puede afirmar seriamente todo ello teniendo en el mundo experiencias de países que niegan esta tesis tan difundida por los políticos en estos tiempos. Como bien afirman los especialistas, en el mundo podemos encontrar países que cuentan con constituciones bastante estatistas, controlistas y rígidas en términos de libertades económicas que sin embargo han experimentado un crecimiento extraordinario. Como bien apunta Levitsky, la China comunista empezó a crecer en los años 80, a pesar de que la Constitución prohibía las actividades capitalistas hasta 1993 y carecía de garantías a la propiedad privada hasta 2004. Lo mismo ha ocurrido con la India, país que crece a pesar de una Constitución que se declara socialista.




Ello es así ya que el éxito económico y el desarrollo integral de un país no dependen exclusivamente del modelo constitucional que se adopte, el despegue, el repunte, el “milagro económico” está directamente vinculado al desempeño político de los gobernantes, la seriedad y responsabilidad de sus políticas, la racionalidad de sus medidas, y sin lugar a dudas, la fortaleza de sus instituciones, las cuales están llamadas a frenar o limitar cualquier decisión que ponga en peligro la vida política, jurídica o económica de la población.




¿Cómo institucionalizamos un país? La receta parece ser una sola, en primer lugar, debemos fortalecer las instituciones vigentes, y en segundo término, reformar o hacer los ajustes necesarios a las mismas respetando el orden jurídico establecido. Lo que los peruanos debemos entender es que la Constitución, siendo la norma jurídica fundamental en el sistema legal de un país, debe perseguir siempre una vocación de permanencia que le permita incorporarse en la conciencia de la población, formando parte de su quehacer diario, para lograr ser concebida como un mandato obligatorio y de ineludible cumplimiento para todos y cada uno de nosotros. El Perú no puede perpetuar esa perniciosa costumbre de ir cambiando de constituciones cada 15 años, ese es el promedio de vida de una Constitución en nuestro país, para que la Constitución sea capaz de regir con autenticidad la vida de una nación requiere de un tiempo prudencial para enraizarse en el imaginario colectivo. Como diría el maestro Manuel Vicente Villarán: “En el Perú nos la hemos pasado haciendo y deshaciendo constituciones, lo que no hemos desarrollado es un sentimiento de apego y respeto por las figuras constitucionales y por el orden democrático”. En otras palabras, el Perú adolece de una falta histórica de apego constitucional, eso que los franceses denominan “sentimiento constitucional”. Esto es muy importante ya que solo en aquellos países en los cuales este sentimiento se desarrolla fielmente es posible consolidar instituciones que sean capaces no solo de crear las condiciones para el crecimiento económico sino también garantizar el ejercicio de las libertades políticas y los derechos ciudadanos ante cualquier atropello gubernamental o social.




Una Constitución según los estudiosos debe también ser capaz de albergar en su seno a la pluralidad de opciones y posiciones ideológico-político-económicas presentes en una comunidad. Algunos dicen que casualmente ese requisito no se cumple en el caso de la Constitución de 1993, ya que la misma recoge una única visión económica, para ser más específicos, acusan o tildan al texto de “neoliberal”. Aún cuando ello fuese cierto, los impulsores del cambio de modelo económico constitucional deberían ser honestos y señalar que en término práctico ese mismo modelo no impide que el Estado, o el gobierno de turno, pongan en práctica un proyecto económico inclusivo o una política basada en el principio de justicia social. La eficiencia en la gestión de los recursos, la mejora en la calidad de los servicios de educación, salud, seguridad, justicia, infraestructura, no depende, como ya hemos advertido, del modelo constitucional diseñado, sino más bien de las decisiones y estrategias gubernamentales destinadas a combatir la pobreza y redistribuir el beneficio social. Digo todo ello ya que si revisamos con objetividad el capítulo económico de la Constitución vigente no encontraremos ninguna claúsula que le impida al Estado redistribuir de manera más eficiente y más eficaz la riqueza generada.



En ese sentido, considero erróneo y poco recomendable insistir en la restitución absoluta de la Constitución de 1979 o el cambio total de la Constitución de 1993 a través del llamado a una Asamblea Constituyente. Eso no quiere decir que no sea posible tomar como referencia inspiradora los valores de libertad, de justicia social y equilibrio entre poderes presentes en el texto de 1979. Soy de los que creen que una Constitución debe contar con un sustento ético que le otorgue coherencia a su texto y que la justifique frente a todos los actores políticos de la sociedad que pretende regir. Sin embargo, las reformas totales, la promulgación de una nueva Constitución deben darse siempre en un clima en el cual la mayoría de la ciudadanía apueste por un modelo de cambio radical capaz de revertir una situación de anormalidad constitucional. Es decir, el momento propicio para la creación de un nuevo texto es aquel en el cual se decide crear un Estado, transformar la forma de gobierno de uno ya existente, o recuperar la regularidad constitucional perdida por la interrupción abrupta de un gobierno de facto. Esos supuestos no se verifican en este momento en el país, para ser más puntuales, el Perú, perdió esa oportunidad a inicios del siglo XXI, momento en el cual recuperada la democracia luego de 10 años de dictadura fujimorista, la ciudadanía, en muchísima mayor medida que hoy en día, apostaba por un cambio absoluto de Constitución. Cuando el proceso constituyente no cuenta con ese apoyo, y a pesar de ello, es llevado a cabo, son mayores los peligros que este trae consigo que el posible y siempre incierto beneficio que la medida pueda generar.




Debemos considerar con mesura y responsabilidad cuál sería el impacto político que un cambio absoluto de Constitución a través de un proceso constituyente podría traer para nuestro país. El clima de inestabilidad, de confrontación, de incertidumbre que un proceso de este tipo trae consigo puede ocasionar un vacío de poder y un ambiente de polarización extremo capaz de frenar el crecimiento obstaculizando la implementación de programas pensados justamente para favorecer a la población más humilde del país. Esto último es muy importante teniendo en cuenta la crisis económica internacional por la cual atraviesa el mundo. Es importante generar confianza y seguridad en los agentes económicos, garantizando seguridad jurídica y reglas de juego claras que conviertan al Perú en un lugar atractivo para las grandes inversiones.




Defender la vigencia de la Constitución de 1993, no supone la imposibilidad de reformarla, de hacer los ajustes correspondientes y necesarios. Apostar por el fortalecimiento de las instituciones consagradas en este texto, no es sinónimo de complacencia o de olvido en torno al origen de la misma. Creo necesario discutir abierta y responsablemente la conveniencia de llevar adelante reformas paulatinas, progresivas de algunas cláusulas y capítulos que van más allá del campo únicamente económico. En realidad, creo que la reforma del capítulo económico, en especial del artículo 60°, es la menos urgente. Creo que el fortalecimiento de nuestras instituciones pasa por ajustar o redefinir figuras vinculadas al sistema institucional político de nuestro Estado. En ese sentido, deberíamos aprovechar este momento para poner sobre la mesa de debate temas como el retorno a la bicameralidad, la implantación del voto facultativo, el diseño de nuestro régimen presidencial, el fortalecimiento del sistema de partidos a través de la eliminación del voto preferencial o la sanción del transfuguismo, la mejora de nuestro sistema electoral o la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción cometidos por funcionarios público, entre otros. Pero todo ello debemos llevarlo a cabo respetando los mecanismos de reforma constitucional consagrados en el artículo 206° de la Constitución de 1993 vigente con la finalidad de no generar una crisis política innecesaria debido a la falaz idea que algunos pretenden tornar popular entre los ciudadanos a partir de la cual el cambio de Constitución o la vuelta a la Constitución de 1979 son el único camino para alcanzar el desarrollo y la inclusión social que todos los peruanos anhelamos.




Finalmente, es preciso señalar que cualquier proceso de reforma debe realizarse en un clima de absoluta libertad, desde el Estado, desde el gobierno se debe fomentar la participación deliberativa de las agrupaciones o movimientos políticos de nuestra patria, se debe poder escuchar a todos, y no solo a aquellos representados en el Congreso, el debate de reforma debe ser un debate ciudadano conducido por las autoridades y por la clase política, y para ello resulta fundamental la cobertura que los medios de comunicación hagan del mismo, poniendo en manos de la ciudadanía la información necesaria que haga posible la formación de opinión pública. Solo de ese modo podremos superar y dejar en el pasado el origen ilegítimo, antidemocrático y hasta ilegal que hizo posible la promulgación de la carta que hoy nos rige.

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