martes, 10 de julio de 2012

Señor presidente: los peruanos no elegimos sacerdotes



Quién lo diría. En épocas en las cuales las sociedades exigen la laicidad del Estado, y con ello, el divorcio definitivo entre política y religión, en el Perú marchamos hacia atrás, y retomamos la vieja tradición de depositar nuestro futuro en lo que puedan decir y hacer un par de curas. El nombramiento de los religiosos católicos Gastón Garatea y Miguel Cabrejos como mediadores en el caso Conga así lo demuestra.


Nadie puede desconocer las virtudes personales de ambos sacerdotes. Ambos han demostrado a lo largo de su vida un compromiso honesto y sincero con su causa. Más allá de las posiciones ideológicas de uno y otro, la mayoría de peruanos tiene una percepción positiva con relación a la figura de ambos. Sin embargo, lo preocupante en este caso es que el Gobierno haya tenido que recurrir a la “pureza espiritual” de dos miembros de la Iglesia Católica para poner fin a un problema que es eminentemente político.


Para mí el Gobierno y los partidos políticos han sido absolutamente incapaces de procesar las demandas de un importante sector del país que se opone, con razón o no, a la implementación de proyectos extractivos de gran magnitud. No solo eso, el llamado de estas dos personalidades vuelve a evidenciar algo que en el Perú sabemos hace mucho tiempo: los peruanos no creen en la autoridad. Todos desconfían del sistema político. La mayoría rechaza a las autoridades, incluso, a las democráticamente elegidas.


¿Por qué no se nombró como mediador al Defensor del Pueblo? ¿Por qué no se nombró como mediador a un político o a un exparlamentario? La respuesta es muy sencilla. En nuestro país todo aquel que represente a la autoridad formal carece de legitimidad frente a la población, sobre todo frente a aquellos sectores históricamente excluidos. Ocurre ahora en Cajamarca, la misma situación se presentó en Espinar, y estoy seguro se volverá a repetir en próximos escenarios de conflicto.


Me pregunta un grupo de exalumnos la razón por la cual en el Perú la gente no cree en las instituciones y tampoco en la aplicación justa de la ley. No sé si tenga todas las respuestas para tamaña interrogante, pero estoy seguro que en países como el nuestro en donde el Estado no tiene presencia en más del 30% del territorio nacional es muy difícil que la población desarrolle un sentimiento de identificación con el sistema político establecido.


Con respecto a la segunda interrogante, queda claro que en el Perú la ley y su aplicación no es igual para todos: las leyes son aprobadas sin el concurso y participación de los sectores involucrados, los padres de la patria rechazan el debate y prefieren las votaciones a puertas cerradas, el Gobierno promulga normas entre gallos y medianoche a sabiendas de que el Parlamento no cumplirá su labor de control legislativo y no se interpondrá en su camino. 


El resultado de todo ello es una legislación que no toma en cuenta los intereses de la población y que los invisibiliza y proscribe sin lugar a reclamos. Dicho de otro modo, en el Perú no interesa si la ciudadanía se siente identificada con la legislación que se aprueba; pues al fin del día, esta deberá ser acatada por la fuerza, con el enorme costo social que ello significa. Y si nada de eso funciona, estado de emergencia, por un lado; o toma de carreteras y huelgas por el otro.


A ello debemos sumarle el hecho de que muchas veces el Estado utiliza al marco normativo como instrumento de presión contra aquellos sectores que con justicia deciden protestar contra decisiones que a su juicio resultan injustas. Muy por el contrario, ese mismo Estado, que al parecer desea tener la sartén por el mango para someter a todos los ciudadanos al “imperio de la ley”, es timorato, cínico y hasta cobarde, para sancionar a los que históricamente se han considerado “los dueños del Perú”. ¿En cuántos “vladivideos” apareció Dionisio Romero, dueño del Banco de Crédito del Perú? En varios no es cierto. ¿Y qué pasó con él, se lo investigó? No. ¿Saben por qué? Muy simple. El señor es “Dionisio Romero”, no es Juan Quispe, Julia Mamani o Gregorio Arpasi.


Son este tipo de taras históricas no resueltas las que van generando en la población sentimientos de rechazo, miedo y desconfianza hacia la clase política. Los parlamentarios, jueces o jefes de Estado, que deberían ser los primeros en tratar de solucionar los problemas de la población sobre la base de criterios de justicia e imparcialidad, deciden hacer todo lo contrario. Colocan sus cargos al servicio de intereses particulares, se subastan o alquilan al mejor pagador. Coquetean y se prostituyen ante el poder económico y político. Y después de todo ello, se atreven a llamar extremistas a quienes todavía no han perdido la capacidad de indignarse. Díganme si no estamos en el reino de la sinrazón y el absurdo. El ladrón de bancos levantando el dedo acusador contra “los ladrones de manzanas”.


Pero retomando el tema, ¿qué ocurrirá si los conflictos sociales se agudizan? ¿Qué pasará si Conga se repite en Huánuco o Huancayo, si el ejemplo de Espinar se exporta a otras regiones, si Bagua se convierte en ejemplo histórico y la Amazonía decide levantar la voz? ¿Volveremos a nombrar como negociadores a los mismos sacerdotes? ¿Convocaremos a pastores cristianos, adventistas o mormones y les pediremos que instalen mesas de diálogo? Si ello es así, entonces mejor desaparezcamos al Estado, abroguemos la política, cerremos el Parlamento, y debatamos vía Twitter o Facebook esperando que la sabiduría divina haga entrar en razón a los radicales (de derecha e izquierda) para luego celebrar una misa y decir amén.


Esta salida no es otra cosa que cortoplacismo puro. El Gobierno se ha quedado sin oxígeno y ha perdido perspectiva. El nombramiento de ambos sacerdotes, hasta me pregunto por qué no convocaron al “santísimo” Juan Luis Ciprirani, debiera servir para bajarle el tono al debate, hacer que el nivel de violencia descienda, mientras el Gobierno nombra a nuevos ministros, redefine la estrategia e inicia una nueva etapa en la cual demuestre que está dispuesto a escuchar a todos los actores del conflicto. Dicho de manera más sencilla, el Gobierno debe asumir la tarea de representar y tratar de componer de manera armónica los intereses diversos, muchas veces contrapuestos, que presenta el capital, la población y el Estado. Para ello, el Presidente Ollanta Humala debe asumir su rol, dirigir la política nacional, y no caer en el mutismo de los últimos tiempos. Cuando ello ocurre, es decir, cuando un Presidente decide “no hacer política”, y espera que otros la hagan por él, se abre un espacio para que el discurso de los radicales y extremistas gane mayores adeptos. 


Recuerde, señor Ollanta Humala, que los peruanos elegimos a un Presidente de la República, que nuestra fe la llevamos por dentro, y que así como usted no debe meter sus narices en los asuntos del más allá, el Estado no puede pedirle a los sacerdotes que asuman las tareas que en principio son obligación de los políticos. Si usted no puede o no se siente capaz de hacerlo, y está imposibilitado de ejercer el cargo para el cual libremente postuló, avísenos para encomendarnos ante el de arriba (los que no creemos estamos jodidos) y pedirle que nos salve del desastre.

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1 comentarios:

A las 11 de julio de 2012, 9:07 , Blogger Cecilia ha dicho...

Perfecto!

 

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