Quién
lo diría. En épocas en las cuales las sociedades exigen la laicidad del Estado,
y con ello, el divorcio definitivo entre política y religión, en el Perú
marchamos hacia atrás, y retomamos la vieja tradición de depositar nuestro
futuro en lo que puedan decir y hacer un par de curas. El nombramiento de los
religiosos católicos Gastón Garatea y Miguel Cabrejos como mediadores en el
caso Conga así lo demuestra.
Nadie
puede desconocer las virtudes personales de ambos sacerdotes. Ambos han
demostrado a lo largo de su vida un compromiso honesto y sincero con su causa.
Más allá de las posiciones ideológicas de uno y otro, la mayoría de peruanos tiene
una percepción positiva con relación a la figura de ambos. Sin embargo, lo
preocupante en este caso es que el Gobierno haya tenido que recurrir a la
“pureza espiritual” de dos miembros de la Iglesia Católica para poner fin a un
problema que es eminentemente político.
Para
mí el Gobierno y los partidos políticos han sido absolutamente incapaces de
procesar las demandas de un importante sector del país que se opone, con razón
o no, a la implementación de proyectos extractivos de gran magnitud. No solo
eso, el llamado de estas dos personalidades vuelve a evidenciar algo que en el
Perú sabemos hace mucho tiempo: los peruanos no creen en la autoridad. Todos
desconfían del sistema político. La mayoría rechaza a las autoridades, incluso,
a las democráticamente elegidas.
¿Por
qué no se nombró como mediador al Defensor del Pueblo? ¿Por qué no se nombró
como mediador a un político o a un exparlamentario? La respuesta es muy
sencilla. En nuestro país todo aquel que represente a la autoridad formal
carece de legitimidad frente a la población, sobre todo frente a aquellos
sectores históricamente excluidos. Ocurre ahora en Cajamarca, la misma
situación se presentó en Espinar, y estoy seguro se volverá a repetir en
próximos escenarios de conflicto.
Me
pregunta un grupo de exalumnos la razón por la cual en el Perú la gente no cree
en las instituciones y tampoco en la aplicación justa de la ley. No sé si tenga
todas las respuestas para tamaña interrogante, pero estoy seguro que en países
como el nuestro en donde el Estado no tiene presencia en más del 30% del
territorio nacional es muy difícil que la población desarrolle un sentimiento
de identificación con el sistema político establecido.
Con
respecto a la segunda interrogante, queda claro que en el Perú la ley y su
aplicación no es igual para todos: las leyes son aprobadas sin el concurso y participación
de los sectores involucrados, los padres de la patria rechazan el debate y
prefieren las votaciones a puertas cerradas, el Gobierno promulga normas entre
gallos y medianoche a sabiendas de que el Parlamento no cumplirá su labor de
control legislativo y no se interpondrá en su camino.
El
resultado de todo ello es una legislación que no toma en cuenta los intereses
de la población y que los invisibiliza y proscribe sin lugar a reclamos. Dicho
de otro modo, en el Perú no interesa si la ciudadanía se siente identificada
con la legislación que se aprueba; pues al fin del día, esta deberá ser acatada
por la fuerza, con el enorme costo social que ello significa. Y si nada de eso
funciona, estado de emergencia, por un lado; o toma de carreteras y huelgas por
el otro.
A
ello debemos sumarle el hecho de que muchas veces el Estado utiliza al marco
normativo como instrumento de presión contra aquellos sectores que con justicia
deciden protestar contra decisiones que a su juicio resultan injustas. Muy por
el contrario, ese mismo Estado, que al parecer desea tener la sartén por el
mango para someter a todos los ciudadanos al “imperio de la ley”, es timorato,
cínico y hasta cobarde, para sancionar a los que históricamente se han
considerado “los dueños del Perú”. ¿En cuántos “vladivideos” apareció Dionisio Romero, dueño del Banco de Crédito
del Perú? En varios no es cierto. ¿Y qué pasó con él, se lo investigó? No.
¿Saben por qué? Muy simple. El señor es “Dionisio Romero”, no es Juan Quispe,
Julia Mamani o Gregorio Arpasi.
Son
este tipo de taras históricas no resueltas las que van generando en la
población sentimientos de rechazo, miedo y desconfianza hacia la clase
política. Los parlamentarios, jueces o jefes de Estado, que deberían ser los
primeros en tratar de solucionar los problemas de la población sobre la base de
criterios de justicia e imparcialidad, deciden hacer todo lo contrario. Colocan
sus cargos al servicio de intereses particulares, se subastan o alquilan al
mejor pagador. Coquetean y se prostituyen ante el poder económico y político. Y
después de todo ello, se atreven a llamar extremistas a quienes todavía no han
perdido la capacidad de indignarse. Díganme si no estamos en el reino de la
sinrazón y el absurdo. El ladrón de bancos levantando el dedo acusador contra
“los ladrones de manzanas”.
Pero
retomando el tema, ¿qué ocurrirá si los conflictos sociales se agudizan? ¿Qué
pasará si Conga se repite en Huánuco o Huancayo, si el ejemplo de Espinar se exporta
a otras regiones, si Bagua se convierte en ejemplo histórico y la Amazonía
decide levantar la voz? ¿Volveremos a nombrar como negociadores a los mismos sacerdotes?
¿Convocaremos a pastores cristianos, adventistas o mormones y les pediremos que
instalen mesas de diálogo? Si ello es así, entonces mejor desaparezcamos al
Estado, abroguemos la política, cerremos el Parlamento, y debatamos vía Twitter o
Facebook esperando que la sabiduría divina haga entrar en razón a los radicales
(de derecha e izquierda) para luego celebrar una misa y decir amén.
Esta
salida no es otra cosa que cortoplacismo puro. El Gobierno se ha quedado sin
oxígeno y ha perdido perspectiva. El nombramiento de ambos sacerdotes, hasta me
pregunto por qué no convocaron al “santísimo” Juan Luis Ciprirani, debiera
servir para bajarle el tono al debate, hacer que el nivel de violencia
descienda, mientras el Gobierno nombra a nuevos ministros, redefine la
estrategia e inicia una nueva etapa en la cual demuestre que está dispuesto a
escuchar a todos los actores del conflicto. Dicho de manera más sencilla, el
Gobierno debe asumir la tarea de representar y tratar de componer de manera
armónica los intereses diversos, muchas veces contrapuestos, que presenta el
capital, la población y el Estado. Para ello, el Presidente Ollanta Humala debe
asumir su rol, dirigir la política nacional, y no caer en el mutismo de los
últimos tiempos. Cuando ello ocurre, es decir, cuando un Presidente decide “no
hacer política”, y espera que otros la hagan por él, se abre un espacio para
que el discurso de los radicales y extremistas gane mayores adeptos.
Recuerde,
señor Ollanta Humala, que los peruanos elegimos a un Presidente de la
República, que nuestra fe la llevamos por dentro, y que así como usted no debe
meter sus narices en los asuntos del más allá, el Estado no puede pedirle a los
sacerdotes que asuman las tareas que en principio son obligación de los
políticos. Si usted no puede o no se siente capaz de hacerlo, y está
imposibilitado de ejercer el cargo para el cual
libremente postuló, avísenos para encomendarnos ante el de arriba (los que no
creemos estamos jodidos) y pedirle que nos salve del desastre. Etiquetas: cajamarca, CASO CONGA, conflictos sociales, conga, gaston garatea, miguel cabrejos, Ollanta Humala, proyecto minero Conga, Yanacocha
1 comentarios:
Perfecto!
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio