martes, 12 de junio de 2012

¿Cometió Gregorio Santos el delito de rebelión o apología?




No, mil veces no. Cualquier estudiante de los primeros años de la carrera de Derecho sabe eso. Jurídicamente hablando, Gregorio Santos no ha cometido ningún delito al recordarle a la población la experiencia ocurrida en otros países con presidentes que llegados al poder olvidan las promesas electorales que hicieran durante la campaña. 


Lo que sí queda claro es que el Gobierno pretende poner a este señor contra las cuerdas recurriendo a la acusación fiscal y a la persecución penal. Nada más tonto. Nada más estúpido. Con esta actitud el Gobierno de Ollanta Humala solo logra una cosa: convertir a Gregorio Santos en un perseguido político, victimizarlo, erigirlo como un mártir de la causa ambientalista, en un protector de causas nobles, un verdadero luchador social. Nada más alejado de la realidad. Ollanta torpemente le hace publicidad al “candidato presidencial” Gregorio Santos.


Si el asunto es tan evidente, si las razones que se esgrimen para justificar dichas imputaciones se caen a pedazos, debemos preguntarnos un par de cosas: ¿El Fiscal de la Nación culminó sus estudios de Derecho? ¿Si los terminó, entonces por qué actúa de una manera tan absurda avalando tamaño atropello? Presión política, diría yo. Esa es la única explicación para semejante torpeza. Con este caso, la presión que ejerce el Gobierno sobre los diversos poderes del Estado con el ánimo de sacar del camino a los opositores se hace cada vez más visible. Y pensar que durante la campaña electoral un 20% de electores le dimos nuestro respaldo al actual presidente para que prácticas fujimontesinistas como la que ahora comentamos no se volviesen a repetir en nuestro país.


Brevemente explicaré por qué la conducta de Gregorio Santos, recordando la experiencia comparada de Ecuador y Bolivia, países en los cuales los jefes de Estado fueron obligados a dimitir por la presión social ante el incumplimiento de sus ofertas electorales, no puede ser tipificada como delito de rebelión o de apología.


¿Por qué Gregorio Santos no es un rebelde? 


El artículo 346 del Código Penal señala que comete delito de rebelión quien se alza en armas para variar la forma de Gobierno, deponer al Gobierno legalmente constituido o suprimir o modificar el régimen constitucional. Si ello es así, y recordemos que en materia penal la conducta delictiva debe calzar de manera indubitable en la descripción hecha en el código de la materia, cualquier ciudadano podría preguntarse y responderse al mismo tiempo lo siguiente: ¿Gregorio Santos se ha alzado en armas contra el Gobierno de Ollanta Humala? No. ¿Entonces, ha cometido delito de rebelión? No. Un burro con las orejas más largas en el Perú respondería con éxito ambas interrogantes. Por eso mi sorpresa al escuchar las declaraciones del Fiscal de la Nación afirmando que el señor Santos ha cometido delito de rebelión. Pero también me sorprende, o mejor dicho me escandaliza, el cinismo de algunos periodistas al celebrar estas declaraciones como verdaderos actos de valentía y arrojo patrio. Ojalá los señores Aldo Mariátegui y Cecilia Valenzuela se compren un Código Penal, su lectura les evitaría el ridículo público.


¿Por qué Gregorio Santos no es un apologista?


El artículo 316 del Código citado señala que comete delito de apología quien públicamente hace apología de un delito o de la persona que haya sido condenada como su autor o partícipe. Si ello es así, cabría preguntarnos lo siguiente ¿Las caídas de presidentes como Jamil Mahuad, Abdalá Bucarán, o Lucio Gutiérrez en Ecuador, y la de Gonzalo Sánchez de Losada en Bolivia, motivadas por la presión de la calle, pueden ser consideradas delito? No. ¿En estos países existen condenas contra aquellos que encabezaron la protesta u organizaron a la gente movilizándola y volcándola a la calle como respuesta política ante el Gobierno de turno? No. ¿En esos países luego de los acontecimientos se emitieron amnistías y perdones generalizados para quienes promovieron y avalaron la salida de estos gobiernos? Sí. 


Si los dos supuestos básicos para la configuración del delito de apología no se cumplen entonces: ¿Por qué algunos medios de comunicación, directores de diarios, ministros de Estado o autoridades jurisdiccionales mienten con tal descaro? Muy simple. Porque es más sencillo y cómodo instrumentalizar al Ministerio Público, doblegar al Poder Judicial, orquestar la persecución legal contra un opositor como Santos que atreverse a enfrentarlo y vencerlo en la arena política e ideológica.


La experiencia vivida en el Ecuador y Bolivia dan cuenta de una situación política límite en la cual el presidente elegido fue perdiendo con el transcurrir de su Gobierno el apoyo y la base social que le dio su respaldo durante la época electoral bajo la premisa de que una vez en el poder iniciaría un periodo de cambio y transformación social en favor de los sectores más deprimidos. La traición, la mentira y el doble discurso de estos presidentes generó niveles de descontento y desconfianza extremos, los cuales fueron capitalizados por los sectores más radicales, quienes organizando a la población, tomando las calles y paralizando las actividades en sus países, lograron finalmente la caída de sus gobernantes.


¿Las expresiones de Gregorio Santos son parte del ejercicio de su derecho a la libertad de expresión?


Yo diría que sí. Ciertamente no son frases felices. Hasta podría señalar que se trata de una alocución desafortunada, que lo pinta de cuerpo entero como un radical o extremista. Pero de allí a querer, con el apoyo del Fiscal de la Nación y seguramente de algunos jueces blandengues, encausarlo, acusarlo, procesarlo y sentenciarlo por estos delitos existe una gran distancia. El señor Santos, incluso si hubiese pedido la caída  del gobierno de Ollanta Humala, su vacancia, cese, despido o término anticipado, no habría hecho otra cosa que repetir el ejemplo de Alejandro Toledo, Alan García o el mismísimo actual presidente, quienes como recordarán, en más de una oportunidad exigieron públicamente la salida del jefe de Estado de ese entonces. O es que Humala sufre de Alzheimer y no recuerda las repetidas veces en las cuales públicamente pidió la salida de García de Palacio de Gobierno, tildándolo de inmoral, incapaz o corrupto. O es que acaso Ollanta Humala no recuerda que quien sí se levantó en armas cometiendo una serie de delitos fue su hermanito Antauro, sentenciado hoy en día por el asesinato de cuatro policías.


El presidente Ollanta Humala, su Gobierno y las autoridades competentes tienen el derecho y la obligación de preservar la tranquilidad pública, el orden y la seguridad de todos los ciudadanos. Para ello cuentan con el respaldo de la legislación vigente. Nadie puede negar el deber del Estado de hacer cumplir el marco normativo vigente, sancionando ejemplarmente a quienes cometen delitos como el atentado contra la propiedad pública y privada, la quema de locales públicos, la toma de carreteras o el secuestro de personas. Lo que no puede hacer un Gobierno, al menos no uno que pretenda ser visto como democrático, es manipular el orden jurídico, quebrar la voluntad de las autoridades y someter a las instituciones de justicia con el objetivo de arremeter contra todo aquel que se atreve a presentar un discurso político contrario al oficial o disímil al que postulan los señores de la prensa o los representantes de los grandes grupos de poder. Algo que, en mi opinión, el Gobierno de Humala ha empezado hacer en los casos del Presidente Regional de Cajamarca y del alcalde de Espinar.


En una democracia, señor Presidente, las ideas y los planteamientos se exponen y se someten a consideración de la opinión pública con el objetivo de ser legitimados socialmente. En una democracia los ciudadanos y las autoridades son libres de exponer sus ideas haciendo uso de la retórica propia de la dinámica política. El señor Santos puede gritar, vociferar y patalear cuantas veces quiera, está en su derecho. Seremos los ciudadanos los que, desde nuestra subjetividad, definamos si respaldamos o no sus posiciones intolerantes y extremas. Por mi parte, y en eso soy inflexible, apoyaré la continuación de su gobierno hasta julio del año 2016, pues la sola idea de una interrupción constitucional me aterra y espanta, porque el deber de un demócrata es respetar el mandato soberano de las urnas. Pero le recuerdo que el deber de un político, y sobre todo de un Jefe de Estado, es guardar consecuencia entre lo que se dice y se hace, entre lo que se ofrece como candidato y lo que se defiende como Presidente.


El Gobierno no puede combatir las ideas con citaciones fiscales, denuncias policiales, estados de emergencia, ni policías y militares en las calles. Las ideas se rebaten con ideas, lo contrario es muestra evidente de debilidad e incapacidad política. Esperemos por el bien de nuestro país y por la tranquilidad de la población, sobre todo de la más vulnerable, de aquella que pretende ser invisibilizada, y a la cual la prensa capitalina se esfuerza en calificar de ignorante y primitiva, que la razón se imponga, que el señor Presidente recuerde que más del 50% de peruanos le dijimos “no” a las prácticas dictatoriales del fujimorismo en las últimas elecciones, y que por esa razón puede hoy llamarse Presidente del Perú. Esperemos que la inteligencia venza al miedo, y que la astucia política y el manejo de Estado sean capaces de reemplazar a la persecución fiscal y penal contra los opositores.

 
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