La historia nos ha enseñado a los latinoamericanos a
reconocer cuándo estamos frente a una dictadura. Aun cuando algunos
(derechistas e izquierdistas) se esfuercen en llamar democracia a un gobierno
autoritario, siempre que se trate de uno puesto al servicio de sus intereses
particulares, los académicos, los políticos y, por qué no decirlo, también los
ciudadanos sabemos diferenciar a una democracia de una dictadura.
De manera sencilla podríamos decir que la democracia
es ante todo un Estado de derecho en el cual el Poder Ejecutivo no invade todo
el poder institucional. Así lo señaló de manera admirable el artículo XVI de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Toda sociedad
en la cual la garantía de los derechos no es asegurada ni determinada la
separación de poderes, carece de Constitución”.
Por lo tanto, afirma Alain Rouquié, un Estado en el
cual el Parlamento no es más que una cámara de registro, la justicia es puesta
al servicio del gobierno y ninguna institución está en condiciones de hacer
contrapeso a las decisiones del Ejecutivo no es una democracia. Yo agregaría
una característica más: todo Estado en el cual el gobierno persigue impunemente
a los opositores, violando sistemáticamente sus derechos y libertades, y además,
manipula las reglas electorales, negándoles a los ciudadanos el derecho a un
proceso electoral justo no es una democracia.
Dicho todo ello, y aun cuando en Venezuela y en el resto
de Latinoamérica (incluyendo al Perú) algunos insistan en llamar democracia al
gobierno de Nicolás Maduro, a mí me queda claro que lo que en Venezuela se vive
ahora no es otra cosa que una dictadura pura y dura, igual a la que padeció
nuestro país durante los diez años del gobierno de Alberto Fujimori, hoy
sentenciado por delitos de corrupción y violación de derechos humanos.
El Autoritarismo
Competitivo venezolano
Hace algunos años, la academia inició un interesantísimo
debate en torno a la siguiente pregunta: ¿Es Venezuela una democracia o una
dictadura? Muchos politólogos se ocuparon de este asunto, unos con mayor brillo
que otros, pero fue Steven Levitsky, el reconocido profesor de Harvard, quién abordó
el tema con mayor rigurosidad, describiendo las características comunes que los
gobiernos autoritarios de Hugo Chávez y Alberto Fujimori presentaban.
Para Levitsky, los gobiernos de ambos autócratas no
eran dictaduras, al menos no en el sentido clásico del término. Así, Venezuela
y Perú, encajaban dentro de lo que se denominó: “Autoritarismo Competitivo”, ya
que en este tipo de regímenes es un solo líder (Chávez o
Fujimori) o un solo partido político el que tiene un dominio casi total de la
política pero, al menos en teoría, la oposición puede llegar al poder a través
de elecciones. Bajo tal sistema, los gobernantes autoritarios casi siempre se
mantienen en el poder porque controlan y utilizan los medios del Estado para
aplastar a la oposición, detener o intimidar a los opositores, controlar los
medios de comunicación, o alterar los resultados de las elecciones.
Así, el gobierno de Chávez, era un
autoritarismo competitivo pues cumplía con las siguientes características: 1) El partido de gobierno manipuló
durante años la legislación electoral con el afán de favorecerse y permanecer
de manera indefinida en el poder desconociendo los principios básicos de la
república como el de sucesión temporal y alternancia en el poder; b) El partido
de gobierno, con el apoyo de las instituciones que puso a su servicio, se
encargó de perseguir a los más importantes representantes de la oposición de su
país restándole a este sector las posibilidades de competir en igualdad de
condiciones; c) El partido de gobierno se encargó de liquidar el derecho a la
libertad de expresión de los medios de comunicación que se atrevían a criticar
la conducta del líder y de su administración; d) El partido de gobierno
despilfarró el dinero público de los ciudadanos en financiar todas las campañas
electorales en las que ha participado sin ningún tipo de control o limitación;
e) El partido de gobierno sometió a todo el sector castrense y lo convirtió en
su brazo político a la hora de arremeter en contra de los opositores; f) El
partido de gobierno quebró la institucionalidad democrática al violar el
principio de separación de poderes de manera sistemática; y g) El partido de
gobierno violó de manera reiterada las libertades civiles cuando el ejercicio
de estas empezó a ser visto como una amenaza para los intereses políticos del
líder.
La
actual dictadura venezolana
Como podemos apreciar, el gobierno de Chávez ofrecía
todas las características que identifican a los “Autoritarismos Competitivos”.
Sin embargo, desde el ascenso de Nicolás Maduro a la presidencia de Venezuela,
el gobierno ha endurecido su posición frente a la disidencia convirtiéndose
-como ya lo señalé- en una dictadura con mayúsculas, aunque la izquierda (la
más cavernaria) en nuestro país trate, recurriendo a sofismas revolucionarios o
anti imperialistas, de lavarle la cara a un autoritarismo que cada día pierde
legitimidad ante los ojos de sus ciudadanos y de toda la comunidad
internacional –salvo Cuba, y otros Estados afines a las prácticas del Chavismo-.
Decimos todo ello pues no es casualidad que 6
estudiantes hayan sido asesinados en las últimas semanas en el marco de las
protestas que la oposición venezolana -cada vez más creciente- viene llevando a
cabo en las principales ciudades de Venezuela. ¿Acaso Maduro no era consciente
de los peligros que se avecinaban luego de que autorizara a su guardia
pretoriana a emplear armas de fuego contra las manifestaciones estudiantiles en
Caracas? Claro que lo era, sin embargo, para el heredero de Chávez lo más
importante es mantener a raya a la oposición aun cuando eso suponga la
violación sistemática de derechos como la vida, la libertad o la integridad de
las personas.
El gobierno de Maduro no quiere oposición, no
está acostumbrado a dialogar ni a buscar consensos, un gobierno autoritario
como el suyo cree que tiene la potestad de avasallar a la oposición, incluso
incurriendo en actos ilegales como el asesinato, la tortura o la detención
arbitraria. Eso explica el cariz represor y abusivo de un régimen que no tiene
mayor reparo en encarcelar a todos los líderes que se opongan a su prédica,
acusándolos –siempre es el mismo estribillo- de ser socios del imperio
norteamericano o lacayos de la derecha burguesa venezolana.
Por ello no sorprende la detención arbitraria
de Antonio Ledezma, alcalde de Caracas, que se ha convertido en uno de los
rostros visibles de la resistencia política en Venezuela. Como se recuerda, lo
mismo le ocurrió el año pasado a Leopoldo López, otro de los más importantes
–junto Hugo Capriles- opositores a la dictadura chavista. Ni qué decir de lo
que le ha tocado vivir a María Corina Machado, congresista venezolana, a quien
el gobierno de Maduro ha privado arbitrariamente de su condición de
parlamentaria, luego de someterla a una persecución judicial infame.
El
silencio cómplice de la clase política latinoamericana
Ahora bien, siendo tan evidente la forma cómo
el gobierno de Maduro viola los principios básicos de toda democracia
-expuestos en líneas previas- cabe preguntarnos lo siguiente: ¿Por qué los
gobiernos (el nuestro también) y la izquierda callan y son incapaces de
denunciar la sistemática vulneración de los derechos y libertades de los
venezolanos que se oponen a la dictadura? ¿O es que para la izquierda sólo los
chavistas tienen derechos en Venezuela?
Sobre las preguntas antes formuladas, me parece
importante recordar el apunte hecho por Levitsky hace dos años, cuando señala
que los gobiernos son pragmáticos, no
principistas, sobre todo en política exterior, y que sus posiciones en el plano internacional, se basan en varios motivos
(seguridad, objetivos comerciales), pero que la promoción de la democracia no
es uno de los principales.
Por ello, apunta
Levitsky, cuando los presidentes latinoamericanos toman posiciones colectivas como
las de UNASUR, suelen hacerlo en defensa no de la democracia sino de la
autonomía de los gobiernos. Actúan en
defensa, y no en contra, de sus pares porque no quieren crear un precedente en
el cual los demás países pueden meterse en los asuntos domésticos. Esa
lógica los lleva a defender los gobiernos electos tumbados por golpes militares
(Venezuela en 2002, Honduras en 2009), pero también a resistir la intervención
externa en los procesos electorales domésticos.
¿Dónde están los organismos de integración
regional?
En esa misma
línea, el ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, en opinión que
compartimos, ha señalado que si bien todos los gobiernos latinoamericanos
conocen bien el desastre venezolano, todos ellos guardan silencio. Apenas,
Colombia ha hecho una tímida denuncia, afirma, mientras los organismos de
integración que pueblan la región miran hacia otro lado. Del mismo modo, recuerda
que en la OEA y en el MERCOSUR, rige una cláusula que dispone la automática
suspensión del país en que no exista “la plena vigencia de las instituciones
democráticas”, la misma que se
le aplicó arbitrariamente a Paraguay, en junio de 2012, cuando después de un
juicio político jurídicamente correcto el poder legislativo destituyó a un
presidente al que nadie defendió.
Sin
embargo, ahora, todos guardan silencio. Nadie dice nada y el presidente Maduro
llega a Uruguay a participar de la ceremonia de transmisión de mando
presidencial. ¿Por qué a unos sí y a otros no? ¿Será porque Maduro es
izquierdista? Este silencio cómplice, afirma, desnuda la falta de compromiso
democrático de gobiernos importantes como el de Brasil, y el temor a chocar con
los sistemas populistas, que han construido una falsificada aureola de
izquierda que los inmuniza de la crítica. Por eso, señala el expresidente, todo
esto da la impresión que los gobiernos de la izquierda democrática, obligados a
manejar la economía con y a enterrar sus viejas consignas revolucionarias,
tratan de mantener su viejo imaginario abrazándose con Cuba y Venezuela, para
contemplar a sus grupos más radicales.
La incoherencia de la
clase política en el Perú
Pero si la incoherencia latinoamericana –como podemos apreciar- es
evidente, lo que ocurre en nuestro país no deja de lindar con el más absoluto
cinismo. Decimos ello, pues resulta por demás curioso que los más duros
críticos del chavismo en Lima, hayan sido, al mismo tiempo, los que durante una
década justificaron todas y cada una de las tropelías cometidas por el
fujimorismo. En otras palabras, los mismos que ahora piden la salida de Maduro,
defienden la protesta de la oposición, y acusan los excesos del chavismo, son
los que aplaudieron el golpe de Estado de 1992, negaron los crímenes de La
Cantuta y Barrios Altos, apoyaron la reelección inconstitucional de Fujimori en
el año 2000, justificaron la destitución de los miembros del Tribunal
Constitucional e impidieron todas las investigaciones en contra de Vladimiro
Montesinos.
Del mismo modo, en la izquierda, diversas personalidades que
lucharon contra la dictadura fujimorista, denunciando la violación de los
derechos humanos y la corrupción, hoy “llaman criminales a los opositores
venezolanos”, señalan que son golpistas y que están siguiéndole el juego al
gobierno de los Estados Unidos. Más aún, en el colmo de la inmoralidad, afirman
que apoyan al gobierno de Maduro pues se trata de un presidente
“democráticamente elegido”, que no es responsable de los excesos que puedan
haber cometido los miembros de seguridad en el control de las manifestaciones.
Es decir, el típico doble rasero de la izquierda peruana a la que tantas veces
se la acusa -en este caso legítimamente- de incoherente y cínica.
¿Qué posición debe tener la
izquierda frente a lo que acontece en Venezuela?
La izquierda auténticamente
democrática debe luchar frontalmente contra la dictadura en Venezuela. La
izquierda, debe entender que la única manera de consolidar la democracia es
haciendo respetar sus instituciones (entre ellas, el derecho a la protesta),
aunque ello no nos guste, aunque ello suponga criticar a gobiernos que
presentan una línea ideológica afín a la nuestra.
Es muy fácil defender los derechos de la izquierda cuando esta es
oposición, y la represión viene de parte de la derecha. Lo difícil es defender
los derechos de quienes no piensan como nosotros, pero que tienen derecho a
protestar en contra de un gobierno como el de Maduro que ha perdido toda legitimidad democrática.
Entonces,
si lo que se vive en Venezuela es una dictadura, la izquierda debe apoyar la
protesta en contra de un régimen que a diario viola los valores mínimos de la
democracia. Luchar contra la dictadura venezolana no es un acto de golpismo,
así como no lo fue salir a las calles a pedir la caída de Fujimori. La protesta
en Venezuela no es otra cosa que un acto de libertad, que evidencia el hartazgo
de una sociedad que no está dispuesta a soportar más atropellos y violaciones.
Por eso la izquierda debe definir su postura, olvidarse de sesgos ideológicos,
y defender a la democracia y no a Maduro. La izquierda no debe olvidar que ha
sido gracias a la democracia que hoy en día tiene a muchos de sus referentes
sentados en los palacios presidenciales de América Latina.
Nota: a propósito del tema expuesto en esta columna, quiero
recomendarles el libro del profesor Alain Rouquié, titulado "A la sombra
de las dictaduras. La democracia en América Latina". Lo acabo de terminar
de leer y es francamente notable.
Etiquetas: autoritarismo competitivo, Hugo Chávez, LEVITSKY, Nicolás Maduro
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