jueves, 21 de octubre de 2010

Fervor católico o aprovechamiento político: libertad religiosa y Estado laico


Qué duda cabe, los dos fenómenos que mayores conflictos han ocasionado en la historia de la humanidad son: el nacionalismo y el fundamentalismo religioso. Durante muchos siglos la historia de la humanidad pareció convertirse en una guerra sin fin en la cual los defensores de algún credo o fe religiosa se enfrentaban ferozmente a los cultores de otra creencia sin mayor justificación que un crucifijo, una mitra o un libro sagrado.


Desde la época del imperio romano, en la cual los cristianos eran perseguidos hasta el momento en el cual el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio durante el gobierno del Flavius Theodosius, pasando luego por los tiempos de la Guerra Santa, en los cuales cristianos y musulmanes se disputaban la hegemonía en Jerusalén o el poder en Constantinopla, a costa de miles de muertos, o las persecuciones religiosas del siglo XX, la religión, utilizada maquiavélicamente como justificación de guerras y enfrentamientos por quien ejerce el poder político, ha sido, el pretexto perfecto para dar inicio a una serie de enfrentamientos que buscan, además de una finalidad netamente política, marcada en su mayoría de veces por un afán expansionista, negarle al resto de individuos, sobre todo a aquellos que forman parte de un grupo minoritario, el derecho a creer libremente en la religión de su personal preferencia, por considerarla insana, maléfica o mística, tildando de hereje o pecador a todo aquel que se atreve a pensar diferente.


Es así, que durante los últimos cincuenta años, sobre todo en occidente, los diferentes Estados se han esforzado por marcar una línea divisoria entre el espacio que le corresponde al quehacer político y el que debe ocupar el quehacer religioso. Los Estados se han comprometido con la idea de un Estado laico en el cual la política se encuentra divorciada de la religión, no pudiendo ningún gobernante, grupo de poder o religioso, utilizar a las instituciones del Estado con la finalidad de promover una determinada fe religiosa en detrimento de las otras, no pudiendo favorecer, mediante beneficios o ventajas de carácter económico o de otro tipo a ninguna religión en especial, por muy mayoritaria que esta sea.


Este afán, este compromiso al cual hacemos breve mención se ha visto consagrado a nivel de los ordenamientos jurídicos de los diversas naciones del mundo mediante la incorporación de disposiciones a nivel constitucional que no solo reconocen el derecho a la libertad de conciencia o libertad religiosa, tal como lo hace nuestra Constitución en el artículo 2º, inciso 3, de la misma, sino también, y esto es quizá lo más importante, los Estados han reconocido la relación de independencia y autonomía existente entre estos y la religión, así lo ha hecho también el Estado peruano mediante el artículo 50º de nuestra Constitución.


Todo ello es importante pues tanto la libertad de conciencia como la libertad religiosa le confieren al individuo la facultad de elegir libremente la fe religiosa o convicción espiritual de su mayor preferencia, la libertad de abstenerse de creer en religión o fe alguna, la facultad de poder cambiar de fe y religión cuantas veces uno quiera, la facultad de guardar reserva sobre las convicciones religiosas personales o declararlas si es que uno así lo cree conveniente y, por último la facultad de vivir de acuerdo a las convicciones libremente elegidas siempre que ello no afecte el derecho a terceros.


Ambos derechos, ambas libertades, como ya hemos señalado, resultan fundamentales de cara a la construcción de una sociedad mucho más democrática e inclusiva, pues le permiten a cualquier individuo poder vivir su religiosidad con total libertad y sin ningún tipo de limitación. Nadie, absolutamente nadie podrá ser pasible de un trato degradante o discriminatorio en razón de sus convicciones religiosas o creencias personales. Ello es sumamente importante en el mundo actual, pero sobre todo es sumamente importante en sociedades como la nuestra en la cual se presenta lo que Rawls denomina “el hecho del pluralismo”, es decir la presencia fáctica de una diversidad, cada vez más creciente, de visiones y confesiones religiosas y de otra índole, las cuales, en su totalidad, merecen y exigen por parte del Estado el mismo trato y la misma atención. Por tanto, decir que una religión merece un mayor apoyo y mayor consideración por parte del Estado por el solo hecho de ser la mayoritaria en un determinado espacio y tiempo resulta una justificación por decirlo menos falaz. Resulta falaz pues en una democracia, en un Estado Constitucional en el cual se promueven principios como el de tolerancia y pluralismo, todos los seres humanos, todos los grupos merecen el mismo trato, poniendo especial énfasis en los derechos de los grupos minoritarios tradicionalmente excluidos.


Pero el ejercicio de estas libertades, la concreción efectiva de estos derechos solo es posible al interior de un Estado que reconozca y haga suya la separación institucional entre lo político y religioso. Dicho de otro modo, la única forma posible de garantizar el ejercicio pleno de estas libertades es dentro del marco de un Estado auténticamente laico. Ello es así ya que el Estado laico se caracteriza básicamente por tres principios: 1) el principio libertario, que establece que el Estado debe permitir la práctica de cualquier religión; 2) el principio igualitario, que prohíbe la posibilidad de que el Estado dé preferencia a una religión sobre otra y 3) el principio de neutralidad, que promueve el pluralismo, prohibiendo que el Estado promueva la religión como tal, como valor en sí misma, desalentando actitudes no religiosas.


Por ello resulta preocupante y absurdo que el presidente Alan García Pérez, en presencia de miles de fieles del Señor de los Milagros, haya decidido promulgar la ley 29602 mediante la cual se declaró al Cristo Moreno como “Patrono de la espiritualidad católica del Perú” y como símbolo de la religiosidad y sentimiento popular de nuestra patria. Resulta preocupante puesto que el Estado, en este caso a través del presidente García no puede utilizar a las instituciones públicas ni mucho menos al ordenamiento jurídico para pretender congraciarse con un sector de la población, con el sector católico para ser más específico, por muy mayoritario que este sea. El presidente García parece olvidar que representa a la nación, que personifica al Estado, a un Estado en el cual más del 20% de sus ciudadanos no es católico o cristiano, o quizá no profese ninguna fe religiosa. Es derecho de cada uno profesar la fe religiosa de su elección, el presidente está en su derecho de proclamarse católico, apostólico y romano, es libre de formar parte, como así lo hace, de la novena cuadrilla del Señor de los Milagros, pero el presidente no puede poner al servicio de una religión al ordenamiento jurídico de un país y de usar la política con un afán confesional.


Pero además de preocupante esta ley es absurda, es absurda pues siendo la religión católica la de mayor arrastre entre la población peruana, ni ella ni la imagen del Cristo Moreno necesita de una ley o decreto que confirme su trascendencia para la historia y cultura de nuestra nación. El Señor de los Milagros es una figura representativa del cristianismo católico no por haber sido elevada a esa categoría por obra y gracia del señor García Pérez, lo es pues está inserto en el imaginario y sentimiento popular de la mayoría de peruanos. Esta ley es pues una muestra más de cómo en nuestro país tanto el Poder Ejecutivo, como el Legislativo, pues recordemos que esta ley fue aprobada con 67 votos a favor en el parlamento, ocupan el tiempo en cuestiones baladíes, superfluas, intrascendentes puestas en comparación con los grandes problemas que afronta la nación.


Pero más allá de la inconstitucionalidad comprobada de este ley, una vez más los peruanos hemos sido testigos de la pobreza de espíritu y arribismo de nuestros políticos. Nuestros políticos no dudan, no escatiman esfuerzos en hacer todo lo que sea posible para mejorar su posición frente a la ciudadanía, frenando la caída de su nivel de aprobación o aparentando ser grandes hombres y mejores creyentes, valiéndose de la fe de un pueblo que año tras año le vuelve a rezar y rendir homenaje a su Cristo Moreno. Pero si esa es la imagen que me dejan algunos políticos, similar o quizá mas abyecta es la de Monseñor Cipriani, a quién ya sabemos todos le gusta ser amigo de los presidentes, sean demócratas o no, afirmando, no sé a título de qué, que el pueblo peruano es católico y que su vocación católica ha de guiarlo en la elección de sus mejores gobernantes, como si la decisión de elegir a un representante político pasara por la fe o religión que este tenga. Una frase como la de Cipriani es justamente la constatación más expresa y palpable del pronfundo nivel de intolerancia y carencia de vocación democrática aun presentes en nuestra sociedad. Para Cipriani uno debe elegir al próximo presidente no en razón a su mérito profesional o a la rigurosidad de su plan de gobierno, para Cipriani lo importante es saber a quién le reza o no el candidato, si va a misa los domingos o no, si ha bautizado a sus hijos, si se casó de blanco, o si su mujer o él llegó virgen al matrimonio.


Finalmente, quiero terminar haciéndole recordar a Cipriani y García Pérez la siguiente frase: “Al César lo que es del César, a Dios, lo que es de Dios”. Hagamos nuestra esa frase, y seguramente tendremos una sociedad más democrática, más justa y menos intolerante con respecto a las minorías, religiosas, políticas o sexuales.

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