El
fútbol, como dice un narrador televisivo, es el deporte más hermoso del mundo.
El fútbol es la pasión de multitudes por excelencia. Las batallas épicas de la
historia se ven representadas en el verde con gladiadores y generales que
vestidos de corto dejan la piel en el gramado ante la mirada de un público
deseoso de gritar gol.
Todos
los hombres y mujeres que amamos este deporte, hemos soñado alguna vez con
llegar a ser jugadores profesionales, vestir las sedas de nuestro equipo,
defender los colores de nuestro pabellón y ser los protagonistas de una
victoria épica que nos convierta en héroes nacionales y en ejemplo para las
nuevas generaciones.
Yo
tengo en la vida dos grandes aficiones, una de ellas es el fútbol. La felicidad
que siento cuando veo a mi equipo sacar los tres puntos, a mi selección vencer
al rival de turno, o a mi jugador favorito haciendo diabluras en el área del
oponente, coronando su actuación inflando las redes, es un sentimiento indescriptible.
¿A quién no se le ha paralizado el corazón viendo un gol de chalaca?
Esta
pasión se la debo a mi padre. Él puso en mis manos mis primeros diarios
deportivos, las revistas de fútbol de la época, y con él me sentaba frente al
televisor, el único que teníamos en aquellos años, a ver cómo el equipo de mis
amores se jugaba el todo por el todo en cada clásico. Responsable de este
sentimiento irracional es también mi tío, el hermano de mi madre, gran
entendido de este deporte, y para mí, uno de los hinchas de Alianza Lima más
fieles que yo conozco. Junto a él aprendí que la transmisión por radio es más
emocionante que la televisiva, y por eso, incluso ahora, con todo el avance de
la tecnología encima, sigo bajando el volumen del televisor para encender mi radio
y disfrutar del deporte rey en la voz de estos encantadores de serpientes que
siempre nos dicen: “la gordita pasó besando el palo”.
¿Por
qué les digo todas estas cosas? ¿Por qué les cuento lo que el fútbol para mí
significa? Lo hago porque desde hace mucho tiempo quería denunciar, como hincha
que ama a este deporte, y lo ama desde que era chiquitito, a estos “idiotas de
la tribuna” que se esconden en la multitud para lanzar gritos racistas en
contra de los jugadores que visten la camiseta del oponente. Estas son las
actitudes que no podemos permitir los que verdaderamente sentimos placer de
compartir por noventa minutos una tribuna con otros hinchas que únicamente
buscan felicidad al momento de comprar su boleto de entrada.
El
racismo en el fútbol es un mal que está presente en muchas partes del mundo.
Tanto en Europa como en América del Sur, las hinchadas, plagadas de cobardes e
imbéciles, profieren insultos racistas con total impunidad. En Europa, sin
embargo, sobre todo en los últimos años, muchos equipos han sido sancionados
por las autoridades deportivas con la pérdida de puntos o el cierre temporal de
sus estadios, por permitir este tipo de actos deleznables.
En
América del Sur la situación es diferente. Los dirigentes actúan como si el
insulto racista fuese parte de la cultura deportiva de nuestro pueblo, y lejos
de tomar cartas en el asunto para corregir este problema, lo promueven
tácitamente al seguir entregando entradas gratuitas a miembros de la barra, que
apañados por ellos mismos, incurren en actos de vandalismo criminal cada
domingo por la tarde. Ellos, los cabecillas de las barras, saben quiénes son los
criminales disfrazados de hinchas. Ellos podrían identificarlos. Pero no lo
hacen por un motivo: saben que su conducta será siempre impune porque los
dirigentes no tienen el coraje para imponer el principio de autoridad en la
tribuna.
En
nuestro país la cosa no es menos preocupante. El día 15 de marzo estuve en el
Estadio Nacional, junto a este tío con el que tantos clásicos he visto (en
todos perdieron los míos, este no fue la excepción), y fui testigo de este racismo
y de una violencia verbal inaceptable en un mundo civilizado. ¿Soy acaso un
tonto al pensar que el hincha promedio en nuestro país debe ser un tipo
civilizado?
No
teníamos ni cinco minutos de partido y los gritos racistas bajaban de la
tribuna con una virulencia capaz de asustar al más duro de los antropólogos.
Bastaba que el jugador más habilidoso de Alianza Lima toque el balón para que
los racistas vestidos de crema empezaran el griterío al que hace ya tiempo nos
tienen acostumbrados: ¡Negro de mierda! ¡Negro bruto! ¡Mono, regrésate al
zoológico!, entre otras estupideces. Lo más triste de todo esto es que estas
frases aberrantes son escuchadas por niños y jóvenes adolescentes que creen que
esto forma parte de la atmósfera del fútbol, y que el insulto racista sirve para darle color a un
espectáculo que en realidad debería ser una fiesta de paz y concordia.
Pero
lo más triste no es el insulto racista que algunos desadaptados lanzan en
contra de los jugadores. Lo más triste es que este tipo de frases causan risa y
son celebradas por otros hombres y mujeres, cuyo tamaño de su cerebro no debe
superar el de una mosca. De eso estoy seguro, porque hay que ser bastante
imbécil como para que el racismo y el insulto sean motivo de celebración y de
júbilo. ¿Cuál es el mensaje que le damos a la niñez cuando celebramos este tipo
de “chistes”? Es un mensaje bastante peligroso. ¿Acaso no nos damos cuenta de
la profunda humillación que deben sentir las víctimas de este tipo de agresiones?
El
racismo es una forma de negación del otro. Insultamos a las personas, hacemos referencia a su color de piel, las menospreciamos
porque simplemente no las consideramos nuestros iguales. ¿Acaso el color de
piel de alguien debe ser motivo de burla o de agresión? ¿Qué clase de sociedad
queremos construir si nosotros mismos nos quedamos callados y no denunciamos o
sancionamos moralmente estos actos?
El
fútbol es un fenómeno social, como tal reproduce muchas de las taras que como
sociedad venimos arrastrando a través de nuestra historia. El racismo y la
discriminación en nuestro país siguen vigentes. Ahora el racismo se disfraza y
las formas de discriminación se han vuelto más sofisticadas. Pero es en la tribuna,
en momentos en los cuales lo más irracional del ser humano aflora, en donde el
inconsciente racista que todos, en mayor o menor medida, llevamos dentro se
torna evidente, descubriéndonos como una sociedad profundamente atrasada y
violenta.
Yo
tengo un sueño, como dijo Martin Luther King, yo sueño con una sociedad en la
que chicos blancos, negros, cholos, mestizos puedan convivir en paz sin ningún
prejuicio que los separe. Yo sueño con una sociedad en la que las personas no
sean juzgadas por su color de piel sino por la fuerza de su espíritu. Yo sueño
con que los hinchas del mañana no incurran en este tipo de actos que denigran
la dignidad de la persona. Para alcanzar ese sueño, es preciso que los padres
de familia que llevan a sus chicos al fútbol, que hacen el esfuerzo por ir a
ver los partidos de Universitario de Deportes, Alianza Lima o de mi querida UTC
de Cajamarca, impidan que las frases racistas de los “idiotas de la tribuna”
contaminen el alma de sus muchachos. Solo así le diremos NO al racismo en el
fútbol.
Etiquetas: racismo y fútbol
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