En el año 2010, Tony Judt (1948-2010), uno de los más
grandes pensadores contemporáneos, publicó su último libro titulado “Algo va
mal”. En este ensayo el autor sostiene que las nuevas generaciones sienten una
honda preocupación por el mundo que van a heredar, y esos temores van
acompañados de una sensación general de frustración: ¿En qué podemos creer?,
¿qué debemos hacer? Son las preguntas que Judt aborda en este libro, desafiándonos,
como se lee en la contratapa, a oponernos a los males de nuestra sociedad y a
afrontar el mundo en el que vivimos.
¿Por qué la palabra “socialismo” provoca silencio y/o
rechazo en el mundo? Fue la pregunta que un niño le formuló al autor del libro
en una conferencia en Nueva York en octubre de 2009. Este niño jamás imaginó
que la respuesta a tamaña interrogante se convertiría en el capítulo final de
este ensayo, cuyo título: “¿Qué pervive y qué ha muerto en la
socialdemocracia?” Ahora nos permite acercarnos al pensamiento político de uno
de los más agudos y eruditos intelectuales de los Estados Unidos del siglo XX.
La
palabra “socialismo”
El efecto que provoca la palabra socialismo no es unánime
en el mundo. La palabra adquiere una connotación diferente en cada país, por
ejemplo, alusiones al socialismo en Suecia, Europa, o América Latina, no
producen el silencio embarazoso que suele generar en los Estados Unidos. Es por
ello, afirma Judt, que uno de los grandes desafíos para cambiar la dirección del
debate sobre las políticas públicas en Estados Unidos (yo diría que también en
Latinoamérica) es vencer el recelo que tenemos inculcado ante cualquier cosa
que suene a “socialismo” o a la que pueda colgarse ese sambenito.
Hay dos formas de hacerlo. La primera es sencillamente no
referirse al “socialismo”. Podríamos afirmar que el término está profundamente
contaminado por su asociación con distintas dictaduras del siglo XX y
excluirlo. La segunda es preguntarnos: ¿Por qué el socialismo atrae a las
personas corrientes?, o ¿por qué hoy en día, diversos gobiernos usan principios
socialistas para definir y defender sus políticas? Es justamente esta segunda
forma de encarar este desafío la que ahora desarrollaremos a partir de la obra
de Judt.
“Socialismo” es una idea del siglo XIX con una historia del
siglo XX. Eso no impide seguir adelante con el análisis, afirma el Judt, pues
lo mismo podríamos decir del “liberalismo”. No obstante ello, es innegable la
carga negativa que el término tiene, más cuando Estados totalitarios como la
Unión Soviética y la mayoría de sus satélites se definían como “socialistas”.
Socialismo
y socialdemocracia
En otras palabras, al “socialismo” le pasa lo mismo que al
marxismo, pues por las mismas razones el marxismo está manchado de forma
irreversible por su herencia, con independencia de lo útil que todavía hoy
puede resultar leer a Marx. Sin embargo, lo que corresponde en nuestros días,
es hacer una distinción significativa entre “socialismo” y “socialdemocracia”.
Pues siendo términos parecidos (que muchos quieren convertir en sinónimos)
presentan diferencias históricas y políticas profundas.
El socialismo buscaba el cambio transformador: el
desplazamiento del capitalismo por un régimen basado en un sistema de
producción y propiedad completamente distinto. Por el contrario, la
socialdemocracia representaba un compromiso: implicaba la aceptación del
capitalismo y de la democracia parlamentaria -como marco en el que se
atenderían los intereses de amplios sectores de la población que hasta entonces
habían sido ignorados-. Estas diferencias son muy importantes, pues la historia
ha demostrado que el socialismo -con sus diversos matices y diferencias
geográficas- ha fracasado en todos aquellos lugares en los cuales pretendió
imponerse. En cambio, la socialdemocracia, apunta Judt, no sólo ha llegado al
poder en muchos países, sino que su éxito ha superado los sueños más ambicioso
de sus fundadores.
Así, lo que a mediados del siglo XIX era idealista y,
cincuenta años después, un desafío radical, se ha convertido en la política
cotidiana en muchos Estados liberales: Dinamarca, Suecia, Suiza, Noruega, entre
otros. Por eso, cuando en Europa se introduce la palabra “socialdemocracia” al
debate, esto no genera mayor silencio o rechazo, como tampoco ocurre en Nueva
Zelanda o Canadá.
Las
limitaciones de la socialdemocracia
Por lo general, sostiene Judt, durante las últimas décadas
del siglo XX los críticos han sugerido que la razón por la que el consenso
socialdemócrata (presente hasta inicios de 1980) había empezado a desmoronarse
fue su incapacidad para desarrollar una visión que trascendiera al Estado
nacional.
Dicho de otro modo, lo que afirmaban los detractores de la
socialdemocracia es que no puede haber unas políticas (ni tributación, redistribución
o propiedad pública) nacionales de carácter socialdemócrata si chocan con los
acuerdos internacionales. Prueba de ello fue el gobierno de Fernand Mitterrand
en Francia (1981) y el del Partido Laboralista Británico años después,
respectivamente. Incluso en Escandinavia, ejemplifica Judt, donde las
instituciones socialdemócratas estaban mucho más consolidadas culturalmente, la
pertenencia a la Unión Europea o la participación en la Organización
Internacional de Comercio y otras instancias supranacionales, impusieron
limitaciones sobre la legislación promovida por gobiernos “socialdemócratas”.
Desde esta perspectiva, afirma el autor, la
socialdemocracia –como el liberalismo- fue un subproducto del auge del
Estado-Nación europeo: una idea política vinculada a los desafíos sociales de
la industrialización en las sociedades desarrollados. Entonces, además de
confinarse a un continente privilegiado, la socialdemocracia parecería ser
producto de unas circunstancias históricas únicas (al parecer irrepetibles).
Ello acaso explica por qué no sólo no hubo “socialismo” en América, sino que la
socialdemocracia como compromiso entre objetivos radicales y tradiciones
liberales careció de un apoyo amplio en los demás continentes.
La
socialdemocracia de hoy
En Alemania, señala Judt, el Partido Socialdemócrata es
acusado por sus críticos de abandonar sus ideales universales por metas
provincianas y egoístas. En toda Europa se les exige a los socialdemócratas que
digan por qué abogan, en qué creen, y contra qué o quiénes se oponen (lo mismo
deberíamos exigirle a la izquierda latinoamericana), ya que proteger los
intereses de determinados sectores no basta para llevar adelante los grandes
cambios que las sociedades esperan. Por eso el silencio de los socialdemócratas
europeos (como también el de la izquierda latinoamericana) frente a los abusos
cometidos por gobiernos a los que prefieren no mirar, no ha sido olvidado por
sus víctimas, constituyendo una mancha indeleble en su historia reciente.
Los
desafíos de la socialdemocracia
Para Judt, la socialdemocracia no puede limitarse a
defender instituciones valiosas como defensa contra opciones peores (hablamos
de los logros sociales conseguidos en el pasado). La socialdemocracia tiene que
aprender a pensar más allá de sus fronteras, considerando las condiciones
políticas y económicas que la globalización ahora presenta. La socialdemocracia
no puede –sin caer en la incoherencia- defender una política radical que
descansa en aspiraciones de igualdad o justicia social que es sorda a desafíos
éticos más amplios y a los ideales humanitarios universales. En síntesis, la
socialdemocracia debe retomar y articular –como lo hizo en el pasado- los
problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad,
aunque ahora parezca haber olvidado cómo hacerlo.
Hoy en día, afirma Judt, las circunstancias han cambiado,
los ideólogos del dogma del mercado han perdido fuerza, los Estados (la
mayoría) excluidos del llamado G20 de países poderosos han despertado, y se
abre un espacio para el debate en torno a las preguntas de siempre: ¿Podemos
permitirnos planes de pensiones generales, seguro de desempleo, servicios de
salud y educación universales o todos estos son demasiado caros? ¿Es posible un
sistema de protecciones y garantías para las personas o es más útil una
sociedad impulsada por el mercado, en la que el papel del Estado se mantiene al
mínimo? Esas son las preguntas que la socialdemocracia (europea y
latinoamericana) debe responder si es que quiere vencer políticamente a sus
críticos.
Esto es así, pues si vamos a recuperar al Estado, debemos
empezar repensando el concepto de “utilidad”, dotándolo de consideraciones
éticas y sociales más amplias, más allá de lo que los defensores de la
eficiencia y productividad dictaminen. Entonces, si esta es la tarea, queda
claro que la herencia socialdemócrata conserva -aún en nuestros días- toda su
vigencia. Citando a Orwell, Judt señala que la mística del socialismo recayó en
la idea de igualdad, y que esto sigue siendo así, pues la creciente desigualdad
en y entre las sociedades genera movilización e inestabilidad, abriendo espacios
para la puesta en práctica de cambios sociales profundos. De allí la vigencia
política del pensamiento socialdemócrata.
Finalmente, a modo de llamamiento general, Judt señala que
los ciudadanos –sobre todo los más jóvenes- tienen el derecho y deber de articular
sus objeciones a nuestra forma de vida (su libro busca justamente eso), ya que
como hombres y mujeres de una sociedad libre, todos tenemos el deber de mirar
críticamente a nuestro mundo. Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en
congruencia con ese conocimiento. Pues más allá de interpretar el mundo –como
han hecho los filósofos- de lo que se trata es de transformarlo.
Nota: Para
los interesados en la obra de Tony Judt, recomiendo, además de su libro “Algo
va mal”, los siguientes títulos: “El refugio de la memoria”, “Sobre el olvidado
siglo XX” y “Pasado imperfecto y Postguerra”.
Etiquetas: EL SOCIALISMO, LA SOCIALDEMOCRACIA, TONY JUDT
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