Cuando conversábamos con algunos amigos sobre el libro “Cuartel
Los Cabitos: lugar de horror y muerte”, a muchos de mis colegas les costaba
trabajo creer en la veracidad de los hechos que sus páginas relataban. ¿Acaso
eso pasó en Ayacucho? ¿Construyeron un horno los militares para incinerar
cadáveres y desaparecer cuerpos? ¿Encubrieron las instituciones castrenses a
estos asesinos? Esas eran las preguntas que ellos –con cierto escepticismo- se
hacían, interrogantes que estoy seguro cualquier peruano podría formularse
luego de leer el libro.
Bueno,
la verdad es que la realidad terminó superando con creces a la narración, pues
luego de que se produjeron las exhumaciones, todos fuimos testigos del horror
vivido en ese lugar de la sierra peruana, convertido, durante la década del 80’
e inicios de los 90’, en un auténtico campo de exterminio regentado por el Jefe
Político Militar de la zona.
Actualmente,
en una sala de la Defensoría del Pueblo, se exhiben las prendas de 59 peruanos
desenterradas en La Hoyada, la pampa ubicada a poca distancia del Cuartel
"Los Cabitos", donde se sabe que miembros de las Fuerzas Armadas
ejecutaron extrajudicialmente a decenas de campesinos (as). Crímenes que hasta
el día de hoy aterrorizan a la población ayacuchana por la crueldad y vesania
con los que fueron perpetrados, y que esperemos, sean investigados y
sancionados ejemplarmente por nuestras instituciones de justicia.
Pero si la cifra de 59 cadáveres es de por sí escalofriante,
nuestra indignación debería ser mayor si tomamos en cuenta que de los 109 (no
lo olvidemos) cuerpos recuperados en La Hoyada sólo 53 -tome nota- estaban
completos. ¿Qué pasó con el resto de los cuerpos? Se sabe que muchas de las
víctimas fueron descuartizadas, para luego ser incineradas con el afán de
encubrir tan abominables crímenes.
Así,
de acuerdo a lo señalado por los propios peritos a cargo de la investigación de
los asesinatos cometidos en el Cuartel "Los Cabitos", hoy sabemos que
más de la mitad de las personas ejecutadas fueron incineradas en los hornos
construidos por lo propios militares, muchos de los cuales, hasta el día de
hoy, gozan de la protección “no explícita” de la institución castrense, la
misma que los encubre entorpeciendo el normal discurrir de las investigaciones.
Pero,
¿Cuándo se inició esta historia de sangre y muerte en Ayacucho? Hoy sabemos,
luego de las investigaciones llevadas en el marco del proceso que se está
llevando a cabo en la Sala Penal Nacional, que fue Wilfredo Mori, General del
Ejército Peruano, quien decidió incinerar los cadáveres en 1985, y que ya para
esa fecha había más de 500 cuerpos enterrados.
Al respecto, en el 2005, cuando se empezaron a realizar las
exhumaciones, el general Clemente Noel, negó la existencia del horno y de los
cadáveres. “Serán de carneros”, dijo. Sin embargo, como bien lo recuerda Rocío
Silva en su columna Okupa, fue 2011, el año en el que, luego de una ardua labor
de investigación, el instituto de Medicina Legal logró ubicar los restos óseos
de hombres, mujeres y niños, incluso con sus prendas de vestir, muchos de ellos
con orificios de bala en la parte posterior del cráneo, un total de 109 personas,
como ya lo dijimos.
Pero
también se encontró el horno, los tubos galvanizados, los conductos del gas y
restos óseos quemados junto con cauchos y ladrillos. ¿Cuántos cadáveres habrán
desaparecido de esa manera? Es la pregunta que se hace Rocío Silva, y que
deberíamos hacernos todos los peruanos que exigimos justicia para las víctimas
de esta carnicería militar.
Sin embargo, a pesar de las numerosas pruebas que incriminan y
prueban la responsabilidad penal de las Fuerzas Armadas en estos crímenes (personal
y altos mandos, por igual), resulta sorprendente y sublevante, al menos para
quienes creemos en la dignidad y los derechos humanos de todos los peruanos,
que algunos compatriotas pretendan justificar estos terribles delitos con
frases escalofriantes como las siguientes: “Está bien que los hayan matado a
esos terrucos”. “Las cholas que fueron violadas eran terrucas, merecían lo que
les pasó”. “Los niños seguro también eran terrucos o en eso acabarían”. “No
importa si eran o no terrucos, total, son los costos de la guerra”.
Cuando escucho proferir estas frases en público, y también en
privado, no puedo sentir sino lástima por quienes las propalan, pero también
angustia y temor por el futuro que nos espera como sociedad. ¿Qué clase de
seres humanos somos para justificar violaciones, asesinatos, torturas y
desapariciones bajo el argumento infame de la lucha contra el terror? ¿Acaso el
Estado no se convierte también en una máquina de muerte cuando incurre en actos
de terrorismo? ¿Acaso es necesario vejar y humillar a hombres, mujeres y niños
para vencer al terror?
Lo
que algunos olvidan, o simplemente quieren negar, es que la democracia exige el
respeto por las reglas del Estado de Derecho, una de las cuales es justamente
la defensa de la vida y los derechos humanos. En democracia, los presuntos
criminales son capturados, investigados procesados y sentenciados, si fuera el
caso. Una sociedad democrática y civilizada no incurre en actos de terrorismo
de Estado so pretexto de combatir el crimen.
Casualmente,
lo que diferencia a una democracia de un régimen de terror y abuso como el que
Sendero Luminoso quería imponer es el respeto por la legalidad y por la
justicia, la misma que se imparte de acuerdo al orden jurídico vigente. Por esa
razón, ningún peruano que cree en la democracia y en los principios del Estado
de Derecho puede justificar la conducta de estos asesinos, que vistiendo el
uniforme militar, asesinaban, violaban y torturaban a humildes campesinos en el
interior de nuestro país, bajo la mirada y el silencio cómplice de quienes
debieron tomar medidas para evitar la comisión de estos crímenes contra los
derechos humanos, y que simplemente no lo hicieron.
Por eso, para saber -a ciencia cierta- de lo que estamos hablando,
es preciso recordar algunos de los muchos crímenes cometidos en el Cuartel
"Los Cabitos," para que los electores, pero sobre todo los más
jóvenes, sepan el nivel de violencia y ferocidad que muchos efectivos de las
Fuerzas Armadas desataron contra la población civil (campesina y pobre)
ayacuchana so pretexto de combatir a la subversión.
El
primer caso es el de Jaime Ayala, corresponsal del Diario “La República”, a
quien el 2 de agosto de 1984, luego de que él se presentara voluntariamente en
el Cuartel, los militares torturaron por doce días, para luego desaparecerlo,
según los testimonios de los propios militares. Jaime tenía 22 años, estaba
casado y tenía un bebé de cuatro meses.
El
segundo caso es el de OKZ, quien en su testimonio (proceso Cabitos 83) señaló
que fue violada por su torturador en el escritorio del Cuartel, cuando ella era
apenas una niña de 10 años de edad, hecho que marcó su vida para siempre, y la
condenó a vivir entre el miedo y la tristeza.
El tercer caso es el de Rosa Pallqui, a cuyo padre se lo llevaron
los militares en abril de 1986. Él estaba regando su chacra cuando fue
intervenido y conducido al Cuartel. Al día siguiente, su esposa fue a la chacra
pero ya no lo encontró, los militares lo habían llevado. Él nunca más volvería.
No
suelo compartir las opiniones de Rocío Silva, a quien respeto como poeta y
activista de derechos humanos, pero con quien tengo marcadas diferencias
ideológicas. Sin embargo, en este tema en especial, me parece que corresponde
reproducir un párrafo suyo pues grafica lo que realmente fue este lugar de
crimen y barbarie: “En nuestro país, dice Rocío Silva, existió un campo de
exterminio: una versión criolla de los “lager” nazis, ese lugar era el Cuartel
"Los Cabitos". Allí, refiere la poeta, los soldados aprendían a torturar,
a enterrar a los supuestos terrucos hasta la cabeza y amenazarlos, a
introducirles clavos en las orejas, a violar a las mujeres y niñas, a colgar a
los sospechosos de los antebrazos, a “tinearlos” y realizar otros tipos de
torturas”, sentencia.
En
otras palabras, al puro estilo de las Fuerzas Armadas argentinas y chilenas
durante sus últimas dictaduras, en nuestro país, entre 1980 e inicios de la
década del 90’, un importante grupo de militares, convirtió el Cuartel
"Los Cabitos" en un centro clandestino de reclusión, tortura,
asesinato, violación y otros crímenes. Las víctimas, supuestos terroristas, que
fueron llevados a este lugar, fueron tratados con crueldad, muchos fueron
torturados hasta la muerte, las mujeres maltratadas, y las niñas vilmente
ultrajadas.
Frente a este tipo de sucesos, ¿Qué hacer? Es una pregunta válida
que deberíamos empezar a resolver como país. Creo que como primer paso, los
peruanos debemos exigirle a las autoridades (fiscales y judiciales) investigar,
procesar y sentenciar de manera ejemplar a los responsables de tan perversos
crímenes. Para este tipo de delitos no existe el perdón, menos el borrón y
cuenta nueva. Lo que corresponde es honrar la memoria de las víctimas y
familiares haciendo justicia. Quienes sufrieron durante todos estos años la
angustia y la pena de no tener junto a ellos a sus seres queridos, merecen no
sólo la indignación de la colectividad, sino el apoyo y la solidaridad de todos
nosotros.
Así,
los peruanos debemos reconocer que en el Perú se cometieron graves violaciones
contra los derechos humanos. Debemos asumir que como sociedad tenemos la
obligación moral de que nuestra indignación se traduzca en acciones concretas.
En primer lugar, el Estado debe seguir dando a conocer la magnitud del conflicto
y las secuelas que la violencia dejó en el país, pero sobre todo, en las zonas
de mayor conflicto, como Huamanga (Ayacucho), por ejemplo. En segundo lugar, la
sociedad debe hacer un severo llamado de atención a las autoridades nacionales
sobre los numerosos casos de violación contra los derechos humanos que todavía
siguen impunes. En tercer lugar, el Estado debe diseñar, implementar y sostener
un plan de exhumaciones, identificación y restitución de los cuerpos a los
familiares de las víctimas, como parte del proceso de reconciliación, justicia
y verdad iniciado en nuestro país hace algunos años. Finalmente, debemos
exigirle al Estado que cumpla con las recomendaciones de la Comisión de la
Verdad y Reconciliación, sobre todo en lo concerniente a la política de
reparaciones.
A
propósito de las reparaciones simbólicas y colectivas, no deja de llamar la
atención el que hoy en día, a pesar del acuerdo al que se ha llegado entre el
Gobierno Regional de Ayacucho y la Municipalidad Provincial, respaldado por el
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos y el Ministerio de Agricultura,
respectivamente, para convertir al Cuartel "Los Cabitos" en el
"Santuario de La Hoyada", es decir, en un lugar de encuentro y
memoria en donde se recuerde y rinda homenaje a las víctimas de esta barbarie,
sea el Ministerio de Defensa el único en oponerse. Eso demuestra que en nuestro
país, muchas veces, es el propio Estado el que entorpece el proceso de justicia
y reconciliación nacional que muchos no dejaremos de promover y defender, le
pese a quien le pese.
Etiquetas: ACCOMARCA, Cuartel Los Cabitos, General Mori
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