viernes, 22 de agosto de 2014

EL PROFESOR HENRY PEASE


He leído en los últimos días decenas de artículos vinculados al sensible fallecimiento del Profesor Henry Pease. En todos ellos se hace mención a la destacada trayectoria política y académica que él a lo largo de sus 69 años de vida supo construir. Por tal motivo, sería ocioso de mi parte escribir -una nota más- sobre los ríos de tinta que ya se encargaron de subrayar los méritos profesionales y la obra intelectual del Profesor Pease.

La gente, el común denominador de los peruanos, conoce tan solo la faceta pública del Profesor Pease, el lado político de este demócrata de izquierda que fue Senador, Presidente del Congreso y Candidato a la Presidencia de la República. Sin embargo, pocos, muy pocos, diría yo, tuvieron la oportunidad de interactuar directamente con él, y acercarse al lado más humano de un hombre que desde mi óptica trató siempre de ser coherente, algo que en pocas palabras se reduce a lo siguiente: actuar conforme a lo que se piensa y dice.

Al Profesor Pease lo conocí personalmente hace aproximadamente tres años, fecha en la cual ingresé a la Maestría en Ciencia Política de la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la Pucp (él era su Director). Como corresponde, el Profesor Pease tuvo el encargo de darnos la bienvenida a la Escuela, brindándonos una aproximación general acerca de lo que representaba para un profesional cursar estudios de maestría en este campo. Luego, lo tuve como Profesor en el curso de Instituciones Políticas, cátedra que él dictaba al lado del joven docente (ahora también mi amigo), Giofianni Peirano.


Hasta ese momento, mi relación con él no era diferente a la de cualquier otro alumno que mira con respeto y admiración al Profesor cuyos libros recogen lo más importante de la historia política peruana del siglo XX, una historia de la que él fue también protagonista. Ahora bien, más allá de los apuntes y reflexiones que el Profesor Pease pudiera hacernos en clase, lo que más me sorprendía de él era su memoria prodigiosa para recordar fechas, datos, frases, noticias, eventos y nombres. En suma, escucharlo dictar clase era como reconstruir el pasado de la mano de alguien que -como ya dije- fue un actor directo de esa historia política que con paciencia y dedicación él nos trataba de enseñar. Mirar el pasado, para entender el presente y avizorar el futuro, esa era la clave del curso.

Pero mi relación con el Profesor Pease cambió desde el día en que fui elegido Representante Estudiantil de la Maestría ante el Consejo Directivo de la Escuela. Y digo que cambió porque en un espacio más reducido, fuera del salón de clases, pero vinculado a la marcha de nuestra Pucp, pude conocer de cerca al hombre que con tenacidad, coraje y valentía trabajaba sin desmayo a pesar de los problemas de salud que de cuando en cuando lo obligaban a internarse en la Clínica Angloamericana. Como bien lo apunta un amigo y compañero de la Maestría: “nosotros pensábamos que sus entradas y salidas de la clínica eran una suerte de deporte de aventura que él jugaba sabiendo que siempre saldría victorioso”. Pero esta vez ya no fue así, su destino estaba ya marcado, por eso el Profesor Pease ya no está más entre nosotros.

Recuerdo con exactitud aquella vez en la cual todavía adolorido y con malestar nos dijo a todos los miembros del Consejo lo siguiente: “Yo no me imagino mi vida sin la PUCP, por eso les pido que me ayuden a luchar, pues ninguna enfermedad hará que yo adelante mi salida de esta universidad que es mi casa. Desde acá, como Profesor y Director de la Escuela, yo libraré esta batalla”. Todos nos quedamos mudos, mirándonos los unos a los otros, sin saber qué decir. Al cabo de un par de minutos, fue el Profesor Sinesio López quien rompió el silencio: “Henry, todos estamos contigo. Cuentas con nuestro apoyo”.


De inmediato, y como era costumbre en el Profesor Pease, luego de pedirnos -una vez más- puntualidad -sobre todo a los más jóvenes-, nos leyó la agenda de la sesión, para finalizar diciendo: “tenemos mucho por hacer, y poco tiempo para trabajar, así que de una vez tomemos decisiones y acciones”. Ese era el Profesor Pease, un trabajador de 24 horas, un hombre que a sus 69 años nos daba lecciones de compromiso, esfuerzo y dedicación. Me pregunto: ¿qué diferente sería el Perú si quienes dirigen las universidades -privadas y públicas- tuviesen la mitad de la mística del Profesor Pease?

Fue así como de reunión en reunión, intercambiando correos (académicos, institucionales y personales) mi relación con el Profesor Pease se fue haciendo cada vez más cercana. ¿De dónde saca tiempo este hombre? Me pregunté más de una vez, sobre todo cuando con la mayor generosidad me citaba a su oficina a conversar, o como la última vez, cuando me dijo que me esperaba en su casa para almorzar y charlar sobre los dilemas personales que nunca alcancé a contarle -al menos no todos-, porque valgan verdades, el Profesor Pease, era mucho más que un Profesor universitario. El Profesor Pease era también un consejero.

Así fue como mi afecto y admiración por él fueron creciendo. Y cómo no, si siempre tuvo un tiempo para los muchos -que como yo- recurríamos a él en busca de orientación y consejo. Hasta aquí, lo que les acabo de relatar, bastaría para recordarlo siempre como un hombre íntegro y generoso. Pero me parece justo -aunque sé que a él no le hubiera gustado que comente esto- dar a conocer el lado humano y solidario que él a lo largo de los años tuvo siempre con los que menos tienen en este país. Y lo haré a partir de una anécdota personal que nos tocó vivir hace apenas unas semanas.


Una compañera de trabajo, también politóloga de la Pucp, tuvo la noble iniciativa -junto a otro grupo de personas- de ayudar a una escuelita de la sierra central de nuestro país en la implementación de su biblioteca. Para ello, nos remitió un correo electrónico a todos los que posiblemente tendríamos la voluntad de colaborar en este esfuerzo.

Como algunos amigos saben, las bibliotecas han sido espacios en donde yo he experimentado momentos de gran felicidad y los libros –desde luego- son para mí los amigos fieles a los que a diario recurro en búsqueda de placer y cultura. Por ello, no dudé en pedirle a esta amiga que me permitiera difundir esta iniciativa entre los míos con el objetivo de aumentar la lista de colaboradores y donantes de libros. Fue así como el correo electrónico titulado: “Ayúdanos a implementar una biblioteca”, llegó a las bandejas de todos mis contactos.

Mayor fue mi sorpresa al darme cuenta que luego de apenas transcurridos algunos minutos desde el momento del envío, era el Profesor Pease el primero en contestar el correo diciendo algo más o menos así: “Estimado Rafael, como sabes, yo no puedo ir a comprar los libros que aparecen en la lista que envías, por eso te pido que pases a la Escuela a recoger un sobre que está a tu nombre, y me hagas el enorme favor de comprarlos por mí. Recuerda que el miércoles te espero al término de mi clase para ir juntos a almorzar a mi casa y conversar sobre lo que me señalas en tu comunicación anterior”.


Le tomé la palabra al Profesor Pease, y como me señaló en su correo, pasé a recoger su donativo, pues luego, ya por la tarde ir a comprar los libros (todos los que pudiésemos) para la implementación de la biblioteca de esa lejana escuelita serrana. Al salir de la Escuela, lo vi subiendo a su auto, corrí para darle el encuentro y agradecerle por su gesto. Él estaba sentado en su carro, me miró sonriendo y me dijo: ¿Cuántos compraste? Yo le respondí diciendo que la compra recién la haría por la tarde. Fiel a su estilo pronunció la siguiente frase: “A este paso la implementamos el 2016, Rafael. Las cosas siempre se hacen para ayer”. Bueno, le dije, qué le parece si compramos novelas o cuentos de autores peruanos. A lo que él respondió: “¿En quién has pensado?” En Arguedas o Ribeyro, le dije. “Mejor Arguedas. El Perú ha cambiado, pero no para todos los peruanos. Leer a Arguedas sigue siendo una obligación en este país”, sentenció.

A la semana siguiente, retomamos la comunicación, respondía una comunicación mía haciéndome recordar que el otro miércoles nos debíamos reunir en la Pucp para ir juntos a su casa. El día llegó, yo debía pedir permiso en el trabajo para asistir a la cita, pero minutos antes de hacerlo, recibí una comunicación suya, en ella me decía que no se sentía bien y que debíamos dejar la reunión para la próxima semana. Ya no hubo próxima semana, pues entre las evaluaciones, los exámenes finales y la presentación de la Revista de Ciencia Política de la Escuela, el tiempo se nos había ido de las manos.

Fue justamente este último evento la última vez que pude verlo y saludarlo. Tengo varios recuerdos suyos, pero estoy seguro que en mi memoria quedará grabado sólo uno de ellos: Ese diálogo en el estacionamiento de la universidad, esa conversación sobre lo importante que sería para los niños de esa escuelita serrana leer a Arguedas, porque el Perú había cambiado, pero no para todos los peruanos.


“Gracias Profesor Pease, su clase en el estacionamiento de la Pucp no la olvidaré jamás. Recuerde que todavía tenemos pendiente un almuerzo en su casa”.

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