He
leído en los últimos días decenas de artículos vinculados al sensible
fallecimiento del Profesor Henry Pease. En todos ellos se hace mención a la
destacada trayectoria política y académica que él a lo largo de sus 69 años de
vida supo construir. Por tal motivo, sería ocioso de mi parte escribir -una
nota más- sobre los ríos de tinta que ya se encargaron de subrayar los méritos
profesionales y la obra intelectual del Profesor Pease.
La
gente, el común denominador de los peruanos, conoce tan solo la faceta pública del
Profesor Pease, el lado político de este demócrata de izquierda que fue Senador,
Presidente del Congreso y Candidato a la Presidencia de la República. Sin
embargo, pocos, muy pocos, diría yo, tuvieron la oportunidad de interactuar
directamente con él, y acercarse al lado más humano de un hombre que desde mi
óptica trató siempre de ser coherente, algo que en pocas palabras se reduce a
lo siguiente: actuar conforme a lo que se piensa y dice.
Al Profesor
Pease lo conocí personalmente hace aproximadamente tres años, fecha en la cual
ingresé a la Maestría en Ciencia Política de la Escuela de Gobierno y Políticas
Públicas de la Pucp (él era su Director). Como corresponde, el Profesor Pease tuvo
el encargo de darnos la bienvenida a la Escuela, brindándonos una aproximación
general acerca de lo que representaba para un profesional cursar estudios de
maestría en este campo. Luego, lo tuve como Profesor en el curso de
Instituciones Políticas, cátedra que él dictaba al lado del joven docente (ahora
también mi amigo), Giofianni Peirano.
Hasta
ese momento, mi relación con él no era diferente a la de cualquier otro alumno
que mira con respeto y admiración al Profesor cuyos libros recogen lo más
importante de la historia política peruana del siglo XX, una historia de la que
él fue también protagonista. Ahora bien, más allá de los apuntes y reflexiones
que el Profesor Pease pudiera hacernos en clase, lo que más me sorprendía de él
era su memoria prodigiosa para recordar fechas, datos, frases, noticias, eventos
y nombres. En suma, escucharlo dictar clase era como reconstruir el pasado de
la mano de alguien que -como ya dije- fue un actor directo de esa historia
política que con paciencia y dedicación él nos trataba de enseñar. Mirar el
pasado, para entender el presente y avizorar el futuro, esa era la clave del curso.
Pero
mi relación con el Profesor Pease cambió desde el día en que fui elegido
Representante Estudiantil de la Maestría ante el Consejo Directivo de la
Escuela. Y digo que cambió porque en un espacio más reducido, fuera del salón
de clases, pero vinculado a la marcha de nuestra Pucp, pude conocer de cerca al
hombre que con tenacidad, coraje y valentía trabajaba sin desmayo a pesar de
los problemas de salud que de cuando en cuando lo obligaban a internarse en la
Clínica Angloamericana. Como bien lo apunta un amigo y compañero de la Maestría:
“nosotros pensábamos que sus entradas y salidas de la clínica eran una suerte
de deporte de aventura que él jugaba sabiendo que siempre saldría victorioso”. Pero
esta vez ya no fue así, su destino estaba ya marcado, por eso el Profesor Pease
ya no está más entre nosotros.
Recuerdo
con exactitud aquella vez en la cual todavía adolorido y con malestar nos dijo
a todos los miembros del Consejo lo siguiente: “Yo no me imagino mi vida sin la
PUCP, por eso les pido que me ayuden a luchar, pues ninguna enfermedad hará que
yo adelante mi salida de esta universidad que es mi casa. Desde acá, como Profesor
y Director de la Escuela, yo libraré esta batalla”. Todos nos quedamos mudos,
mirándonos los unos a los otros, sin saber qué decir. Al cabo de un par de
minutos, fue el Profesor Sinesio López quien rompió el silencio: “Henry, todos
estamos contigo. Cuentas con nuestro apoyo”.
De
inmediato, y como era costumbre en el Profesor Pease, luego de pedirnos -una
vez más- puntualidad -sobre todo a los más jóvenes-, nos leyó la agenda de la
sesión, para finalizar diciendo: “tenemos mucho por hacer, y poco tiempo para trabajar,
así que de una vez tomemos decisiones y acciones”. Ese era el Profesor Pease,
un trabajador de 24 horas, un hombre que a sus 69 años nos daba lecciones de
compromiso, esfuerzo y dedicación. Me pregunto: ¿qué diferente sería el Perú si
quienes dirigen las universidades -privadas y públicas- tuviesen la mitad de la
mística del Profesor Pease?
Fue
así como de reunión en reunión, intercambiando correos (académicos,
institucionales y personales) mi relación con el Profesor Pease se fue haciendo
cada vez más cercana. ¿De dónde saca tiempo este hombre? Me pregunté más de una
vez, sobre todo cuando con la mayor generosidad me citaba a su oficina a
conversar, o como la última vez, cuando me dijo que me esperaba en su casa para
almorzar y charlar sobre los dilemas personales que nunca alcancé a contarle
-al menos no todos-, porque valgan verdades, el Profesor Pease, era mucho más
que un Profesor universitario. El Profesor Pease era también un consejero.
Así
fue como mi afecto y admiración por él fueron creciendo. Y cómo no, si siempre
tuvo un tiempo para los muchos -que como yo- recurríamos a él en busca de
orientación y consejo. Hasta aquí, lo que les acabo de relatar, bastaría para
recordarlo siempre como un hombre íntegro y generoso. Pero me parece justo -aunque
sé que a él no le hubiera gustado que comente esto- dar a conocer el lado
humano y solidario que él a lo largo de los años tuvo siempre con los que menos
tienen en este país. Y lo haré a partir de una anécdota personal que nos tocó
vivir hace apenas unas semanas.
Una
compañera de trabajo, también politóloga de la Pucp, tuvo la noble iniciativa
-junto a otro grupo de personas- de ayudar a una escuelita de la sierra central
de nuestro país en la implementación de su biblioteca. Para ello, nos remitió
un correo electrónico a todos los que posiblemente tendríamos la voluntad de
colaborar en este esfuerzo.
Como
algunos amigos saben, las bibliotecas han sido espacios en donde yo he
experimentado momentos de gran felicidad y los libros –desde luego- son para mí
los amigos fieles a los que a diario recurro en búsqueda de placer y cultura.
Por ello, no dudé en pedirle a esta amiga que me permitiera difundir esta iniciativa
entre los míos con el objetivo de aumentar la lista de colaboradores y donantes
de libros. Fue así como el correo electrónico titulado: “Ayúdanos a implementar
una biblioteca”, llegó a las bandejas de todos mis contactos.
Mayor
fue mi sorpresa al darme cuenta que luego de apenas transcurridos algunos
minutos desde el momento del envío, era el Profesor Pease el primero en
contestar el correo diciendo algo más o menos así: “Estimado Rafael, como
sabes, yo no puedo ir a comprar los libros que aparecen en la lista que envías,
por eso te pido que pases a la Escuela a recoger un sobre que está a tu nombre,
y me hagas el enorme favor de comprarlos por mí. Recuerda que el miércoles te
espero al término de mi clase para ir juntos a almorzar a mi casa y conversar
sobre lo que me señalas en tu comunicación anterior”.
Le
tomé la palabra al Profesor Pease, y como me señaló en su correo, pasé a
recoger su donativo, pues luego, ya por la tarde ir a comprar los libros (todos
los que pudiésemos) para la implementación de la biblioteca de esa lejana
escuelita serrana. Al salir de la Escuela, lo vi subiendo a su auto, corrí para
darle el encuentro y agradecerle por su gesto. Él estaba sentado en su carro,
me miró sonriendo y me dijo: ¿Cuántos compraste? Yo le respondí diciendo que la
compra recién la haría por la tarde. Fiel a su estilo pronunció la siguiente
frase: “A este paso la implementamos el 2016, Rafael. Las cosas siempre se
hacen para ayer”. Bueno, le dije, qué le parece si compramos novelas o cuentos
de autores peruanos. A lo que él respondió: “¿En quién has pensado?” En
Arguedas o Ribeyro, le dije. “Mejor Arguedas. El Perú ha cambiado, pero no para
todos los peruanos. Leer a Arguedas sigue siendo una obligación en este país”,
sentenció.
A la
semana siguiente, retomamos la comunicación, respondía una comunicación mía haciéndome
recordar que el otro miércoles nos debíamos reunir en la Pucp para ir juntos a
su casa. El día llegó, yo debía pedir permiso en el trabajo para asistir a la
cita, pero minutos antes de hacerlo, recibí una comunicación suya, en ella me
decía que no se sentía bien y que debíamos dejar la reunión para la próxima
semana. Ya no hubo próxima semana, pues entre las evaluaciones, los exámenes
finales y la presentación de la Revista de Ciencia Política de la Escuela, el
tiempo se nos había ido de las manos.
Fue justamente
este último evento la última vez que pude verlo y saludarlo. Tengo varios
recuerdos suyos, pero estoy seguro que en mi memoria quedará grabado sólo uno
de ellos: Ese diálogo en el estacionamiento de la universidad, esa conversación
sobre lo importante que sería para los niños de esa escuelita serrana leer a Arguedas,
porque el Perú había cambiado, pero no para todos los peruanos.
“Gracias
Profesor Pease, su clase en el estacionamiento de la Pucp no la olvidaré jamás.
Recuerde que todavía tenemos pendiente un almuerzo en su casa”.
Etiquetas: Henry Pease
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