Hace 22 años, el 16 de
julio de 1992, la calle Tarata en Miraflores fue el escenario elegido por el movimiento
terrorista Sendero Luminoso para cometer uno de sus más brutales y sangrientos
atentados. La explosión de dos coches bomba hizo estallar en mil pedazos los
vidrios de los edificios ubicados en esta calle miraflorina (nadie lo
imaginaba). El saldo final de este infame crimen arrojó 25 personas asesinadas,
155 heridos y 183 viviendas dañadas, todo ello debido a la demencial violencia
que en esos años desató Sendero Luminoso en nuestro país (fue la primera vez
que el terror tocó fuertemente las puertas de la capital peruana).
Los olvidados
Sendero Luminoso, hasta ese entonces, había concentrado sus acciones armadas y
atentados terroristas en el interior del país. La sierra central fue la región
en donde estos terroristas operaban con mayor violencia. Explosiones, torres de
alta tensión derribadas, asesinatos selectivos, juicios populares, secuestros
de niños y arrasamientos eran las prácticas por medio de las cuales la mente
enferma de Abimael Guzmán imaginó alcanzar el poder. La población más afectada,
como siempre en nuestra historia, fue la
más pobre y humilde del país, las zonas embanderadas con la hoz y el martillo,
con paredes llenas de pintas, lemas y vivas al Presidente Gonzalo, fueron
aquellas a las cuales el Estado jamás había llegado. En otras palabras, Sendero
Luminoso y su violencia, pasó a ocupar los lugares y rincones del país que
habían sido abandonados históricamente por el Estado oficial.
Del campo a la ciudad
Tarata cambió el panorama,
para muchos Tarata representó el inicio de una nueva etapa en la guerra contra
la subversión. Para Sendero Luminoso había llegado la hora de tomar la ciudad
por asalto y cumplir con el lema maoísta bajo el cual la lucha popular debe ir
siempre del campo a la ciudad. La consigna era clara, la capital sería presa
del terror, el miedo petrificaría a los limeños y Lima, esa ciudad hostil y
distante, conocería el verdadero poder de estos asesinos. En un instante el país
cambió, el terrorismo dejó de ser un problema ajeno para los limeños, y paso a
convertirse en la preocupación mayor de sus residentes. Sendero tocaba la
puerta de la gran ciudad y lo hacía con el fusil y la dinamita en sus manos.
Los limeños, conocían, por primera vez el verdadero rostro del horror.
Sendero Luminoso, con este
atentado, demostró que su violencia no tenía límites, que no importaba si sus acciones
terminaban arrebatándole la vida a población civil inocente. Para Abimael
Guzmán, esa bestia criminal que convirtió al socialismo de Mariátegui en un
pretexto para la muerte de mujeres y niños, y al marxismo ideológico en la
envoltura del odio y la dinamita, los muertos inocentes no eran otra cosa que
“costos de guerra”, la llamada “cuota de sangre” que todo pueblo revolucionario
debía pagar para alcanzar la ansiada redención.
El país despertó
El país y la sociedad en
general, condenaron el atentado. Se organizaron marchas y movilizaciones por la
paz en toda la capital. Sendero Luminoso había herido el corazón mismo de ese
Perú formal que se negaba a mirar hacia adentro. El terrorismo dejó de ser un
problema exclusivo de esos cholos, indios o marginados, a los que siempre se
los estigmatizó mirándolos con desprecio, ahora las bombas del terrorismo
fratricida explosionaban en las narices de la población urbana, y el miedo empezó
a crispar la piel de todo el país. Las clases medias y acomodadas recién
tomaron nota de la violencia por la que atravesaba el país en el cual vivían, y
al que durante tanto tiempo ignoraron. Sendero Luminoso nos había notificado su
violencia en Lima, y lo hizo de la manera más salvaje.
Los crímenes de Estado
Pero si el horror de
Sendero Luminoso en Tarata sorprendió a todo el país y escandalizó a toda la
comunidad internacional, lo que vino después, como respuesta estatal, no fue
otra cosa que una serie de operativos encubiertos en donde la barbarie se
institucionalizaba y el terrorismo de Estado se convertía en el antídoto para
combatir a la subversión, y así restablecer el orden que Sendero Luminoso había
trastocado.
La conmoción fue tan
grande, y el pavor que la sangre derramada generaba fue tan profundo, que al
final la sociedad y varios medios de comunicación terminaron por justificar la
violación de derechos humanos bajo la idea de que todo “presunto terrorista”
merecía morir y que para ello las fuerzas militares y policiales debían apretar
el gatillo sin piedad. Así, el respeto por la presunción de inocencia empezó a
ser visto en nuestro país como sinónimo de cobardía o debilidad, y los juicios
a estos criminales no eran sino una pérdida de tiempo. Había que matar, caiga
quien caiga. Primero, las fuerzas del orden debían liquidar al sospechoso, para
luego recién investigar si el caído era o no senderista. El mundo al revés,
como en una película de horror.
Secuestro, asesinato y
desaparición de inocentes
Fue en ese escenario, que
en la madrugada del 18 de julio de 1992, dos días después del espanto en
Tarata, integrantes del grupo Colina, con el conocimiento del asesor de
gobierno, Vladimiro Montesinos y del ex presidente, Alberto Fujimori,
ingresaron a la Universidad Enrique Guzmán y Valle –La Cantuta– y secuestraron
a nueve estudiantes y un profesor de dicho centro de estudios.
El mensaje era claro, el Estado utilizaría el mismo terror cainita como
respuesta a la violencia desatada por Sendero Luminoso en Tarata. Los
estudiantes secuestrados fueron conducidos con los ojos vendados a un terreno
desolado a la altura del kilómetro 1,5 de la autopista Ramiro Prialé, allí
fueron torturados y ejecutados por estos de militares. Si el dolor de las
víctimas de Tarata era conmovedor, no menos estremecedor fue conocer las
circunstancias y la manera cómo estos jóvenes universitarios fueron ultimados
por los agentes del Estado a los que posteriormente el Gobierno de Alberto
Fujimori felicitó, para luego ayudarlos (a través de la promulgación de la Ley de
Amnistía) a eludir la acción de la justicia, a pesar de las numerosas denuncias
y pruebas incriminatorias existentes en su contra.
Hoy en día se sabe que luego de ser asesinados a mansalva, los cadáveres de
estos estudiantes y del profesor fueron enterrados en zanjas que ellos mismos
fueron obligados a cavar, para luego ser llevados a otro lugar en Lima, la
quebrada de Chavilca en Cieneguilla, donde fueron finalmente incinerados para
no dejar huella alguna de este brutal crimen. Las personas ultimadas ese 18 de
julio de 1992 fueron: Hugo Muñoz (el profesor), Armando Amaro, Enrique Ortiz,
Pablo Meza, Bertila Lozano, Dora Oyague, Robert Teodoro, Felipe Flores,
Marcelino Rosales y Juan Mariños.
Las heridas abiertas
Han transcurrido más de dos décadas desde estos luctuosos sucesos, sin embargo,
los fantasmas de Sendero Luminoso no han desaparecido y tampoco las heridas
abiertas por los crímenes cometidos por el Estado han logrado cicatrizar. A
pesar de los esfuerzos hechos por los gobiernos que se han sucedido luego de la
caída de la dictadura fujimorista, tales como la conformación de la Comisión de
la Verdad y Reconciliación (el más importante de todos ellos), la sociedad
peruana no ha podido todavía hacer un adecuado balance de los hechos. Los
peruanos no hemos sido capaces de reconstruir nuestra memoria histórica para
hacer frente a los peligros y violencia que ahora debemos enfrentar.
No resultar extraño entonces que la prédica violentista y pro terrorista de
grupos como el MOVADEF siga generando adhesiones entre los peruanos, y en
especial, eso es lo más preocupante, entre los más jóvenes. Escuchar a
estudiantes universitarios defender y justificar la violencia homicida del
cobarde de Abimael Guzmán, resulta tan indignante como ser testigos de la
manera cómo algunos medios de comunicación y sectores políticos siguen pretendiendo
justificar las graves delitos de violación contra los derechos humanos
cometidos por efectivos policiales y militares durante los años de violencia
política vividos en nuestro país.
Memoria para hacer
justicia
Recordar estos hechos, no
es, como algunos maliciosamente señalan, el esfuerzo de algunos intelectuales
de izquierda (caviares se los llama despectivamente) o activistas de derechos
humanos por traer de vuelta el pasado para reabrir la brecha que durante tanto
tiempo ha separado a todos los peruanos y seguir lucrando con el dolor de las
víctimas. Recordar los años de la violencia y procesar el horror vivido debe
ser algo que como colectividad tenemos que hacer con el objetivo de identificar
las causas y razones estructurales que hicieron posible que en nuestro país se
desate una atroz carnicería que enlutó a miles de familias peruanas bañando de
sangre a nuestro suelo.
Los peruanos debemos
condenar con total contundencia la violencia de Sendero Luminoso, venga de
donde venga, no podemos ser ambiguos en esa tarea, los peruanos tenemos el
deber moral de explicarles a los jóvenes del país que Abimael Guzmán no fue
otra cosa que un feroz asesino, una bestia criminal que le arrebató la vida a
miles de peruanos desde un cómodo escondite. Pero al mismo tiempo, debemos ser
igualmente categóricos a la hora de condenar uno a uno todos los crímenes de
Estado que se cometieron con el pretexto de pacificar nuestro país y derrotar a
la subversión. Esa es la tarea pendiente que nosotros tenemos como sociedad y
que no podemos eludir.
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