miércoles, 16 de julio de 2014

LA MEMORIA DEL ESPANTO



Hace 22 años, el 16 de julio de 1992, la calle Tarata en Miraflores fue el escenario elegido por el movimiento terrorista Sendero Luminoso para cometer uno de sus más brutales y sangrientos atentados. La explosión de dos coches bomba hizo estallar en mil pedazos los vidrios de los edificios ubicados en esta calle miraflorina (nadie lo imaginaba). El saldo final de este infame crimen arrojó 25 personas asesinadas, 155 heridos y 183 viviendas dañadas, todo ello debido a la demencial violencia que en esos años desató Sendero Luminoso en nuestro país (fue la primera vez que el terror tocó fuertemente las puertas de la capital peruana).

Los olvidados

Sendero Luminoso, hasta ese entonces, había concentrado sus acciones armadas y atentados terroristas en el interior del país. La sierra central fue la región en donde estos terroristas operaban con mayor violencia. Explosiones, torres de alta tensión derribadas, asesinatos selectivos, juicios populares, secuestros de niños y arrasamientos eran las prácticas por medio de las cuales la mente enferma de Abimael Guzmán imaginó alcanzar el poder. La población más afectada, como siempre en nuestra historia,  fue la más pobre y humilde del país, las zonas embanderadas con la hoz y el martillo, con paredes llenas de pintas, lemas y vivas al Presidente Gonzalo, fueron aquellas a las cuales el Estado jamás había llegado. En otras palabras, Sendero Luminoso y su violencia, pasó a ocupar los lugares y rincones del país que habían sido abandonados históricamente por el Estado oficial.

Del campo a la ciudad

Tarata cambió el panorama, para muchos Tarata representó el inicio de una nueva etapa en la guerra contra la subversión. Para Sendero Luminoso había llegado la hora de tomar la ciudad por asalto y cumplir con el lema maoísta bajo el cual la lucha popular debe ir siempre del campo a la ciudad. La consigna era clara, la capital sería presa del terror, el miedo petrificaría a los limeños y Lima, esa ciudad hostil y distante, conocería el verdadero poder de estos asesinos. En un instante el país cambió, el terrorismo dejó de ser un problema ajeno para los limeños, y paso a convertirse en la preocupación mayor de sus residentes. Sendero tocaba la puerta de la gran ciudad y lo hacía con el fusil y la dinamita en sus manos. Los limeños, conocían, por primera vez el verdadero rostro del horror.

Sendero Luminoso, con este atentado, demostró que su violencia no tenía límites, que no importaba si sus acciones terminaban arrebatándole la vida a población civil inocente. Para Abimael Guzmán, esa bestia criminal que convirtió al socialismo de Mariátegui en un pretexto para la muerte de mujeres y niños, y al marxismo ideológico en la envoltura del odio y la dinamita, los muertos inocentes no eran otra cosa que “costos de guerra”, la llamada “cuota de sangre” que todo pueblo revolucionario debía pagar para alcanzar la ansiada redención.




El país despertó

El país y la sociedad en general, condenaron el atentado. Se organizaron marchas y movilizaciones por la paz en toda la capital. Sendero Luminoso había herido el corazón mismo de ese Perú formal que se negaba a mirar hacia adentro. El terrorismo dejó de ser un problema exclusivo de esos cholos, indios o marginados, a los que siempre se los estigmatizó mirándolos con desprecio, ahora las bombas del terrorismo fratricida explosionaban en las narices de la población urbana, y el miedo empezó a crispar la piel de todo el país. Las clases medias y acomodadas recién tomaron nota de la violencia por la que atravesaba el país en el cual vivían, y al que durante tanto tiempo ignoraron. Sendero Luminoso nos había notificado su violencia en Lima, y lo hizo de la manera más salvaje.

Los crímenes de Estado

Pero si el horror de Sendero Luminoso en Tarata sorprendió a todo el país y escandalizó a toda la comunidad internacional, lo que vino después, como respuesta estatal, no fue otra cosa que una serie de operativos encubiertos en donde la barbarie se institucionalizaba y el terrorismo de Estado se convertía en el antídoto para combatir a la subversión, y así restablecer el orden que Sendero Luminoso había trastocado.

La conmoción fue tan grande, y el pavor que la sangre derramada generaba fue tan profundo, que al final la sociedad y varios medios de comunicación terminaron por justificar la violación de derechos humanos bajo la idea de que todo “presunto terrorista” merecía morir y que para ello las fuerzas militares y policiales debían apretar el gatillo sin piedad. Así, el respeto por la presunción de inocencia empezó a ser visto en nuestro país como sinónimo de cobardía o debilidad, y los juicios a estos criminales no eran sino una pérdida de tiempo. Había que matar, caiga quien caiga. Primero, las fuerzas del orden debían liquidar al sospechoso, para luego recién investigar si el caído era o no senderista. El mundo al revés, como en una película de horror.


Secuestro, asesinato y desaparición de inocentes

Fue en ese escenario, que en la madrugada del 18 de julio de 1992, dos días después del espanto en Tarata, integrantes del grupo Colina, con el conocimiento del asesor de gobierno, Vladimiro Montesinos y del ex presidente, Alberto Fujimori, ingresaron a la Universidad Enrique Guzmán y Valle –La Cantuta– y secuestraron a nueve estudiantes y un profesor de dicho centro de estudios.

El mensaje era claro, el Estado utilizaría el mismo terror cainita como respuesta a la violencia desatada por Sendero Luminoso en Tarata. Los estudiantes secuestrados fueron conducidos con los ojos vendados a un terreno desolado a la altura del kilómetro 1,5 de la autopista Ramiro Prialé, allí fueron torturados y ejecutados por estos de militares. Si el dolor de las víctimas de Tarata era conmovedor, no menos estremecedor fue conocer las circunstancias y la manera cómo estos jóvenes universitarios fueron ultimados por los agentes del Estado a los que posteriormente el Gobierno de Alberto Fujimori felicitó, para luego ayudarlos (a través de la promulgación de la Ley de Amnistía) a eludir la acción de la justicia, a pesar de las numerosas denuncias y pruebas incriminatorias existentes en su contra.

Hoy en día se sabe que luego de ser asesinados a mansalva, los cadáveres de estos estudiantes y del profesor fueron enterrados en zanjas que ellos mismos fueron obligados a cavar, para luego ser llevados a otro lugar en Lima, la quebrada de Chavilca en Cieneguilla, donde fueron finalmente incinerados para no dejar huella alguna de este brutal crimen. Las personas ultimadas ese 18 de julio de 1992 fueron: Hugo Muñoz (el profesor), Armando Amaro, Enrique Ortiz, Pablo Meza, Bertila Lozano, Dora Oyague, Robert Teodoro, Felipe Flores, Marcelino Rosales y Juan Mariños.


Las heridas abiertas

Han transcurrido más de dos décadas desde estos luctuosos sucesos, sin embargo, los fantasmas de Sendero Luminoso no han desaparecido y tampoco las heridas abiertas por los crímenes cometidos por el Estado han logrado cicatrizar. A pesar de los esfuerzos hechos por los gobiernos que se han sucedido luego de la caída de la dictadura fujimorista, tales como la conformación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (el más importante de todos ellos), la sociedad peruana no ha podido todavía hacer un adecuado balance de los hechos. Los peruanos no hemos sido capaces de reconstruir nuestra memoria histórica para hacer frente a los peligros y violencia que ahora debemos enfrentar.

No resultar extraño entonces que la prédica violentista y pro terrorista de grupos como el MOVADEF siga generando adhesiones entre los peruanos, y en especial, eso es lo más preocupante, entre los más jóvenes. Escuchar a estudiantes universitarios defender y justificar la violencia homicida del cobarde de Abimael Guzmán, resulta tan indignante como ser testigos de la manera cómo algunos medios de comunicación y sectores políticos siguen pretendiendo justificar las graves delitos de violación contra los derechos humanos cometidos por efectivos policiales y militares durante los años de violencia política vividos en nuestro país.


Memoria para hacer justicia

Recordar estos hechos, no es, como algunos maliciosamente señalan, el esfuerzo de algunos intelectuales de izquierda (caviares se los llama despectivamente) o activistas de derechos humanos por traer de vuelta el pasado para reabrir la brecha que durante tanto tiempo ha separado a todos los peruanos y seguir lucrando con el dolor de las víctimas. Recordar los años de la violencia y procesar el horror vivido debe ser algo que como colectividad tenemos que hacer con el objetivo de identificar las causas y razones estructurales que hicieron posible que en nuestro país se desate una atroz carnicería que enlutó a miles de familias peruanas bañando de sangre a nuestro suelo.


Los peruanos debemos condenar con total contundencia la violencia de Sendero Luminoso, venga de donde venga, no podemos ser ambiguos en esa tarea, los peruanos tenemos el deber moral de explicarles a los jóvenes del país que Abimael Guzmán no fue otra cosa que un feroz asesino, una bestia criminal que le arrebató la vida a miles de peruanos desde un cómodo escondite. Pero al mismo tiempo, debemos ser igualmente categóricos a la hora de condenar uno a uno todos los crímenes de Estado que se cometieron con el pretexto de pacificar nuestro país y derrotar a la subversión. Esa es la tarea pendiente que nosotros tenemos como sociedad y que no podemos eludir.

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