martes, 5 de agosto de 2014

JORGE LUIS BORGES Y LA POLÍTICA


En noviembre de 2010, la revista cultural mexicana “Letras Libres”, publicó un artículo escrito por Mario Vargas Llosa titulado: “Borges, político”. En este artículo, el Premio Nobel analizó los vaivenes políticos de este escritor inmortal. El texto es extenso y rico en datos, por eso creo necesario reseñarlo, sobre todo pensando en aquellos jóvenes que en estos momentos tienen entre sus manos su primer libro de Borges y que al mismo tiempo se preguntarán -como también lo hice yo- por el hombre detrás del gigante literario, por el ser de carne y hueso que estuvo siempre perseguido por sus inclinaciones políticas -y sus declaraciones-. Esta columna, entonces, intentará -a partir del artículo del Nobel peruano- abordar el pensamiento político de quien si bien es cierto luchó contra el fascismo y el comunismo por igual, también aceptó condecoraciones de Pinochet y la Junta Militar argentina.

¿Despreció Borges la política, como algunos afirman? Según Vargas Llosa, en una entrevista que el maestro argentino le concedió en 1964, este le dijo lo siguiente: “la política es una de las formas del tedio”. Pero esa frase no debe llevarnos a equívoco, ya que este apunte en sí mismo no lo convierte en un hombre apolítico, ya que como  bien lo apunta el Nobel: “despreciar la política es una toma de posición política tan política como adorarla”.

¿Cómo interpretar, entonces, la frase de Borges? Ese desdén es consecuencia del escepticismo del creador del “Aleph”, de su poca capacidad para adherirse a cualquier fe, religiosa o ideológica. Sobre este punto, nos advierte Vargas Llosa, debemos recordar que Borges jugaba con este tema de su vida apolítica y su aversión por todos aquellos que la practicaban, y que el juego de proclamar la inexistencia de la realidad material, de lo objetivo, de lo concreto, y del sueño y la ficción como la sola realidad, se convirtió para él en una creencia seria que no sólo le dio a su obra un tema recurrente y original; sino que también llegó a incrustarse en su concepción de la realidad, sino basta con recordar el título de una de sus geniales obras: “Ficciones”.


Sin embargo, a pesar de su agnosticismo y su incapacidad para creer en Dios y en todo tipo de entusiasmo o militancia colectiva de la política, Borges expresó en muchos de los textos que publicó en la Revista Sur -esa joya cultural dirigida por Victoria Ocampo-, preferencias y rechazos políticos perfectamente identificables. Y es que luego de leer estos textos, afirma Vargas Llosa, uno puede decir que Borges fue un individualista recalcitrante, constitutivamente alérgico a ceder un ápice de su independencia y a disolverla en lo gregario, lo que, de hecho lo convertía en un enemigo declarado de toda doctrina y formación política colectivista, como el fascismo, el nazismo o el comunismo, de los que fue adversario sistemático y pugnaz toda su vida.

Es decir, aunque a menudo se empeñara en declarar su falta de interés y su carencia de "toda vocación de heroísmo, de toda facultad política", Borges no cesó durante los años treinta y cuarenta, de denunciar en sus textos la "pedagogía del odio" y el “racismo de los nazis”, de defender a los judíos y manifestar su solidaridad con la causa de los aliados en la guerra contra Alemania.

Por ello, por "ser partidario de los aliados", fue sancionado por la dictadura de Perón, que lo degradó, removiéndolo del modesto cargo que ocupaba -auxiliar tercero en una biblioteca municipal del barrio Sur- a inspector de aves de corral. Como dice Vargas Llosa, pasó de funcionario de biblioteca a inspector de gallineros. Ese fue el precio que Borges tuvo que pagar por atreverse a decir en la Argentina de Perón que el verdadero peligro para la libertad individual era la ideología fascista que tanto seducía al esposo de Evita.



Con gran sentido histórico, Borges vio en el nazismo la execrencia de un mal mayor y más, mucho más extendido: el nacionalismo. A menudo, nos lo recuerda Vargas Llosa, se mofaba en su soledad o con algunos amigos de esos "turbios sentimientos patrióticos", chauvinistas y chabacanos mejor dicho, que servían para justiciar la mediocridad artística: "Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional”, me parece absurdo todo eso, decía Borges.

Sin embargo, y contra lo que muchos creen, Vargas Llosa afirma, que a Borges nada le indignada más como que lo acusaran a él y a Victoria Ocampo, de "falta de argentinidad". Esa acusación, decía Borges, "la hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino, que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo". Por ello, en un homenaje póstumo a Victoria Ocampo, su gran compañera de trabajo y mejor amiga, Borges explicó su vocación de ciudadano del mundo, diciendo lo siguiente: " Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad y trascendencia”.

Todo ello, explica su horror al nacionalismo, su odio profundo a la dictadura de Perón, consistente y combativo durante los doce años que duró (años de odio y oprobio, los llamó, años de vergüenza nacional para el pueblo argentino, dice Vargas Llosa). El "dictador encarnó el mal", escribió alguna vez Borges, y muchas veces recordó, la felicidad que dijo sentir, aquella mañana de septiembre, cuando triunfó la revolución que lo depuso. Borges jamás imaginó que lo que vendría después de Perón sería otro autoritarismo, pero esa es otra historia.


Hasta aquí, como afirma Vargas Llosa, parece existir una coherencia política absoluta en Borges que, sin embargo, se rompería con brusquedad con el apoyo franco que este gigante de las letras latinoamericanas prestó a dos de las dictaduras militares más feroces de la historia argentina: 1) La que derrocó a Perón (nos referimos a la de Aramburú y Rojas); y 2) La que puso fin al gobierno de Isabelita Perón (nos referimos a la de Videla y compañía).

Este apoyo constituyó una contradicción en sí misma, fue un respaldo que no congenió para nada con su identificación con la causa aliada contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Una apuesta que resulta hasta ahora extraña, teniendo en cuenta aquella frase que Borges profirió alguna vez sobre las dictaduras: "Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez".

¿Qué decir ante ello? ¿Cómo justificar tamaño desliz? Se pregunta Vargas Llosa. Borges, dice el escritor de “La Conversación en la Catedral”, era ante todo un ser humano como todos nosotros, era un ser falible y por eso se equivocó. Pero haciendo un esfuerzo por comprender el porqué de tal apoyo al régimen dictatorial de Aramburú y Rojas, y al de Videla y compañía, Vargas Llosa ensaya la siguiente hipótesis, él dice: “hubo una ilusión en la mente y alma que embargó a Borges, la sana creencia de que el final del peronismo trajera consigo la democracia, esto pudo explicar su inicial entusiasmo con el régimen militar, del que además y, esto es bueno señalar, aceptó distinciones y nombramientos sin la menor reticencia”. En otras palabras, Borges pasó de ser un perseguido por la dictadura de Perón a un afanado colaborador de la dictadura de Aramburú y Rojas, primero, y de Videla y compañía, después.


Ahora bien, sobre este punto en particular, Vargas Llosa hace un deslinde que también a nosotros nos parece justo hacer. Es verdad que cuando Borges defendió a los miembros de la Junta Militar, y compartía cenas y sesiones de té con ellos en la Casa Rosada, era todavía en los comienzos de la dictadura, antes de que la represión alcanzará los niveles de salvajismo que años más tarde tendría, convirtiéndose en una de las dictaduras más desalmadas y sanguinarias que haya padecido América Latina, una dictadura que torturó, asesinó, censuró y reprimió con mayor ferocidad y falta de escrúpulos que todas las que le habían precedido. Luego, como se sabe, sobre todo a partir de la diferencia de Argentina con Chile sobre el Beagle, Borges tomó distancia con el régimen militar y lo censuró abiertamente. Declaró que los militares deberían retirarse del gobierno "porque pasarse la vida en los cuarteles y en los desfiles, no capacita a nadie para gobernar", apunta Vargas Llosa.

A pesar de ello, ese deslinde con los militares, con aquellos que aniquilaron toda posibilidad de renacimiento democrático en Argentina, fue para muchos tardío, y no lo bastante claro como para borrar de la memoria de los argentinos el espaldarazo de Borges al régimen dictatorial, el mismo que causó no sólo en sus enemigos, sino en especial en sus más entusiastas admiradores, que como Vargas Llosa aprendieron lo que significaba escribir y ser un escritor a través de su figura, prosa y ejemplo, una desazón que a pesar del transcurso de los años sigue motivando encendidas polémicas en los círculos académicos de su país. ¿Cómo se explica esta ceguera política y ética en quien, respecto del peronismo, al nazismo, al marxismo, al nacionalismo, se había mostrado tan sensato? Es la pregunta que no sólo Vargas Llosa, sino miles lectores alrededor del mundo,  se siguen haciendo hasta nuestros días.


Tal vez, propone Vargas Llosa, eso ocurrió porque su adhesión a la democracia fue no sólo cauta sino lastrada por el escepticismo que le merecían su país y América Latina. No bromeaba Borges cuando decía que “la democracia era un abuso de la estadística”, o cuando se preguntaba si alguna vez los argentinos, los latinoamericanos, merecerían el sistema democrático. En su secreta intimidad, es obvio que se respondía que no, que la democracia era un don de aquellos países antiguos y lejanos, que él admiraba tanto, como Inglaterra y Suiza, pero difícilmente aclimatable en esos países a medio hacer como el que descubrió -el suyo- al volver a América Latina hacia 1921: "Un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura".

Habiendo llegado al término de esta columna, y antes del punto final, debo decir, de modo muy personal –pues sé que muchos no comparten esta opinión-, que dicho desliz político, horror monumental, y ceguera política mayúscula, no desmerecerán jamás el impecable y eterno sello de su prosa y la originalidad de su obra, esa limitación, como dice Vargas Llosa: “estaba en su manera de ver y entender la vida de los otros, la vida suya enredada con la de los demás, en esa cosa tan despreciada por él y, a menudo, tan justamente despreciable: la política”.


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