¿APRENDIZ DE BRUJO O MONSTRUO MORAL?*
El
año pasado, el Fondo Editorial de la Pucp, publicó el libro titulado Profetas del odio. Raíces culturales y
líderes de Sendero Luminoso, escrito por el sociólogo peruano Gonzalo
Portocarrero. En esta obra, el autor acentúa la importancia de la cultura en el
análisis de la insurrección senderista y su brutal represión por las fuerzas
del orden.
Como
bien lo señala el autor, el accionar de Sendero Luminoso ha sido usualmente
entendido como resultado de los dramáticos cambios que vivió el Perú en las
décadas de 1950, 1960 y 1970, vinculados a la decadencia de la hacienda
tradicional, al quiebre de la servidumbre indígena, a las migraciones hacia la
costa, a la extensión de la educación y de las ideas políticas radicales, entre
otros factores.
Un
enfoque diferente
Sin
embargo, lo que han olvidado mencionar algunos estudios es que esos cambios han
estado acompañados de una lista de continuidades históricas y sociales igualmente
decisivas. El autor en este punto hace alusión a la pervivencia de una visión
encantada del mundo, a la potente vigencia del dogmatismo, a la exaltación del
sufrimiento y el sacrificio, a la idea de una autoridad omnisciente e
infalible, a la posibilidad de una redención, ya no divina, sino mundana, que
se concreta sobre la tierra y no en los cielos.
En
otras palabras, lo que se destaca en estos ensayos es que la gran promesa de
Sendero Luminoso era que, gracias a la insurrección, el fatalismo de los
oprimidos se transformaría en la rabia que impulsaría ese cambio radical que
traería el cielo a la tierra.
El
odio como ideología
En
el libro se concluye que Guzmán, “el Presidente Gonzalo” y su cúpula, lograron elaborar una ideología que aspiraba a
articular todos los odios abiertos por las brechas sociales y las injusticias
en el país. Eso explica por qué la apuesta senderista fue la de articular una
propuesta que glorificara la violencia como el medio que haría posible una
transformación social que eliminaría la injusticia para siempre; dando lugar,
entonces, a una sociedad reconciliada y pacífica, tal y como lo expone
(reiteradamente) el autor.
Fue
justamente este odio, usado como sustrato esencial en la propaganda senderista,
el que logró que los militantes, en su mayoría jóvenes (estudiantes y
campesinos), que fueron la columna vertebral en la insurrección terrorista,
fueran ganados por un discurso que les ofrecía un sentido grandioso para sus vidas,
una buena conciencia que los habría de
redimir de sus sentimientos de culpa y de absurdo. Para el autor, en ese
escenario guerrerista, la única opción era matar o morir, pues el cumplimiento
del deber revolucionario hasta la muerte, en la lógica senderista, era el verdadero camino hacia la realización
humana.
Lo
mismo ocurrió con las bases del movimiento, a ellas se las entusiasmó, afirma
el autor, con la posibilidad de salir de la resignación y el autodesprecio,
para convertir su frustración y rabia en odio y orgullo, en violencia y
progreso. Entonces, para los militantes senderistas, por órdenes expresas de
Guzmán, creer y hablar no era suficiente, era necesario que todos ellos
derrochen entusiasmo y sacrificio, que actúen con decisión y paguen esa cuota
de sangre que la revolución exigía. Hombres, mujeres, jóvenes y niños estaban
obligados a empuñar el fusil, porque para Guzmán, el poder nace del fusil, y
porque salvo el poder todo es ilusión, en la mente de los senderistas.
El
profeta de la violencia
A la
par de este discurso que enaltece el odio y la violencia, Guzmán logró
construir una imagen casi profética de su persona, era visto por sus militantes
como un ser superior, que encarnaba los valores más sublimes de la creación,
pero como el autor señala, mientras que los profetas llaman al arrepentimiento
antes de que sea tarde y que la ira del creador se manifieste en terribles
castigos y catástrofes, Guzmán convoca al odio que tienen que sentir quienes
despiertan de una falsa esperanza, de un cruel engaño.
Para
la prédica senderista Dios no existe, explica el autor, pero sus fabricantes
han mantenido al pueblo oprimido en una resignación esperanzada. Entonces,
muerto ese Dios, fabricado por los explotadores, ya no hay ningún dique contra
la cólera justiciera de los oprimidos. ¿Qué lograría Guzmán instalando esa
imagen en la mente y el corazón de los militantes senderistas? El objetivo era
uno solo: el odio debía desbordarse, pues era la única vivencia capaz de
redimir de la minusvalía o de la impotencia en las que el pueblo había sido
educado.
Para
el autor, en opinión que compartimos, quizá Guzmán y su cúpula no siempre lo
fueron, pero en eso devinieron: en profetas del odio. En un principio
(1979-1980), la violencia senderista fue sobre todo un medio accesorio, una
manera perentoria de castigar injusticias y reforzar la autoridad del partido
(no por eso menos repudiable, claro está).
La
violencia como reactivo de la insurrección
Sin
embargo, muy pronto ese terror se transformó en el centro de su accionar, e
incluso en el camino que debían recorrer todos los miembros de su movimiento.
Guzmán y su cúpula optaron por ese camino, lo hicieron de manera consciente,
arrastrando a toda su militancia, pues creyeron que la violencia era el único
medio para avivar y acelerar la insurrección. Por eso no dudaron, afirma el
autor, en autorizar o justificar atroces genocidios como el de Lucanamarca (69
campesinos asesinados).
Como
ya se señaló, esta obra busca aproximarse (y lo logra, creo yo) al fenómeno de
Sendero Luminoso desde una perspectiva cultural, usando herramientas propias de
las ciencia sociales y el psicoanálisis. Si bien los ensayos tienen como
trasfondo, y así lo dice expresamente el autor, el sustrato mítico de la sociedad
peruano-ayacuchana, éstos se concentran en la figura de Guzmán y la cúpula
senderista.
Finalmente,
resulta interesante mencionar lo que el autor señala en la dedicatoria de este
texto. Dedico este libro, dice el autor, a la gente que se equivocó de camino
pero que no cayó en el mal. Es decir, a la gente que no gozó con la violencia
(como sí lo hizo Guzmán y su cúpula), que obró en función de ideales y que
nunca dejó de ver en el otro, a un prójimo. Y también, por supuesto, a todos
los que combatieron la insurrección y defendieron la democracia sin abusar, ni
maltratar a gente indefensa.
Con
respecto a los agentes del Estado, el autor concluye: No tengo modo de saber,
cuántos miembros de las fuerzas del orden lograron preservar su humanidad en
circunstancias en las que se les garantizaba la impunidad y se les exigía
“efectividad” a cualquier costo. En todo caso, ha llegado la hora de hablar y
de asumir la responsabilidad histórica que a cada uno le corresponde.
*¿Aprendiz de brujo o monstruo moral? Es
el título de uno de los ensayos que forman parte de este libro.
Etiquetas: Abimael Guzmán, Gonzalo Portocarrero, Profetas del odio, Sendero Luminoso, terrorismo
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