martes, 21 de enero de 2014

ABIMAEL GUZMÁN REINOSO

¿APRENDIZ DE BRUJO O MONSTRUO MORAL?*


El año pasado, el Fondo Editorial de la Pucp, publicó el libro titulado Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso, escrito por el sociólogo peruano Gonzalo Portocarrero. En esta obra, el autor acentúa la importancia de la cultura en el análisis de la insurrección senderista y su brutal represión por las fuerzas del orden.

Como bien lo señala el autor, el accionar de Sendero Luminoso ha sido usualmente entendido como resultado de los dramáticos cambios que vivió el Perú en las décadas de 1950, 1960 y 1970, vinculados a la decadencia de la hacienda tradicional, al quiebre de la servidumbre indígena, a las migraciones hacia la costa, a la extensión de la educación y de las ideas políticas radicales, entre otros factores.

Un enfoque diferente

Sin embargo, lo que han olvidado mencionar algunos estudios es que esos cambios han estado acompañados de una lista de continuidades históricas y sociales igualmente decisivas. El autor en este punto hace alusión a la pervivencia de una visión encantada del mundo, a la potente vigencia del dogmatismo, a la exaltación del sufrimiento y el sacrificio, a la idea de una autoridad omnisciente e infalible, a la posibilidad de una redención, ya no divina, sino mundana, que se concreta sobre la tierra y no en los cielos.


En otras palabras, lo que se destaca en estos ensayos es que la gran promesa de Sendero Luminoso era que, gracias a la insurrección, el fatalismo de los oprimidos se transformaría en la rabia que impulsaría ese cambio radical que traería el cielo a la tierra.

El odio como ideología

En el libro se concluye que Guzmán, “el Presidente Gonzalo” y su cúpula,  lograron elaborar una ideología que aspiraba a articular todos los odios abiertos por las brechas sociales y las injusticias en el país. Eso explica por qué la apuesta senderista fue la de articular una propuesta que glorificara la violencia como el medio que haría posible una transformación social que eliminaría la injusticia para siempre; dando lugar, entonces, a una sociedad reconciliada y pacífica, tal y como lo expone (reiteradamente) el autor.

Fue justamente este odio, usado como sustrato esencial en la propaganda senderista, el que logró que los militantes, en su mayoría jóvenes (estudiantes y campesinos), que fueron la columna vertebral en la insurrección terrorista, fueran ganados por un discurso que les ofrecía un sentido grandioso para sus vidas, una buena conciencia  que los habría de redimir de sus sentimientos de culpa y de absurdo. Para el autor, en ese escenario guerrerista, la única opción era matar o morir, pues el cumplimiento del deber revolucionario hasta la muerte, en la lógica senderista,  era el verdadero camino hacia la realización humana.


Lo mismo ocurrió con las bases del movimiento, a ellas se las entusiasmó, afirma el autor, con la posibilidad de salir de la resignación y el autodesprecio, para convertir su frustración y rabia en odio y orgullo, en violencia y progreso. Entonces, para los militantes senderistas, por órdenes expresas de Guzmán, creer y hablar no era suficiente, era necesario que todos ellos derrochen entusiasmo y sacrificio, que actúen con decisión y paguen esa cuota de sangre que la revolución exigía. Hombres, mujeres, jóvenes y niños estaban obligados a empuñar el fusil, porque para Guzmán, el poder nace del fusil, y porque salvo el poder todo es ilusión, en la mente de los senderistas.

El profeta de la violencia

A la par de este discurso que enaltece el odio y la violencia, Guzmán logró construir una imagen casi profética de su persona, era visto por sus militantes como un ser superior, que encarnaba los valores más sublimes de la creación, pero como el autor señala, mientras que los profetas llaman al arrepentimiento antes de que sea tarde y que la ira del creador se manifieste en terribles castigos y catástrofes, Guzmán convoca al odio que tienen que sentir quienes despiertan de una falsa esperanza, de un cruel engaño.

Para la prédica senderista Dios no existe, explica el autor, pero sus fabricantes han mantenido al pueblo oprimido en una resignación esperanzada. Entonces, muerto ese Dios, fabricado por los explotadores, ya no hay ningún dique contra la cólera justiciera de los oprimidos. ¿Qué lograría Guzmán instalando esa imagen en la mente y el corazón de los militantes senderistas? El objetivo era uno solo: el odio debía desbordarse, pues era la única vivencia capaz de redimir de la minusvalía o de la impotencia en las que el pueblo había sido educado.


Para el autor, en opinión que compartimos, quizá Guzmán y su cúpula no siempre lo fueron, pero en eso devinieron: en profetas del odio. En un principio (1979-1980), la violencia senderista fue sobre todo un medio accesorio, una manera perentoria de castigar injusticias y reforzar la autoridad del partido (no por eso menos repudiable, claro está).

La violencia como reactivo de la insurrección

Sin embargo, muy pronto ese terror se transformó en el centro de su accionar, e incluso en el camino que debían recorrer todos los miembros de su movimiento. Guzmán y su cúpula optaron por ese camino, lo hicieron de manera consciente, arrastrando a toda su militancia, pues creyeron que la violencia era el único medio para avivar y acelerar la insurrección. Por eso no dudaron, afirma el autor, en autorizar o justificar atroces genocidios como el de Lucanamarca (69 campesinos asesinados).

Como ya se señaló, esta obra busca aproximarse (y lo logra, creo yo) al fenómeno de Sendero Luminoso desde una perspectiva cultural, usando herramientas propias de las ciencia sociales y el psicoanálisis. Si bien los ensayos tienen como trasfondo, y así lo dice expresamente el autor, el sustrato mítico de la sociedad peruano-ayacuchana, éstos se concentran en la figura de Guzmán y la cúpula senderista.


Finalmente, resulta interesante mencionar lo que el autor señala en la dedicatoria de este texto. Dedico este libro, dice el autor, a la gente que se equivocó de camino pero que no cayó en el mal. Es decir, a la gente que no gozó con la violencia (como sí lo hizo Guzmán y su cúpula), que obró en función de ideales y que nunca dejó de ver en el otro, a un prójimo. Y también, por supuesto, a todos los que combatieron la insurrección y defendieron la democracia sin abusar, ni maltratar a gente indefensa.

Con respecto a los agentes del Estado, el autor concluye: No tengo modo de saber, cuántos miembros de las fuerzas del orden lograron preservar su humanidad en circunstancias en las que se les garantizaba la impunidad y se les exigía “efectividad” a cualquier costo. En todo caso, ha llegado la hora de hablar y de asumir la responsabilidad histórica que a cada uno le corresponde.


*¿Aprendiz de brujo o monstruo moral? Es el título de uno de los ensayos que forman parte de este libro.

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