El tiempo de las
grandes reformas ya pasó, el presidente Ollanta Humala ha perdido 1/3 de su
periodo de Gobierno y no ha tomado (no existe propuesta concreta en marcha) la
decisión política de transformar la salud en nuestro país; y con ello mejorar
la calidad de vida de los más pobres del Perú. Como se recuerda, esa fue una de
sus más importantes propuestas de campaña. Cómo se nota que quien llega al
poder en nuestro país, olvida con facilidad eso de que para todo gobierno “la
prioridad deben ser siempre los más
necesitados”.
Pero esto que
señalo no debería sorprendernos teniendo
en cuenta que su ministro de Economía, al cual él y su esposa respaldan con
fanatismo, resultó siendo la persona a quien tanto criticaron durante los
cincos años de gestión aprista, acusándolo de ser un funcionario acostumbrado a
responder a los intereses de los poderosos. ¿Cómo cambió nuestro presidente? Estoy
seguro de que al despertar todas las mañanas hace un gran esfuerzo por
reconocerse frente al espejo. ¿Díganme ustedes si eso no se llama engaño?
El Perú es un país que
ha sido calificado como una sociedad de ingresos medios altos, aunque el alto
índice de desigualdad hace que casi un tercio de la población viva en condiciones
verdaderamente infrahumanas y que la mayoría de los peruanos sienta que “la
torta del crecimiento” no se reparte a todos por igual. Pero cuidado con
quejarse o protestar, si eso ocurre, los defensores de la “inmovilidad” y del
“todo está bien”, correrán apuraditos en búsqueda de sus amigos publicistas
para decirnos en televisión que la “Marca Perú” crece y que pronto el Perú será
un país de primer mundo.
Pero no caigamos en el
populismo, seamos sensatos, nadie puede poner en discusión que tras una década
de crecimiento económico sostenido, los recursos con los cuales cuenta la
sociedad son cada vez mayores. Por eso la necesidad de usarlos de manera
eficiente para resolver de modo inteligente los grandes problemas que nuestro
país debe afrontar. Sobre todo pensando en esa masa desgraciada de pobres que
muere a diario presa del olvido y abandono del Estado. Eso, claro está, siempre
que a los políticos les interese honrar las promesas ofrecidas durante los
meses de “embuste y mentira” a los cuales los peruanos llamamos eufemísticamente
“elecciones”.
Si revisamos con
objetividad las cifras en la región, nos daremos cuenta de que nuestro país es
uno de los que menos invierte en salud en Latinoamérica. Mientras en el Perú la
inversión en este campo no logra superar el 5% del PBI, en los países vecinos
el promedio está entre 8% y 9% anual. Además, como bien lo apuntan los
especialistas, aproximadamente la mitad de esta inversión es gasto privado.
Esto último hace que gran parte de este dinero se concentre en las ciudades y
distritos de mayores ingresos que no precisamente son los lugares que presentan
mayores necesidades. De allí que el déficit de médicos especialistas,
enfermeras, camas y medicinas, sea mayor en las regiones más alejadas y pobres
de nuestra patria.
Esta situación
descrita, que parece no interesar a quienes a lo largo de los últimos años han
tomado las riendas de nuestro Gobierno, arroja indicadores francamente
indignantes para un país que cree estar caminando hacia el Edén. En un artículo
recientemente publicado, el economista Pedro Francke nos brinda una serie de
datos que merecen nuestra mayor atención pues ponen en evidencia la perversa
relación que existe entre desigualdad, salud y pobreza.
La desnutrición crónica
infantil alcanza la estremecedora cifra de 28.2%. Sin embargo, mientras la tasa
en Lima Metropolitana es de 7.5%, en algunas zonas de la selva y sierra la tasa
asciende a 41%. Es decir, mientras que en la capital 7 de cada 100 niños padece
este mal, en las regiones más pobres del país 40 de cada 100 infantes se
encuentran prácticamente condenados a la muerte.
Esta cifra se relaciona
directamente con los indicadores de mortalidad infantil. En el estrato de
mayores ingresos el índice es de 10 por mil niños, mientras que en el estrato
más deprimido es de 42 por mil, respectivamente. En otras palabras, los padres
de menores recursos están sentenciados a ver cómo sus hijos mueren en una
proporción cuatro veces mayor a la de quienes realmente pueden ser considerados
habitantes de una “sociedad con ingresos medios altos”.
Si hablamos de la
esperanza de vida en el Perú la situación es igualmente preocupante pues
mientras que Huancavelica (una de nuestras regiones más pobres) presenta una
expectativa de 61 años, en Lima, la capital de la república, sus habitantes
tienen 18 años más en promedio. Con lo cual, podríamos afirmar que vivir en
Lima le da al ser humano la certeza de que su vida se prolongará hasta los 79
años de edad. Es decir, 18 años marcan la diferencia que existe entre los habitantes
de la capital y los del interior del país. Y pensar que algunos “marketeros del
optimismo” sin el menor pudor sostienen que el centralismo capitalino de nuestro país
ya ha quedado en el pasado. Me pregunto: ¿En qué país viven estos señores?
Pero las cifras no
terminan allí, nuestro país tiene la deshonrosa mención de ser el segundo con
el mayor índice de tuberculosis, únicamente superado por un estado fallido como
Haití, incluyendo un número importante de pacientes de tuberculosis
multidrogorresistente y extradrogorresistente (versiones más agresivas de la
tuberculosis) cuya recuperación exige medicamentos más fuertes y onerosos.
Del mismo modo, en el
Perú la cobertura de servicios de salud; es decir, la posibilidad real de ser
atendido por un médico profesional es muy baja y el servicio precario si nos
comparamos con países como Chile, Uruguay o Colombia. Esta tesis se confirma si
consideramos que en nuestro país una de cada seis mujeres da a luz sin contar
con asistencia médica. ¿Adivinen cuál es el ingreso promedio de estas mujeres?
¿Adivinen cuál es el lugar de residencia de las mismas? Les aseguro que sus
ingresos no son ni medios ni altos, y por supuesto, que no es Lima la ciudad
que las ve padecer a diario.
En el Perú los
gobiernos han creído solucionar este problema construyendo centros y puestos de
salud en los lugares más deprimidos, afirma Francke. Sin embargo, la gran
mayoría de estos centros no cuentan con un médico. Si a eso le sumamos que uno de los grandes
males de nuestro servicio de salud pública es la escasez de medicinas, no nos
debería sorprender el hecho de que sean los más pobres los que mueran víctimas
de alguna enfermedad no atendida oportunamente por el Estado.
El Gobierno tiene la
obligación moral de resolver este problema, el Estado tiene el deber de velar
por la vida de sus ciudadanos. Eso es indiscutible. Pero nuestra sociedad no
puede guardar silencio ante una realidad que humilla y ofende a los que no han
perdido todavía la capacidad de indignación ante la miseria y el atraso en el
que vive más de la tercera parte de nuestros hermanos.
Etiquetas: desnutrición, ministro de economía, miseria, nadine heredia, Ollanta Humala, pobreza, tuberculosis
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