miércoles, 23 de enero de 2013

La “Marca Perú” que no queremos ver




El tiempo de las grandes reformas ya pasó, el presidente Ollanta Humala ha perdido 1/3 de su periodo de Gobierno y no ha tomado (no existe propuesta concreta en marcha) la decisión política de transformar la salud en nuestro país; y con ello mejorar la calidad de vida de los más pobres del Perú. Como se recuerda, esa fue una de sus más importantes propuestas de campaña. Cómo se nota que quien llega al poder en nuestro país, olvida con facilidad eso de que para todo gobierno “la prioridad deben ser siempre  los más necesitados”.

Pero esto que señalo  no debería sorprendernos teniendo en cuenta que su ministro de Economía, al cual él y su esposa respaldan con fanatismo, resultó siendo la persona a quien tanto criticaron durante los cincos años de gestión aprista, acusándolo de ser un funcionario acostumbrado a responder a los intereses de los poderosos. ¿Cómo cambió nuestro presidente? Estoy seguro de que al despertar todas las mañanas hace un gran esfuerzo por reconocerse frente al espejo. ¿Díganme ustedes si eso no se llama engaño?

El Perú es un país que ha sido calificado como una sociedad de ingresos medios altos, aunque el alto índice de desigualdad hace que casi un tercio de la población viva en condiciones verdaderamente infrahumanas y que la mayoría de los peruanos sienta que “la torta del crecimiento” no se reparte a todos por igual. Pero cuidado con quejarse o protestar, si eso ocurre, los defensores de la “inmovilidad” y del “todo está bien”, correrán apuraditos en búsqueda de sus amigos publicistas para decirnos en televisión que la “Marca Perú” crece y que pronto el Perú será un país de primer mundo.

Pero no caigamos en el populismo, seamos sensatos, nadie puede poner en discusión que tras una década de crecimiento económico sostenido, los recursos con los cuales cuenta la sociedad son cada vez mayores. Por eso la necesidad de usarlos de manera eficiente para resolver de modo inteligente los grandes problemas que nuestro país debe afrontar. Sobre todo pensando en esa masa desgraciada de pobres que muere a diario presa del olvido y abandono del Estado. Eso, claro está, siempre que a los políticos les interese honrar las promesas ofrecidas durante los meses de “embuste y mentira” a los cuales los peruanos llamamos eufemísticamente “elecciones”.

Si revisamos con objetividad las cifras en la región, nos daremos cuenta de que nuestro país es uno de los que menos invierte en salud en Latinoamérica. Mientras en el Perú la inversión en este campo no logra superar el 5% del PBI, en los países vecinos el promedio está entre 8% y 9% anual. Además, como bien lo apuntan los especialistas, aproximadamente la mitad de esta inversión es gasto privado. Esto último hace que gran parte de este dinero se concentre en las ciudades y distritos de mayores ingresos que no precisamente son los lugares que presentan mayores necesidades. De allí que el déficit de médicos especialistas, enfermeras, camas y medicinas, sea mayor en las regiones más alejadas y pobres de nuestra patria.

Esta situación descrita, que parece no interesar a quienes a lo largo de los últimos años han tomado las riendas de nuestro Gobierno, arroja indicadores francamente indignantes para un país que cree estar caminando hacia el Edén. En un artículo recientemente publicado, el economista Pedro Francke nos brinda una serie de datos que merecen nuestra mayor atención pues ponen en evidencia la perversa relación que existe entre desigualdad, salud y pobreza.

La desnutrición crónica infantil alcanza la estremecedora cifra de 28.2%. Sin embargo, mientras la tasa en Lima Metropolitana es de 7.5%, en algunas zonas de la selva y sierra la tasa asciende a 41%. Es decir, mientras que en la capital 7 de cada 100 niños padece este mal, en las regiones más pobres del país 40 de cada 100 infantes se encuentran prácticamente condenados a la muerte.

Esta cifra se relaciona directamente con los indicadores de mortalidad infantil. En el estrato de mayores ingresos el índice es de 10 por mil niños, mientras que en el estrato más deprimido es de 42 por mil, respectivamente. En otras palabras, los padres de menores recursos están sentenciados a ver cómo sus hijos mueren en una proporción cuatro veces mayor a la de quienes realmente pueden ser considerados habitantes de una “sociedad con ingresos medios altos”.

Si hablamos de la esperanza de vida en el Perú la situación es igualmente preocupante pues mientras que Huancavelica (una de nuestras regiones más pobres) presenta una expectativa de 61 años, en Lima, la capital de la república, sus habitantes tienen 18 años más en promedio. Con lo cual, podríamos afirmar que vivir en Lima le da al ser humano la certeza de que su vida se prolongará hasta los 79 años de edad. Es decir, 18 años marcan la diferencia que existe entre los habitantes de la capital y los del interior del país. Y pensar que algunos “marketeros del optimismo” sin el menor pudor sostienen  que el centralismo capitalino de nuestro país ya ha quedado en el pasado. Me pregunto: ¿En qué país viven estos señores?

Pero las cifras no terminan allí, nuestro país tiene la deshonrosa mención de ser el segundo con el mayor índice de tuberculosis, únicamente superado por un estado fallido como Haití, incluyendo un número importante de pacientes de tuberculosis multidrogorresistente y extradrogorresistente (versiones más agresivas de la tuberculosis) cuya recuperación exige medicamentos más fuertes y onerosos.

Del mismo modo, en el Perú la cobertura de servicios de salud; es decir, la posibilidad real de ser atendido por un médico profesional es muy baja y el servicio precario si nos comparamos con países como Chile, Uruguay o Colombia. Esta tesis se confirma si consideramos que en nuestro país una de cada seis mujeres da a luz sin contar con asistencia médica. ¿Adivinen cuál es el ingreso promedio de estas mujeres? ¿Adivinen cuál es el lugar de residencia de las mismas? Les aseguro que sus ingresos no son ni medios ni altos, y por supuesto, que no es Lima la ciudad que las ve padecer a diario.

En el Perú los gobiernos han creído solucionar este problema construyendo centros y puestos de salud en los lugares más deprimidos, afirma Francke. Sin embargo, la gran mayoría de estos centros no cuentan con un médico.  Si a eso le sumamos que uno de los grandes males de nuestro servicio de salud pública es la escasez de medicinas, no nos debería sorprender el hecho de que sean los más pobres los que mueran víctimas de alguna enfermedad no atendida oportunamente por el Estado.

El Gobierno tiene la obligación moral de resolver este problema, el Estado tiene el deber de velar por la vida de sus ciudadanos. Eso es indiscutible. Pero nuestra sociedad no puede guardar silencio ante una realidad que humilla y ofende a los que no han perdido todavía la capacidad de indignación ante la miseria y el atraso en el que vive más de la tercera parte de nuestros hermanos.

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