miércoles, 4 de abril de 2012

A veinte años del autogolpe de Estado del 5 de abril de 1992



El 5 de abril de 1992 es una fecha que será recordada por todos los demócratas del Perú como el día en el cual el hoy sentenciado por corrupción y violación de derechos humanos, Alberto Fujimori, decidió atentar contra el orden constitucional de nuestro país, ordenando el cierre del parlamento, la reorganización del Poder Judicial, y otras maléficas medidas que tuvieron como único objetivo garantizar para él y sus secuaces un clima de absoluta impunidad para sus atrocidades.


Luego de una campaña electoral canallesca, en la cual la izquierda “desunida”, el aprismo mafioso y el movimiento del hasta ese entonces desconocido “ingeniero Fujimori”, ese cuyo lema era “honradez, tecnología y trabajo”, con el apoyo de un buen número de medios de comunicación, demolieran la imagen del candidato del Frente Democrático (Fredemo), nuestro premio Nobel Mario Vargas Llosa, la suerte del Perú estaba echada. Palacio de Gobierno tenía un nuevo inquilino, uno que se encargaría de probar durante diez largos años que en el Perú es siempre posible ser más ladrón, más corrupto, más asesino, sobre todo cuando se cuenta con el respaldo casi total de los sectores de poder y de las fuerzas armadas.


A Mario Vargas Llosa no lo demolió el fujimorismo, al menos no en esa oportunidad, en eso seamos claros, a Vargas Llosa se encargó de destruirlo Alan García y su pandilla asalariada. Recordemos que Vargas Llosa había sido el más ferviente e importante opositor a las medidas populistas y estatistas del líder aprista. Vargas Llosa había comprometido su palabra, llevaría a cabo una profunda revisión de las cuentas del Estado, era necesario identificar el sinnúmero de actos de corrupción que el gobierno del “partido del pueblo” le había heredado al país, junto a la inflación más grande de la historia y a la violencia terrorista que Alan García jamás quiso ni supo enfrentar con decisión.


En ese panorama era claro para qué candidato se inclinaría el apoyo del gobierno de turno. Alberto Fujimori sería el candidato de Alan García para la segunda vuelta electoral. Pero el tiro le salió por la culata al aprendiz de Haya de la Torre. Ni en su más terrible pesadilla pudo alguna vez imaginar que este “don nadie” a quien colocó a la cabeza del Estado, se convertiría en uno de sus más furibundos persecutores, nunca imaginó que Alberto Fujimori, de la mano de su socio, el criminal Vladimiro Montesinos, sería el protagonista estelar de una de las etapas más negras de la historia, la década del oprobio y la vergüenza nacional, como la denominan con razón los historiadores.


Instalado en Palacio de Gobierno, y a pesar del apoyo que recibiera por parte de los principales grupos políticos representados en el Congreso, los mismos que en más de una oportunidad respaldaron los pedidos de delegación de facultades que provenían del Poder Ejecutivo, decidió arremeter de manera virulenta contra los partidos políticos, los órganos del Estado, las instituciones democráticas. En suma, Alberto Fujimori y compañía, esos que luego se convertirían en los dueños del Perú, no querían oposición de ningún tipo, ni política, ni institucional, por eso había que destruir las bases mismas del Estado de Derecho, de ese Estado que a duras penas se mantenía en pie en el Perú de los noventa.


Alberto Fujimori, su grupo parlamentario, sus amigos en la prensa, se encargaron de ir abonando el camino para el autogolpe. El parlamento no funciona, los partidos políticos entorpecen la labor del gobierno, el Poder Judicial obstaculiza las reformas, el Tribunal de Garantías Constitucionales declara inconstitucionales las medidas legislativas de Palacio de Gobierno, fueron las frases que a diario se leían y escuchaban en los medios de comunicación social. Qué sencillo es para los hombres inescrupulosos mentir, cuánto cinismo denotaban esas afirmaciones, qué desprevenidos estaban todos los peruanos. ¿Acaso nadie pudo presagiar que lo que se venía no era otra cosa que la instalación de una cleptocracia asesina?


Lamentablemente así ocurrió. Para carcajada del dictador, felicidad de un traidor a la patria, al cual nombró como asesor, tranquilidad de los sectores conservadores que aman la “mano dura”, aunque esta pida a cambio varios millones de dólares y un paulatino recorte de libertad, el golpe de Estado había resultado todo un éxito. Los ciudadanos lo habían respaldado, algunos con su entusiasmo, los más con su silencio cómplice. Así lo revelaron las encuestas de aquel mes de abril de 1992. Consultados los peruanos sobre si apoyaban o no la medida tomada por el gobierno del dictador, casi el 80% respondió que sí, en mi familia por ejemplo, y a pesar de la vergüenza que eso supone para mí, solo una persona mostró su tajante rechazo, mi padrino, pero eso es parte de la lastimera historia política familiar que hoy en día no viene a cuento, de mi padre no hablo, porque en aquella época él era un joven policía, y opinar libremente sobre política, era un derecho que no tenían los uniformados de la época.


Consumado el golpe, la historia fue la de siempre, militares encargados del orden y la seguridad interna del país, los tanques a la calle, las autoridades civiles subordinadas a los generales, convenientemente nombrados por el dictador. En suma, la película se volvía a repetir, doce años de democracia no habían sido suficientes para hacer entender a la gente que si hay algo peor que la democracia, esa a la que Fujimori tildó de débil, torpe e ineficiente, es una dictadura infame, astuta y efectiva a la hora de quebrar voluntades y violentar derechos.


Poco a poco, y como no podía ser de otra manera, Fujimori y su gábila de funcionarios rapaces empezarían a copar todas y cada una de las instituciones del Estado. Era solo cuestión de tiempo, el dictador empezaba a construir las bases de su imperio, nadie, ningún hombre o mujer que se le opusiera saldría bien librado, en poco tiempo, algunos medios, esos que decidieron no vender su línea editorial o negociarla a cambio de algún beneficio tributario, empezaron a dar cuenta del abuso, del atropello, de la persecución que sufrían aquellos que se atrevían a decirle no al autócrata.


Con la oposición desarmada, los medios de comunicación enfrentados entre sí, los sectores empresariales encantados por el pragmatismo del sátrapa, las fuerzas armadas plagadas de chauvinismo tercermundista (hasta ahora no me explico cómo se sometieron a la voluntad de un extranjero y a la de un capitán expulsado del ejército), el futuro era fácil de predecir. El Perú de los noventa, a pesar de la pantomima que significó la convocatoria a elecciones para la instalación del Congreso Constituyente Democrático y la elaboración de una nueva Constitución (cuya aprobación fue producto del fraude), se convirtió en un país devastado por la ignominia, un país en el cual la ley y el Estado se pusieron al servicio de los criminales, de los rufianes, de las mafias de señores de cuello y corbata que le robaron al Estado las pocas monedas que Alan García había olvidado dilapidar.


El resto es historia conocida, Fujimori fue reelecto dos veces más, previa destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a semejante atropello, los crímenes de la Cantuta y Barrios Altos quedaron impunes, el Grupo Colina, esa banda de asesinos disfrazados de militares creada por el dictador y su asesor, se hicieron merecedores a la Ley de Amnistía que los limpió de todo cargo, gracias a una fina cortesía de Martha Chávez y de todos aquellos que decidieron ponerse de rodillas frente al régimen, poniéndole precio a su honra y a su dignidad.


Llegó el año 2000, y la maquinaria fujimontesinista volvió a operar. Diez años no habían sido suficientes para saquear las arcas del Estado, había que robar más y más, si los que lo antecedieron no arrasaron con todo, Fujimori no cometería ese error. Para eso empleo miles de dólares en esa campaña, no tantos como los que hizo desaparecer del fondo de las privatizaciones, para eso empleó a los Carlos Rafo, llamó a los Tudela, y con su ritmo del chino, ese baile pegajoso con el cual la dictadura ponía a bailar a todos a los que compraba con arroz, lentejas, y mucho clientelismo, logró la victoria, derrotando a un Alejandro Toledo, candidato al que todas las encuestadoras daban como virtual ganador. Otro fraude.


Pero el final llegó, y la dictadura cayó como caen todas las tiranías de ese color, cayó porque algún cómplice inconforme filtró información que ponía al descubierto el nivel de podredumbre al cual Alberto Fujimori nos había empujado, como país y como sociedad. Luego de la publicación del video Kouri-Montesinos, en el cual se apreciaba al asesor presidencial repartiendo el dinero de todos los peruanos a cambio de la lealtad de quienes se habían presentado como opositores al régimen durante la campaña, la dictadura se desplomó. Cientos de videos y audios vieron la luz, todo el Perú se enteró de cómo Alberto Fujimori había convertido a Palacio de Gobierno en una letrina y al servicio de inteligencia en un burdel, en donde todos, absolutamente todos tenían un precio.


Hoy, veinte años después de aquella fecha, y luego de varios años de esfuerzo por reconstruir los cimientos de nuestro Estado y de nuestra frágil democracia, podemos decir que si algo positivo nos dejó el fujimorismo de los noventa es la firme convicción de que si bien la democracia puede ser un sistema de gobierno imperfecto, la dictadura es un régimen de terror, en donde los valores éticos son abolidos y en las palabras justicia y Derecho son borradas del imaginario colectivo.


Se nos dijo en ese entonces que la democracia no servía para nada, que lo que el Perú necesitaba era un gobierno fuerte, con mano de hierro para solucionar los problemas, que las decisiones se toman con rapidez, sin asambleísmos ni politiquerías que no conducen a nada. Hoy sabemos que todo eso es falso, que Alberto Fujimori no podía decir la verdad, que el dictador y los pillos que cargaron sus bolsas de dinero eran incapaces de mirarse al espejo y no sentir temor de sí mismos. La democracia es política y éticamente superior a la dictadura por donde se la mire, no sólo por ser la forma de gobierno que reconoce como valores supremos a la libertad, igualdad y justicia, sino porque es el único sistema que le permite al ciudadano fiscalizar el ejercicio del poder, evitando que este se concentre en una o pocas manos, evitando de ese modo el saqueo y el pandillaje a gran escala.


Veinte años después creo que la mayoría de peruanos aprendimos la lección, sabemos que nuestra democracia es frágil, que tenemos mucho trabajo por hacer, que la libertad no garantiza la felicidad si esta no viene acompañada de justicia social, sobre todo para los más pobres. Hoy en día estamos mejor preparados que veinte años atrás, quizá por eso en estas últimas elecciones, y a pesar de la manera infame como los medios de comunicación defendieron la vuelta de la mafia fujimorista a Palacio de Gobierno, los hombres y mujeres del Perú salimos a las calles y acudimos a las urnas a defender nuestra democracia, esa que Alberto Fujimori petardeó el 5 de abril de 1992. No lo olvidemos.

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