Monseñor Cipriani: el "Gran Canciller" de la Pontificia Universidad Católica del Perú
Siempre es mejor tomar distancia, aguardar un momento, esperar que los acontecimientos discurran y las pasiones se desaceleren antes de emitir opinión o juicio en asuntos polémicos o de suma confrontación. Esa es una lección que un maestro universitario nos repetía con insistencia durante un ciclo en la cátedra de redacción y argumentación. Esta lección cobra mayor validez cuando se trata de un asunto en el cual el autor de la nota se encuentra parcializado de antemano con la defensa de ciertos principios y conceptos que lo acercan a una de las partes y lo distancian de la adversaria. Por estas razones, y a pesar del pedido de algunos amigos que me distinguen con la lectura y comentario que suelen hacer de las reflexiones que trato de difundir a través de este espacio, me he tomado un respiro, he contado hasta diez y he preferido observar atentamente lo que en las últimas semanas ha significado el enfrentamiento mediático y violento entre dos de las instituciones más importantes del país: El Arzobispado de Lima, representado por el Cardenal de la ciudad, Monseñor Juan Luis Cipriani y la Pontificia Universidad Católica del Perú., para muchos, entre los cuales me incluyo, el centro de formación universitaria de mayor prestigio en nuestro país.
Los días han transcurrido, y cansado de ver cómo los medios de comunicación y algunos periodistas, convertidos de un tiempo a esta parte en publicistas y fanáticos defensores del cardenal, vierten una serie de mentiras sobre este diferendo, he tomado la decisión de pronunciarme con la finalidad de aclarar algunas medias verdades o infieles mentiras, propaladas por esta prensa, producto, espero yo, de la ignorancia en temas de índole jurídico y no del evidente carga montón que de un tiempo a esta parte se cierne sobre la universidad con el único ánimo de restarle prestigio e importancia en nuestra comunidad, impulsado, como también creo resulta evidente, por un sector conservador e intolerante que busca hacer de la PUCP un centro de formación académico en el cual la crítica, la libertad, la tolerancia y el respeto por la pluralidad de puntos de vista sean valores que se deroguen y cedan posiciones frente al discurso monocorde que desde muy arriba se pretende imponer por personajes de espíritu y mentalidad profundamente ultramontanos.
El cardenal, mal aconsejado, seguramente por algunos abogados ávidos de algunas monedas, porque para ganar dinero siendo abogado no se necesita tener de lado a la razón, al menos así parece ser en nuestro país, afirma o quiere creer con fe ciega, con esa misma fe que él ha invocado tantas veces para defender las posiciones más retrógradas jamás vistas, tener derechos de propiedad sobre los bienes cedidos como legado por Riva Agüero a la PUCP. Pues bien, esta afirmación es absolutamente falsa, cualquier persona que haya cursado los primeros ciclos de derecho en la universidad más humilde de este país sabe la distinción existente entre la figura del Propietario y la del Albacea. Este dato es importante pues si uno revisa el testamento de Riva Agüero llegará a la conclusión de que la participación del Arzobispado de Lima en la Junta de Administración de bienes instituida por el difunto es en calidad de albacea, por ello en el mencionado texto se habla de “albaceazgo mancomunado” y no de copropiedad entre esta institución y la PUCP con respecto a los bienes cedidos.
¿Y qué hacen entonces los albaceas? Los albaceas, y así se señala expresamente en el Código Civil peruano y en toda la doctrina escrita sobre el tema, administran la voluntad del testador velando por el cumplimiento fiel de la misma, esa que en este caso en particular ha sido cumplida en todos sus extremos. Riva Agüero dispuso que los bienes pasasen a propiedad de la universidad, sin ningún tipo delimitación, restricción o condición, a los 20 años de su muerte y siempre que la PUCP siguiese funcionando como entidad educativa, condición que como todos sabemos se cumplió a cabalidad. En tal sentido, podemos afirmar sin lugar a equívocos que el patrimonio de la PUCP, valorizado en varios millones de dólares, de ahí la astucia y codicia de algunos por presentarse como propietarios cuando en realidad no lo son, resulta de la suma de los bienes legados por Riva Agüero y de la explotación que de ellos ha hecho la universidad en calidad de propietaria durante muchos años, además del esfuerzo de sus trabajadores y de las pensiones de los alumnos y ex alumnos, grupo este último entre los cuales me encuentro.
Ahora bien, y como mentir no cuesta nada, y mucho menos cuando se pone de garante a Dios, al Papa, a la Iglesia Católica, o a algunos mal intencionados políticos que se prestaron al juego del cardenal e hicieron del besa manos una práctica diaria, se ha señalado también que la PUCP está obligada a modificar sus estatutos en los términos dictados desde Roma por las autoridades de la Santa Sede.
¿Por qué la PUCP no muestra un mayor respeto por Roma y acata mansamente sus órdenes si es o se proclama “Católica”? Primero, porque jurídicamente hablando la universidad, como cualquier otra en nuestro país, se rige por sus propios estatutos y por la Constitución y las leyes de la República. Segundo, porque de acuerdo a la legislación vigente la PUCP elige a su rector con el voto mayoritario de la Asamblea Universitaria. Este dato es importante ya que casualmente lo que el Arzobispado de Lima quiere es que se modifique en el estatuto el modo de elección de la máxima autoridad. Según el Arzobispado, la decisión final sobre quién asume el cargo de rector lo debe tomar Roma y no este órgano de gobierno universitario. Si a eso le sumamos que en 1978 mediante un Tratado firmado por El Vaticano y el gobierno de nuestro país, el primero aceptó estas reglas de juego, no vemos cómo, o bajo que justificación, 33 años después, el cardenal pretende sentar en el edificio del rectorado a un amigo suyo y no a quien los alumnos, los profesores y los miembros de la comunidad PUCP eligen libremente. Y tercero, porque ceder a esta presión abriría un espacio para la censura o el veto de académicos e intelectuales que siendo profesores de la PUCP no podrían acceder a este cargo por el solo hecho de no comulgar o defender las ideas del cardenal, dicho de manera más sencilla, ningún profesor de corte liberal o progresista sería elegido rector por muchos que sean sus logros y triunfos alcanzados en el campo científico y académico, sobre todo si el “pensamiento Cipriani” se impone, como al parecer sucede, sobre el de los demás entre el clero.
Algunas personas, entiendo yo, ajenas a la comunidad PUCP, u otras muy cercanas pero segadas por sus propios prejuicios y fobias más íntimas y personales, creen ver en esta disputa una confrontación de tipo económico y comercial. Nada más alejado de la realidad. Defender la propiedad de la PUCP, defender la autonomía y la independencia de la universidad, de todas las universidades del país, no supone únicamente velar por sus bienes o rentas, supone también, y creo que ello es lo más importante, garantizar un espacio de diálogo permanente, un espacio que por su propia naturaleza y denominación debe tender a la expansión y a la difusión del conocimiento universal de modo libre.
El pleito jurídico, como bien lo señalan algunos analistas, es importante, sin dudas es importante, será en los tribunales civiles en los cuales se determine los alcances del testamento de Riva Agüero, y los derechos de propiedad existentes sobre su legado, algo que en mi opinión no admite mayor discusión, sin embargo, del otro lado tenemos el debate social y político en torno al tipo de universidad que se quiere construir y los valores que se deben defender en estos espacios de conocimiento. Defender la libertad de cátedra, la sana crítica, el diálogo abierto y libre entre todos los miembros de una comunidad universitaria son los elementos que caracterizan una enseñanza democrática en la cual ningún alumno, profesor o personal administrativo es perseguido o censurado por el solo hecho de no compartir una visión política, ideológica o religiosa determinada. Son estos los valores que casualmente ha venido defendiendo la PUCP a lo largo de toda su historia, inculcando en sus alumnos la necesidad por la construcción de un país más solidario, apoyada en los principios de tolerancia y pluralismo, tan importantes en una sociedad tan heterogénea como la nuestra.
Todo ello lo digo con la autoridad y el conocimiento que me da el haber tenido el privilegio de estudiar y de desempeñarme como asistente de cátedra, primero, y como profesor adjunto luego, en esta casa de estudios. En la universidad, en mi universidad, se respira un clima de libertad y frescura que hacen posible un libre intercambio de ideas y puntos de vista. En mi universidad no existen libros prohibidos, como quizá lo propondría Francisco Tudela con autores como Lenin, Marx o Mao, tampoco existen películas prohibidas, como seguro sería el deseo del cardenal Cipriani con films como La última Tentación de Cristo, por ejemplo. En mi universidad se propicia la lectura en todos su niveles y en todas sus formas, y se propende al debate entre alumnos y profesores, porque se entiende que el camino más certero hacia el conocimiento es la lectura y que más importante que escuchar a los que piensan como uno es tener la oportunidad de compartir con aquellos que presentan puntos de vista antagónicos a los nuestros, pues esa es la manera racional de reforzar nuestras creencias, replantearlas o abandonarlas por completo pero de manera absolutamente libre sin presiones de ningún tipo.
No soy católico, nunca lo he sido, pero espero por el bien de la universidad que la gracia de Dios recaiga sobre las mentes de todos los creyentes involucrados y les devuelva la cordura. Estoy seguro que este entuerto puede ser resuelto de manera amistosa, no existe necesidad de trasladar a los medios asuntos que debieron ser resueltos al interior de la propia comunidad universitaria. Resulta penoso ver cómo la máxima autoridad de la Iglesia Católica y el rector de la más importante universidad del país se sumergen en un fuego cruzado de insultos, improperios y adjetivos agraviantes. El problema, para la iglesia, como lo hace notar con inteligencia la periodista y abogada, Rosa María Palacios, ex alumna de la PUCP, a la cual pueden acusar de todo menos de no ser una mujer católica, apostólica y romana militante, es que cuando el rector de una universidad se equivoca, genera un pasivo que debe ser asumido por los miembros de su universidad, pero cuando la máxima autoridad eclesial miente, difama, y amenaza con el apoyo de “los de siempre” quien debe hacerse cargo de esa deuda es toda la feligresía. Los católicos de nuestro país no se merecen este festín de injurias y calumnias, los peruanos no nos merecemos esto, pero sobre todo, los alumnos de esta casa de estudios no merecen ver alterado su desarrollo académico y personal por la torpeza de estos hombres. Ya viene siendo hora que esto acabe, el rector debe mostrar firmeza en la defensa de sus fueros pero al mismo tiempo respeto por las autoridades eclesiales y el cardenal Cipriani, deberá dejar de lado sus prejuicios, sus miedos, sus odios hacia todo aquel que se siente a su izquierda y quiera ser libre, pues de no ser así, terminará siendo recordado como “El Gran Canciller del odio, la codicia y el embuste”.
Etiquetas: Monseñor Cipriani y Universidad Católica, testamento de Riva Aguero
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