El pasado 23 de mayo, nuestro hermano
país de El Salvador vivió una fiesta social y religiosa como nunca antes en su
historia. Monseñor Óscar Arnulfo Romero, “el obispo mártir”, después de 35 años
de su muerte, fue beatificado por el Vaticano ante una multitud de más de 300
mil personas reunidas en la capital salvadoreña.
Como se recuerda, monseñor Romero o “San
Romero de América”, como cariñosamente lo llama la gente desde hace algunos
años, murió asesinado el 24 de marzo de 1980, hecho que marcó el inicio de la
guerra civil (1980-1992) librada entre la guerrilla del Frente Farabundo Martí
para la Liberación Nacional (FMLN) y el Ejército Salvadoreño, financiado por el
Gobierno de los Estados Unidos, con el apoyo de la derecha salvadoreña
representada por partidos como la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA).
Sobre ello, la Comisión de la Verdad de
la ONU, que investigó las violaciones a los derechos humanos durante el
conflicto armado salvadoreño, determinó que Roberto D” Aubuisson, ex mayor del
Ejército y fundador de ARENA fue quien dio la orden de asesinar a monseñor
Romero, a quien los sectores conservadores de ese país, así como también la
propia Iglesia Católica (una importante facción) lo acusó de ser un marxista,
comunista y guerrillero encubierto.
Monseñor Romero fue asesinado una tarde
calurosa en plena misa, el fatídico disparo que acabó con su vida puso punto
final a tres años de labor arzobispal durante los cuales denunció la violencia
(izquierdista o derechista) que azotaba a su pueblo, sobre todo a los más
pobres, así como también la injustica social y política que se vivía en un país
en el cual un puñado de familias (menos de 20, según los historiadores
salvadoreños) controlaban el destino de 4 millones de personas.
Hoy sabemos que tras la muerte del
arzobispo Luis Chávez, su antecesor, el Vaticano lo buscó porque lo consideraba
un sacerdote mucho más “conservador”. Es decir, monseñor Romero le aseguraba a
Roma un perfil contrario al de Chávez, sacerdote a quien el Gobierno
salvadoreño acusó de ser un “defensor de la insurgencia marxista”.
Sin embargo, al poco tiempo de iniciar
sus labores arzobispales, monseñor Romero
se dio cuenta del peligro que representaba para su pueblo el inicio de
una guerra civil abierta. Por ello, con firmeza y voluntad decidió enfrentar la
delirante represión desatada en su país.
Las desapariciones y asesinatos
aumentaban de manera exponencial, ni siquiera los religioso estaban a salvo,
prueba de ello fue el asesinato de Rutilio Grande, jesuita amigo suyo cuya
muerte no hizo más que endurecer la posición crítica de monseñor Romero frente
a los responsables de la violencia en El Salvador.
En medio del horror, durante sus años
como arzobispo, tiempo en el cual logró retardar al máximo el inicio de la
guerra civil, monseñor Romero estuvo sólo. Así lo recuerda su biógrafo y ex
secretario, monseñor Jesús Delgado, al señalar que cuando monseñor Romero viajó
a Roma para informarle al Papa Juan Pablo II sobre el terror que se vivía en su
país, no recibió el respaldo y el apoyo que él esperaba dada la magnitud de la
tragedia salvadoreña.
A pesar de la adversidad, monseñor
Romero siguió luchando tercamente, con el único fusil que cargó durante toda su
vida el “evangelio”, inspirado en los valores y principios de lo que ahora
conocemos con el nombre de Teología de la Liberación, pues si hubo alguien que
vivió e hizo suya la denominada “opción preferente por los pobres”, ese fue,
sin lugar a dudas, monseñor Romero.
Monseñor Romero nunca se destacó por ser
un dogmático o doctrinario del catolicismo, lo hizo más bien por vivir su
cristiandad al lado de los que más sufren, compartiendo sus temores, miedos y
desesperanzas, haciendo suyo el dolor de los cientos de salvadoreños que
creyeron encontrar consuelo en su prédica y ejemplo. Como diría Ricardo
Urioste, “Romero no era guerrillero, y tampoco tuvo influencia ni de los rusos
ni de los cubanos, porque sus homilías nacieron de la vivencia que día a día
tenía con las personas”.
A la muerte de monseñor Romero, se
desató lo que él tanto temía, una guerra civil que arrojaría el fatídico saldo
de 75 mil muertos y 8 mil desparecidos, en doce años de sangriento
enfrentamiento. Esta fue, como dicen los propios salvadoreños, una época de
dolor, terror y sangre, la misma que llegó a su fin con la firma de los
Acuerdos de Paz de Chapultepec (México) recién en 1992. En otras palabras, el
asesinato de monseñor Romero fue el detonante para el comienzo de la guerra
interna salvadoreña.
Al respecto, Ovidio Mauricio, uno de los
mayores referentes del movimiento de derechos humanos salvadoreño, afirma que
“los que estaban por una opción de guerra en El Salvador la apresuraron al
asesinar a Romero”. En esa misma línea, David Morales, el procurador de
Derechos Humanos, ha señalado categóricamente que “eliminar a monseñor Romero
era un objetivo que le permitió al Estado salvadoreño, Fuerzas Armadas y grupos
paramilitares profundizar prácticas genocidas de ataque a la población civil”.
Coincidencia o no, lo cierto es que al
cabo de dos meses del asesinato de monseñor Romero, el 14 de mayo de 1980 se
produjo la primera de las grandes masacres perpetradas por los soldados de la
Guardia Nacional, quienes asesinaron a unas 600 personas en las orillas del Río
Sumpul, departamento de Chalatenango.
Como ya lo señalé, tuvieron que pasar 35
años para que el nombre y la obra de monseñor Romero sea reivindicada, incluso
por el mismo sector de la derecha política y católica salvadoreña y
latinoamericana que durante tanto tiempo se encargó de mancillar su memoria calificándolo
de guerrillero o terrorista. Por ello, la beatificación de monseñor Romero
tiene un halo de justicia poética, pues no deja de parecer irónico que quienes obstaculizaron
el proceso de beatificación, hoy salgan a las calles a festejarla exigiendo su
canonización.
Etiquetas: ARENA, BEATIFICACIÓN, EL SALVADOR, MONSEÑOR ROMERO
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